2.20.. Máscara y coturno - Bel ami
- José Carlos Mariátegui
Máscara y coturno1
Ayer todo fue sesiones secretas. Sesión secreta en la cámara de diputados. Sesión secreta en la cámara de senadores. Sesión secreta aquí. Sesión secreta allá. La política, de puro coqueta, escoge métodos de sigilo. Se oculta, se recata, “se refunde”. Y juega a los escondidos. O se viste de dominó. Ayer, probablemente, se puso máscara y coturno. El debate privado que venía desarrollándose en la cámara de diputados con ciertos plácidos ribetes de escena doméstica, se trasformó por completo. Lo que había comenzado en sainete de los Álvarez Quintero ha terminado en tragedia de Sófocles o de Esquilo. Todo ha sido ayer gritos airados, actitudes fieras, muecas terribles, crispaciones pavorosas, escorzos trágicos. Parecía que la farola sospechosa y maligna proyectaba sobre la sala una luminosidad siniestra. Y el cónclave parlamentario no parecía un cónclave parlamentario, sino un aquelarre fantástico.
Hasta ayer el ministro de relaciones exteriores había semejado un abuelo que les contaba cuentos y fábulas de Samaniego a los chicos. Los chicos no habían tenido mayor irreverencia que la de una sonrisa incrédula ante una mentira o ante una ingenuidad muy grandes del relato. Pero ayer los chicos se sublevaron contra el abuelo.
Asistieron a la sesión el ministro de relaciones exteriores y el ministro de fomento. El ministro de relaciones tenía un aire de tranquilidad que revelaba a las claras cómo su señoría estaba ya seguro de haber salido del atrenzo. Y, más bien, el ministro de fomento tenía un aire tímido, un aire miedoso, un aire acongojado, que revelaba cómo su señoría le seguía teniendo un temor muy grande al asunto de los terrenos de montaña. El ministro de fomento miraba con alarma al señor Vivanco. Y miraba después, con más alarma todavía, al señor Torres Balcázar. Y luego, con la misma alarma, al señor Secada, al señor Químper, al señor Borda. El señor Riva Agüero trataba de infundirle valor:
—¡Animo compañero! ¡Por un pedazo de selva no vale la pena inquietarse!
¡Aprenda de mí!
Y el señor Riva Agüero se ponía muy tieso y muy erguido ante el señor Sosa, para demostrarle cuán grandes eran su tranquilidad y su heroísmo.
Más tarde, estalló la tempestad. El sainete se hizo tragedia. No hubo más sentimentalismos, ni más ternuras, ni más devociones. Los diputados de la minoría concentraron todos sus fuegos contra el señor Riva Agüero. El señor Riva Agüero se sintió solo, vencido, rodeado. Y los diputados, inclementes como una sentencia del oráculo, lo siguieron envolviendo entre los tentáculos de su invectiva tremenda.
Fue un minuto espantoso del debate. Un minuto único. Un minuto nunca visto. Nadie podía imaginar que el señor Torres Balcázar fuese tan guapo. Nadie podía imaginar que el señor Secada fuese tan despiadado. Nadie podía imaginar que el señor Borda fuese tan impetuoso. Las frases fueron rotundas y los conceptos fueron más rotundos que las frases. El señor ministro de relaciones tuvo que salir de la sala aceleradamente “A espetaperros”, dijo el señor Abelardo Gamarra. Y tras de él salió consternado el señor Sosa.
Y luego, en el salón de la presidencia de la cámara, como quien dice en berlina, el señor Sosa y el señor Riva Agüero conversaban afligidos y contritos. Y el señor Sosa le decía al señor Riva Agüero:
—¡Yo lo presentía, compañero!
Y el señor Riva Agüero le contestaba al señor Sosa:
—¡Cómo iba a esperarlo, compañero!
Mientras tanto, en la sala de sesiones, bajo la farola que estaba más siniestra y maléfica que nunca, continuaba el debate tempestuoso y alarmante. Y los diputados de la minoría gritaban a coro:
—¡Qué se vaya el ministro!
—¡Ya se irá!
Pero los diputados de la minoría insistían imperiosamente:
—¡Ahora mismo!
Así fue la sesión. Así culminó el debate secreto. Así se presentó sorpresiva y emocionante la tragedia. Lo decían a la salida los representantes ministeriales:
—¡Ha sido una tragedia!
Y los oposicionistas rectificaban:
—¡No ha sido una tragedia! ¡Ha sido la primera tragedia! ¡Porque ésta va a concluir en trilogía…!
Hasta ayer el ministro de relaciones exteriores había semejado un abuelo que les contaba cuentos y fábulas de Samaniego a los chicos. Los chicos no habían tenido mayor irreverencia que la de una sonrisa incrédula ante una mentira o ante una ingenuidad muy grandes del relato. Pero ayer los chicos se sublevaron contra el abuelo.
Asistieron a la sesión el ministro de relaciones exteriores y el ministro de fomento. El ministro de relaciones tenía un aire de tranquilidad que revelaba a las claras cómo su señoría estaba ya seguro de haber salido del atrenzo. Y, más bien, el ministro de fomento tenía un aire tímido, un aire miedoso, un aire acongojado, que revelaba cómo su señoría le seguía teniendo un temor muy grande al asunto de los terrenos de montaña. El ministro de fomento miraba con alarma al señor Vivanco. Y miraba después, con más alarma todavía, al señor Torres Balcázar. Y luego, con la misma alarma, al señor Secada, al señor Químper, al señor Borda. El señor Riva Agüero trataba de infundirle valor:
—¡Animo compañero! ¡Por un pedazo de selva no vale la pena inquietarse!
¡Aprenda de mí!
Y el señor Riva Agüero se ponía muy tieso y muy erguido ante el señor Sosa, para demostrarle cuán grandes eran su tranquilidad y su heroísmo.
Más tarde, estalló la tempestad. El sainete se hizo tragedia. No hubo más sentimentalismos, ni más ternuras, ni más devociones. Los diputados de la minoría concentraron todos sus fuegos contra el señor Riva Agüero. El señor Riva Agüero se sintió solo, vencido, rodeado. Y los diputados, inclementes como una sentencia del oráculo, lo siguieron envolviendo entre los tentáculos de su invectiva tremenda.
Fue un minuto espantoso del debate. Un minuto único. Un minuto nunca visto. Nadie podía imaginar que el señor Torres Balcázar fuese tan guapo. Nadie podía imaginar que el señor Secada fuese tan despiadado. Nadie podía imaginar que el señor Borda fuese tan impetuoso. Las frases fueron rotundas y los conceptos fueron más rotundos que las frases. El señor ministro de relaciones tuvo que salir de la sala aceleradamente “A espetaperros”, dijo el señor Abelardo Gamarra. Y tras de él salió consternado el señor Sosa.
Y luego, en el salón de la presidencia de la cámara, como quien dice en berlina, el señor Sosa y el señor Riva Agüero conversaban afligidos y contritos. Y el señor Sosa le decía al señor Riva Agüero:
—¡Yo lo presentía, compañero!
Y el señor Riva Agüero le contestaba al señor Sosa:
—¡Cómo iba a esperarlo, compañero!
Mientras tanto, en la sala de sesiones, bajo la farola que estaba más siniestra y maléfica que nunca, continuaba el debate tempestuoso y alarmante. Y los diputados de la minoría gritaban a coro:
—¡Qué se vaya el ministro!
—¡Ya se irá!
Pero los diputados de la minoría insistían imperiosamente:
—¡Ahora mismo!
Así fue la sesión. Así culminó el debate secreto. Así se presentó sorpresiva y emocionante la tragedia. Lo decían a la salida los representantes ministeriales:
—¡Ha sido una tragedia!
Y los oposicionistas rectificaban:
—¡No ha sido una tragedia! ¡Ha sido la primera tragedia! ¡Porque ésta va a concluir en trilogía…!
Bel ami
La fama del señor Pardo no se había detenido en Venezuela, de donde le han mandado la medalla de oro del libertador Bolívar. Había llegado a Alemania, a la Alemania terrible del Káiser, a la Alemania loca de Nietzsche, a la Alemania magnífica de Wagner, a la Alemania marcial de Von Hindenburg, a la Alemania rechoncha de la cerveza de Munich y a la Alemania romántica de los pianos de Brandes. Ignoramos solo si la fama del señor Pardo que ha llegado a Alemania es su fama de gobernante, su fama de dandi o su fama de buen mozo. A juzgar por la clase de personas en quienes ha despertado el señor Pardo admiración en Alemania, hay que suponer que la que ha llegado a ese imperio es su fama de buen mozo.
Fue hace muchos años en un conservatorio alemán cuando Rosita Renard conversaría sobre geografía política con un viejo maestro alemán. Rosita Renard, sudamericana, sabía de las cosas de Sud América, por lo que en Alemania le enseñaban. Y rodando de tema en tema de geografía, darían en el Perú, que era dar muy lejos. Y Rosita Renard curiosa preguntaría al viejo maestro alemán, previendo desde entonces su visita a Lima.
—¿Y que hay que admirar en el Perú? Y el sabio alemán le contestaría:
—La fortaleza de Sacsayhuamán.
Y Rosita Renard seguiría interrogando y el viejo maestro alemán respondiéndole.
—¿Y además de la fortaleza de Sacsayhuamán?
—Las huacas de Pachacamac.
—¿Y además de las huacas de Pachacamac?
—La osamenta de Pizarro.
—El callejón de Huaylas.
—¿Y además del callejón de Petateros?
—La pampita del Medio Mundo. ¡Oh la Pampita del Medio Mundo!
—¿Y además de la Pampita del Medio Mundo?
—El Cerro de San Cristóbal.
—¿Y además del Cerro de San Cristóbal?
—Otro cerro. Más que un cerro, una cumbre. El señor Pardo.
—¿Y quién es el señor Pardo?
—Un hombre público muy buen mozo.
Y Rosita Renard que de esta manera recibía. lecciones de geografía de un sabio alemán, dicha sen teutona lengua, vino a saber entonces del señor Pardo. Más tarde tuvo de él un retrato. Probablemente lo halló en el Almanaque de Gotha, donde habría encontrado ya cabida amable la aristocracia dinástica del señor Pardo. Y desde entonces se hizo la resolución de saludar al señor Pardo si alguna vez venía a Lima.
Y ayer cumplió Rosita Renard esta resolución que nosotros le atribuimos. Fue a visitar al señor Pardo. No podía ser de otro modo. El lunes, visitó el Museo. El martes, la Telefunken. El miércoles, el Panteón. El jueves, el Parque Zoológico. El viernes, el Senado. Ayer, al señor Pardo. No ha querido conocer la osamenta de Pizarro, por haber leído en una información de El Tiempo que no era auténtica.
El señor Pardo recibió gentilmente a la pianista. Se sintió más cortesano que nunca, más amable que nunca, más elegante que nunca, más galantuomo que nunca. Rosita Renard le invitó a un concierto. El señor Pardo le ofreció asistir a todos sus conciertos. El coloquio fue aristocrático. En la cámara presidencial hubo ambiente de ternura, galantería y requiebro. Y a la hora de la despedida, el señor Pardo lamentó íntimamente que en él no reviviera su ilustre antepasado don Felipe Pardo y Aliaga, para escribir un madrigal en el libro de recortes de la artista…
Fue hace muchos años en un conservatorio alemán cuando Rosita Renard conversaría sobre geografía política con un viejo maestro alemán. Rosita Renard, sudamericana, sabía de las cosas de Sud América, por lo que en Alemania le enseñaban. Y rodando de tema en tema de geografía, darían en el Perú, que era dar muy lejos. Y Rosita Renard curiosa preguntaría al viejo maestro alemán, previendo desde entonces su visita a Lima.
—¿Y que hay que admirar en el Perú? Y el sabio alemán le contestaría:
—La fortaleza de Sacsayhuamán.
Y Rosita Renard seguiría interrogando y el viejo maestro alemán respondiéndole.
—¿Y además de la fortaleza de Sacsayhuamán?
—Las huacas de Pachacamac.
—¿Y además de las huacas de Pachacamac?
—La osamenta de Pizarro.
—El callejón de Huaylas.
—¿Y además del callejón de Petateros?
—La pampita del Medio Mundo. ¡Oh la Pampita del Medio Mundo!
—¿Y además de la Pampita del Medio Mundo?
—El Cerro de San Cristóbal.
—¿Y además del Cerro de San Cristóbal?
—Otro cerro. Más que un cerro, una cumbre. El señor Pardo.
—¿Y quién es el señor Pardo?
—Un hombre público muy buen mozo.
Y Rosita Renard que de esta manera recibía. lecciones de geografía de un sabio alemán, dicha sen teutona lengua, vino a saber entonces del señor Pardo. Más tarde tuvo de él un retrato. Probablemente lo halló en el Almanaque de Gotha, donde habría encontrado ya cabida amable la aristocracia dinástica del señor Pardo. Y desde entonces se hizo la resolución de saludar al señor Pardo si alguna vez venía a Lima.
Y ayer cumplió Rosita Renard esta resolución que nosotros le atribuimos. Fue a visitar al señor Pardo. No podía ser de otro modo. El lunes, visitó el Museo. El martes, la Telefunken. El miércoles, el Panteón. El jueves, el Parque Zoológico. El viernes, el Senado. Ayer, al señor Pardo. No ha querido conocer la osamenta de Pizarro, por haber leído en una información de El Tiempo que no era auténtica.
El señor Pardo recibió gentilmente a la pianista. Se sintió más cortesano que nunca, más amable que nunca, más elegante que nunca, más galantuomo que nunca. Rosita Renard le invitó a un concierto. El señor Pardo le ofreció asistir a todos sus conciertos. El coloquio fue aristocrático. En la cámara presidencial hubo ambiente de ternura, galantería y requiebro. Y a la hora de la despedida, el señor Pardo lamentó íntimamente que en él no reviviera su ilustre antepasado don Felipe Pardo y Aliaga, para escribir un madrigal en el libro de recortes de la artista…
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 20 de agosto de 1916. ↩︎