2.6. Cédulas, cédulas, cédulas - En el “foyer”: julio

  • José Carlos Mariátegui

Cédulas, cédulas, cédulas1  

         Ayer encontramos en el Palacio Legislativo un ambiente inusitado. Grandes eran la concurrencia de representantes y la concurrencia de espectadores. Estaban allí los senadores respetables, graves y ceremoniosos. Estaban, pues, ahí el señor don José Carlos Bernales, el señor don Juan Durand, el señor don Ricardo Flórez, el señor don Amador del Solar. Y había gran afluencia de gentes del foro, del Poder Judicial y hasta de los pasillos del Palacio de Justicia.
         Sobre todas las carpetas había profusión de cédulas. Votos del señor Correa y Veyán, votos del señor La Torre González, votos del señor Lanfranco, votos del señor Loredo, votos del señor Calle, votos de todos los candidatos a las vocalías vacantes. La sala estaba inundada de cédulas. Y también en la galería de los periodistas había inusitada concurrencia. El Dr. Varela y Orbegoso. El Conde de Lemos, Ascanio, Félix del Valle. El comentario era animado y pródigo en augurios. De pronto brotó un chiste:
         —El candidato con menos probabilidades es el doctor Belisario Soto.
         —¿Por qué es el doctor Soto?
         —Porque el doctor Soto ha hecho sus trabajos sotto voce.
         Risas. Un campanillazo. Se abre la sesión. Los conserjes atienden a la llamada de los representantes. Despacho. Trámites reglamentarios. Comienza la votación. Murmullos. Comentarios. Pronósticos. Cada espectador es una pitonisa. Se hacen apuestas. El ilustre doctor Varela y Orbegoso se obstina en disuadir a dos amigos de su propósito irrespetuoso de resolver esta tarde en la votación —sustituyendo con ella al cachito— quién pagará el cocktail. La palabra persuasiva del doctor Varela y Orbegoso evita tan irreverente juego.
         Primer escrutinio. El doctor Correa y Veyán, favorito. Comentarios. El señor Secada, haciendo un paréntesis, trata de convencernos de que no es cierto que cuando está de mal humor formule muchos pedidos. Todo lo contrario, cuanto mejor es su humor, más numerosos son sus pedidos. Y esto es lógico: el buen humor de su señoría es como quien dice una hiperestesia de su patriotismo.
         Segundo escrutinio. Gran expectación. El señor Correa y Veyán y el señor La Torre González tienen igual número de votos. El señor Serdio, empleado clásico de la Cámara de Diputados, nos dice:
         —Nunca he asistido a una elección más reñida. El señor Abelardo Gamarra opina:
         —Está muy “peleada”. Dos candidatos se han puesto “chico a chico”.
         Tercer escrutinio. Expectación. Murmullos. Cómputos. Nosotros nos llevamos del que hace el señor Secada. Triunfa el señor La Torre González. El señor La Torre González está apoyado por la influencia de todo el Poder Judicial. El ascenso del señor La Torre González representa una serie de vacantes y de promociones próximas. Obran a su favor muchas voluntades, muchas sugestiones, muchas neuronas. Los intereses creados.
         Aplausos.
         Termina la sesión. Son las 7 y 30. Qué lástima. No vamos a poder asistir hoy a la salida de las gentes del cinema.
         Pero llevamos al centro una noticia que prodigamos sin economía.
         Y las gentes la comentan así:
         —¡El señor La Torre González! ¡Un batacazo!

En el “Foyer”…  

         El parlamento nacional está en el minuto grave y trascendental de su vida. Está en el minuto en que periódicamente hace la felicidad de la patria. Por hoy todo es honesta iniciativa, generoso proyecto, previsor empeño, saludable legislación. La política anda un tanto proscrita del parlamento y solo de rato en rato se asoma. Y cuando se asoma, se asoma con careta. La Cámara de Diputados, que es la Cámara en la cual nos place discurrir, observar, oír y charlar, apenas piensa en otra cosa que en los proyectos celestes del señor Borda, en la clasificación de puentes y caminos y en las cuencas carboníferas del señor Balta, en el presupuesto nacional y en otras cosas no menos elevadas y patrióticas. Es lo que nos dice don Abelardo Gamarra convencido:
         —¡Aquí hay que dejarse de “guaraguas” y pensar al fin en hacer patria! La política nos hará “chichirimico” de otro modo. ¿Qué conseguimos con seguirnos sacando los trapitos al aire unos a otros? Y luego que aquí somos muy “picones”. Y si no nos componemos se quedará esto como está hasta que San Juan baje el dedo. ¡Arza! Es como decía el finado Castilla que en gloria esté…
         La charla del señor Gamarrra es muy pintoresca, jugosa y pródiga en criollismos y en refranes. Dan ganas de pedirle que hable en romance y que escriba sainetes. La palabra del señor Gamarra es sabrosa como un anticucho. La pluma del señor Gamarra lleva dentro un compás de marinera. Y el señor Gamarra razona en adagio. Es el representante más original de la Cámara, pero es al mismo tiempo el más tradicionalista y el más peruano. De su voto dicen los cronistas: “voto de conciencia”. Y cuando se produce una votación importante y el secretario llama al señor Gamarra, hablan así:
         —¡A ver el “voto de conciencia”!
         Otro “voto de conciencia” es el del señor Uceda, futurista. El señor Uceda se sienta cerca del señor Gamarra. Y mientras el señor Gamarra escribe Integridad o cabecea, el señor Uceda medita sobre graves filosofías. A veces los dos comentan los debates. Y se ocupan entonces del volterianismo terrible del señor Secada, de la apostura bizarra del señor Borda, de la metamorfosis del diputado por Pallasca a grande hombre por que atraviesa el señor Tudela y Varela, de la innovadora elocuencia del señor Peña Murrieta, de la disciplina militar del señor Bedoya, de las puñadas y de los argumentos del señor Vivanco, de la conciencia profesional del señor Balta y de muchas otras cosas. Otras veces llevan a sus charlas las cuestiones de la vida metropolitana. El teatro argentino, el asalto de Anticona, “La Marcha Nupcial”, el teatro peruano, la Mancini.
         Mientras tanto, el señor Borda sigue desenrollando sus proyectos. Van a ser cuarentaiséis en lugar de cuarenta. Y a propósito de ellos nos ha dicho su señoría:
         —El papel celeste, señores periodistas, no es mío. Es el papel oficial de la Cámara de Diputados.
         Nos hemos sonreído y hemos prometido consignar la rectificación. El papel celeste, que nosotros creímos particularísimo del señor Borda, es el papel timbrado que la Cámara ofrece a los representantes para sus proyectos. Todos los proyectos de los diputados van a ser escritos en papel celeste. Todos van a tener un solo y dulcísimo color. Ironías del señor Manzanilla presidente.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 6 de agosto de 1916. ↩︎