7.4. Tema del día

  • José Carlos Mariátegui

La reorganización de los grupos políticos1  

         Uno de nuestros parlamentarios de más relieve, el doctor José Matías Manzanilla, tan llevado y traído por las misceláneas humorísticas de la política en gracia a su donaire y a su facundia, ha declarado, contestando a la encuesta de un diario regionalista del sur, que “no necesitamos nuevos partidos políticos sino organizar bien los existentes y revisar sus programas para que respondan a las necesidades y aspiraciones del país”.
         Es, pues, un político de encumbrada jerarquía quien nos recomienda la reorganización de los partidos políticos existentes y quien, por ende, cree hacedera y provechosa esa reorganización. Y quien, al mismo tiempo, no considera oportuna la constitución de un partido de bandera netamente regionalista.
         Las palabras vehementes y rotundas de ese político “¡no, partidos nuevos no!”— vienen a encender más aún el debate sobre la crisis de los grupos políticos nacionales. Aquellos que —por ingenuidad, por conveniencia, o por conservadorismo— no quieren que se hable siquiera de otros partidos, sino que se componga, aliñe y entone los partidos actuales, se sienten reforzados por una opinión autorizada e influyente. Y aquellos que, como nosotros, estamos convencidos de que nuestros antiguos partidos no pueden sobrevivir más tiempo, miramos ponerse de pie una tesis que, mal sostenida por gente desganada y vacilante, suponíamos tundida y derrotada irremisiblemente.

¿Cuáles son esos partidos?  

         César Ugarte, uno de los escritores más investigadores, capaces y cultos de la juventud peruana, estudiaba con mucha circunspección en el anterior número de Nuestra Época el problema contemplado por el doctor Manzanilla. “No es precisamente —escribía Ugarte— la ruina de las viejas agrupaciones políticas lo que debemos lamentar, ni es en su artificial reorganización en lo que debemos cifrar nuestras esperanzas”.
         El juicio de Ugarte es, sin duda alguna, muy exacto. Y por eso hemos querido recordarlo antes de dar paso a algunas de las observaciones que nos sugiere la aseveración del doctor Manzanilla.
         Sostenemos no solo que no habría utilidad en reorganizar los partidos existentes. Sostenemos que habría peligro en reorganizarlos si, por fortuna, reorganizarlos no fuera imposible. Sostenemos que los que aún no han muerto están agónicos. Sostenemos que una necesidad higiénica nos ordena que nos apartemos de ellos. Sostenemos que no es nuestro deber averiguar si podemos resucitarlos sino, perdiendo toda esperanza romántica de un milagro, inhumarlos sin tardanza y sin pena.
         Los partidos no son eternos. Responden a una necesidad o una aspiración transitorias como todas las necesidades y aspiraciones. Una vez que desaparece el motivo de su existencia desaparece su fuerza. Sabido es que la tradicional división de conservadores y liberales ha perdido ya su sentido. La palabra conservador dice ahora muy poco. La palabra liberal dice menos todavía.
         Si esta ley rige para todos los partidos del mundo tiene que regir con mayor motivo para los partidos peruanos. Los partidos peruanos han tenido su origen en necesidades o aspiraciones muy fugaces. Su nacimiento ha sido incidental. Un hombre popular ha bastado para construir un partido. Las agrupaciones políticas han nacido casi con la misma facilidad que las sociedades de auxilios mutuos. Más que traza de partidos han tenido generalmente traza de clubes electorales con bandera transitoria y versátil.
         ¿Qué acierto puede haber entonces en reconstituir partidos tan convencionales, pálidos y ramplones? Ninguno. Solo un conservadorismo criollo, fruto de la indolencia, la haronía y la abulia, puede aconsejarnos esa reconstitución. Y acaso también un negligente anhelo de economizarnos el trabajo de tener que aprender de memoria los títulos y las direcciones de nuevos partidos.
         Para el doctor Manzanilla únicamente hay que revisar los programas de los partidos. No hay que hacerlos de nuevo. Hay que modernizarlos no más. Como se han gastado con el uso necesitan reparación y pintura. Enmendándoles y adornándoles la fachada tornarán a ser sugestivos y volverán a llamar la atención de la gente que pasa por la calle.
         Olvida el doctor Manzanilla que todo está desacreditado en nuestros partidos, que todo es en ellos inservible, que todo en ellos se está viniendo abajo, que todo los presenta valetudinarios y decrépitos. La gente que puede declarar que no pertenece a ningún partido anda orgullosa y ufana y, como si pertenecer a un partido fuera vergonzoso y vituperable, cree tener en esto un título para llevar “la frente muy alta”. Y en las clases populares el horror a los partidos es mayor aún. Los partidos son mirados con hostilidad sañuda. Un político puede adquirir proselitismo y despertar entusiasmo, pero un partido no.

¿Será posible, por ejemplo, reorganizar el partido civil?  

         No somos de los que hablan con grima, como de una banda nefasta, del partido civil. No somos de los que culpan al civilismo de todos los desabrimientos, quebrantos y calamidades de la nación. No somos de los que, alucinados y nerviosos, ven en el civilismo una secta tenebrosa de hombres desalmados, arteros y falaces.
         Consideramos huachafo atacar al civilismo con los pueriles argumentos de quienes desde hace luengos años vienen pintándolo como una hidra pavorosa y concupiscente, como un azote de la patria, como un vampiro rapaz y ávido, como una fuente de toda enfermedad y de todo vicio. Estas pinturas nos hacen pensar en las ingenuas pinturas cristianas del demonio y de sus lóbregos dominios. Porque descrito con el verbo dramático y la entonación apocalíptica de nuestros retóricos baratos el civilismo se semeja, salvo algunas pequeñas diferencias exteriores, al ófrico y temerario demonio descrito por los catequizadores de nuestra Santa Madre Iglesia y retratado en las infantiles láminas del catecismo.
         Son de otra estirpe y de mejor fisonomía las razones que pesan en nuestro ánimo para creer que el partido civil no debe ni puede sobrevivir por más tiempo. Para asegurar que serán baldíos los esfuerzos en caminados a darle la autoridad que ha perdido. Y que ningún interés colectivo pide que se le devuelva.
         El partido civil surgió de una reacción contra el militarismo. Fue la obra de un hombre de sobrada voluntad y mucho talento que aprovechó un momento oportuno con sagacidad y perspicacia. Pero su mismo carácter original era el de un partido precario. Y lo era también su nombre. Partido civil. Hoy el partido civil no es realmente un partido. Es una facción nominal destruida por los cismas. Cada uno de sus personajes conspicuos acaudilla un pequeño grupo. Estos grupos, más o menos enemistados entre sí, se turnan en la representación oficial del civilismo.
         Anarquizado, acéfalo, envejecido, anémico, el partido civil carece de objeto y de influencia. Sin doctrina, sin orientación y sin prestigio, ¿qué matiz del sentimiento público puede personificar? El pueblo no lo quiere. La gente mercenaria que le sirve para sus escasos estruendos callejeros solo sabe de él que es el que paga mejor. Y, para remate, poco a poco han ido disminuyendo en el partido civil los hombres, con contextura o afición siquiera de estadistas, que mantenían su brillo y dirigían su acción. Enrarecidos sus políticos —los últimos de los cuales no deben a su filiación civilista sino a sus méritos intelectuales su derecho a la estimación pública—, le quedan casi solamente sus capitalistas y sus negociantes de siempre. Y le quedan acosados y cohibidos por la malquerencia popular.
         “Partido civil”. ¿Qué quiere decir en la hora actual este nombre? ¿Qué significa, qué vale, qué expresa? “Partido civil”. Hablando en verdad, estas palabras no son sino la razón social de una empresa de negocios políticos en quiebra y liquidación. No habrá siquiera quien le traspase a esta empresa su giro comercial por un juanillo cualquiera.

¿Y el partido constitucional?
¿Y el partido demócrata?
¿Y el partido liberal?

 
         Mucho menos puede subsistir el partido constitucional. Y es que es una agrupación que no renueva ni incrementa su proselitismo. Los constitucionales de hoy son los mismos constitucionales de ayer. Mejor dicho, son los constitucionales que quedan de ayer. Son una sociedad de sobrevivientes de La Breña. Una escolta de honor del venerado general Cáceres.
         Para fundar el partido constitucional se juntaron muchos buenos y pundonorosos soldados y paisanos que miraron en el general Cáceres un caudillo. La gloria de La Breña fue para ellos, al mismo tiempo, plinto, dosel, escudo y aureola. Más que un partido, organizaron, en buena cuenta, un sindicato de militares y empleados públicos. Una especie de instintivas y empíricas juntas de defensa con estatuto político. Y, por eso, su único ideal tuvo que consistir en el respeto de la Constitución del 60 y la custodia del orden público. Esa constitución del 60 y ese orden público que tan huecamente suenan en los fastos con cadenetas y quitasueños de la historia patria.
         La estructura del partido constitucional no es, pues, la estructura de un partido político. Es la estructura de una asociación de legionarios trasladados de la guerra a la política que llevaron a la administración y al parlamento conceptos de vivac y dianas de cuartel y que, valientes y denodados pero candorosos y sencillos, se dejaron domeñar por las zalamerías redomadas de civilistas y cívicos.
         Otro partido que tampoco podrá ser restaurado es el partido demócrata. El partido demócrata no constituyó jamás una verdadera agrupación principista, pese a los deseos de su gran jefe. No era la “declaración de principios” lo que unía a los ciudadanos. Era la figura de Piérola. Por consiguiente, había solo pierolismo. No había partido demócrata.
         Ahora mismo tenemos la prueba de este aserto. La débil eficacia de los trabajos de reorganización del partido demócrata se debe no al influjo del nombre de esta agrupación sino al influjo de la persona que la preside. Los demócratas siguen siendo pierolistas. El apellido Piérola es para ellos la única contraseña del partido demócrata. No se convencerían nunca de la autenticidad de un partido demócrata que no tuviera inscrito el apellido Piérola en su dirección.
         El partido liberal, el menos viejo de los viejos partidos, no necesita reorganización. Pero no tiene vitalidad alguna. No la ha tenido tal vez en ningún momento. Sus elementos básicos fueron disidentes del pierolismo y dispersos del fracasado partido radical. Y sin vínculo doctrinario, un sonoro y cursi jacobinismo. Las bizarrías del doctor Durand, conspirador temerario, dieron popularidad al partido. Y el espontáneo poder de captación del nombre liberal, nombre de romántica resonancia en las provincias, alimentó esa popularidad ocasional.
         Nada permite esperar que este partido se vigorice y desarrolle. Todo induce a creer que poco a poco, extinguidos sus arrestos juveniles y enfriados sus fervores principistas, irá perdiendo la fuerza provinciana que lo sustenta.

No prolonguemos, pues, artificialmente la existencia de estos grupos  

         Aunque la opinión del doctor Manzanilla, ilustre amigo nuestro, la ampare, no podemos avenirnos con la idea de reorganizar nuestros antiguos partidos políticos. El más breve y benévolo análisis de esos partidos nos afirma en el convencimiento de su ineptitud y de su caducidad. Y de que su subsistencia es convencional y aparente.
         No son partidos reales. Son simulaciones de partido. Suman unas cuantas mentiras trascendentales a las muchas mentiras de nuestra vida política. Usurpan los puestos correspondientes a los partidos políticos. Obstruyen el progreso democrático de la nación.
         No necesitamos que se los restaure ficticiamente. Necesitamos que se les sepulte y sustituya. Nuevas agrupaciones capaces de adquirir efectiva fuerza popular deben reemplazar a estas agrupaciones figurativas y desacreditadas. Nuevas agrupaciones que aporten a la lucha política ideas y aspiraciones definidas. Nuevas agrupaciones que merezcan la adhesión de la gente joven, honorable y consciente que siente repulsa por los viejos grupos políticos y que no inscribiría su nombre, por ningún motivo, en sus ralos padrones.
         Todo empeño de inocular vida en organismos moribundos será desventurado y ocioso. Ahondará y extenderá el desconcierto y la incertidumbre de los pueblos. Mostrará una vez más nuestro insensato afán de atarnos al pasado. Y hará que en el Perú cada símbolo de acción política sea un mausoleo.

José Carlos Mariátegui

NOTA. Entre las agrupaciones mencionadas en este artículo no figura el partido nacional democrático porque no es, sin duda alguna, un partido que perece sino un partido que nace. Es un partido sin pasado y sin presente; pero no es un partido sin porvenir. Más propiamente: es un intento de partido. Por ahora su calidad parece la de un club intelectual con corresponsales en provincias y con afición a la política.

Referencias


  1. Publicado en Nuestra Época, Nº 2, Lima, 6 de julio de 1918. ↩︎