4.9. De Teatros: Viendo a Antonia Merce
- José Carlos Mariátegui
1Y fue anoche cuando el arte divino de la danza, tuvo la exaltación más prodigiosa de que mis ojos han sido testigos, en el tinglado del Teatro Municipal, asilo de tantas promiscuidades: Mimí Aguglia, y Cleo Vicini, Enrique Borrás y Manuel Díaz de la Hoga, María Guerrero y María Díaz, Antonia Mercé y Carmela Jiménez. No he tenido la fortuna de visitar mejores urbes donde culmine en teatros fastuosos la armonía coreográfica y conozco objetivamente muy poco de estas egregias cosas. Apenas, si óleos y dibujos me han divulgado algo de ella, pero es seguramente escasísimo. También me han dicho algo las formas fantasmagóricas de los écran, pero mi evidente miopía física me ha impedido siempre apreciar bien estas visiones oscilantes que auspician las digestiones burguesas y los vulgares discreteos enamoradizos. Por eso he tenido un hondo regalo espiritual viendo danzar a esta mujer que se hace llamar con cierto mal gusto y mercantilismo La Argentina.
Esguince febril, voluptuoso, lánguido y desmayado, rapsodial y nostálgico; euritmia milagrosa en la cual trazan rúbricas fantásticas gasas, seda, brazos, cabellos, sonrisas; deliquio mágico en que sollozan castas impudicias; sensualidad excelsa que pone en la escena la evocación sangrienta y sádica de los labios sitibundos de Salomé besando la cabeza de Yo’Kanaán; todo esto halláis en Antonia Mercé —yo no sé llamarla La Argentina— cuyo cuerpo —flama de histeria— hizo anoche una exégesis de la danza.
Vibró anoche por primera vez el clamor de sus tacones y la risa de sus castañuelas, que juegan en sus manos en un escamoteo sonoro, cuando la orquesta iniciaba La danza de las mercedes de Massenet y sintieron entonces los espectadores efluvios del alma española, tamizada a través del temperamento de la artista y sin mácula de chulería exportable y de canalla funambulismo.
Y vino luego otra fantasía de Massenet que Antonia Mercé supo interpretar con exquisitez selecta. Luego La Rosa de Granada en que cantan todas las glorias de la majería goyesca y que yo exculpo y sanciono que Antonia Mercé haya bailado, porque hay que ver en Quinito Valverde el músico folklórico que acopió en esta danza armonías ambientales. Y si este sileno barbudo de la aventura con Gloria Star ha sabido realizar tal labor, cumple tributarle justicia y admitir que Antonia Mercé dance al son de sus arpegios cuando de baile español se trate y no de más egregio arte.
Cuando culminaron todos los entusiasmos selectos fue sin duda en el momento en que las armonías de Grieg, de ese noruego divino que arrulló tal vez alguna hora de vuestra más pura diafanidad espiritual, marcaron la punta del ritmo solo y múltiple del cuerpo y de las castañuelas de la bailarina.
Fue un fado portugués el que cerró la primera parte del programa y en él tuvo Antonia Mercé uno de sus instantes de más éxito. El aplauso del público la obligó a repetirlo. Yo no sé hasta qué punto será posible tener estas complacencias livianas con el aplauso, aunque probablemente las justifican los entusiasmos de la noche del estreno.
Ese jocundo, gracioso y sonoro pasacalle que es Mi Chiquilla, inició la segunda parte del programa. Y la Mercé lo bailó y lo cantó admirablemente. Pero a pesar de todo, no sabría perdonarle nunca que lo cantase. Ante cualquiera otra artista española de esas que ambulan por los escenarios de varietés, yo habría confesado su triunfo si cantase y bailase tal pasacalle como lo hizo esta danzarina. Mas a usted, Antonia Mercé, en nombre de un noble sentimiento artístico, no es posible dejar de decirle que nunca debe usted cantar en escena. No es que el coloquio de las voces de vuestra garganta, de vuestros tacones y de vuestras castañuelas no sea amable. No es que dejéis de poner en vuestras notas una delicadeza exquisita. Es que la danza, Antonia Mercé, cuando tiene la exaltación que usted le da es arte casi religioso, arte esfíngico, arte mudo. Todo lo dice el gesto, todo lo dice el ritmo, todo lo dice el repiqueteo gentil. Y si canta usted las gentes vulgares repararán en que la voz de usted no es de ópera y las gentes selectas pensarán que viola usted la liturgia santa de la danza. Ya sé que Mi Chiquilla fue el número que acaso más aplaudieron. Pero no le impresione a usted nunca esto. Probablemente si cantase usted coplas de zarzuela y más si tuvieran típica intención, las gentes se volverían locas por oírlas nuevamente.
Y siguieron las sevillanas de la ópera de Don César Bazán, que evocó etapas de más castizo arte en tierra hispana; la farruca argentina, trasunto risueño de alguna fase de juerga gaucha; el tango argentino, sin los refinamientos de la mistificación parisiense; la serenata andaluza de Rucher que nos cuenta todo el poema breve de una balada cuya última nota se quiebra en el rictus anhelante de la prosternación; y finalmente las “alegrías” que en dos minutos nos dicen íntegra la gallardía de las corridas de toros, desde el revuelo reverberante de las verónicas hasta la caricia risueña que pone la mano asesina del torero en el testuz del toro agonizante. Y sonó la más formidable ovación cuando Antonia Mercé bailó las “alegrías”. Hubo de ser complaciente y repetir esta síntesis del toreo que ella sabe.
No son estas líneas, que yo trazo bajo los apremios de la hora, un eslabonamiento vulgar de elogios rituales y más o menos entusiastas. Son franquísima eclosión de sinceridades, que en mí espolean todos los arraigos de mi culto infinito al Arte y la Belleza. Yo veo siempre en este baile que es arte y no esnobismo de the tango, yo veo siempre, digo, glorificación de lujuria, mímica de deseo, pero no le rebaja esto a mis ojos. Antes bien le exalta. Creo en la religiosidad de lo que llamaba hace un instante, si bien me acuerdo, casta impudicia, pero no en la danza que no tiene euritmia, grito o nostalgia de deliquio de amor. Precisamente por eso declaro la belleza de este arte. Y cuando pienso en Antonia Mercé, que es española, tan grata exégeta, he de proclamarlo con convicción más honda. En ella no hay solo la aristocracia del gesto y del movimiento que subrayan sus ojos milagrosos y su sonrisa plácida, sino también el dominio admirable de las castañuelas que tienen diminuendos leves, trémolos sollozantes, clamores estrepitosos, carcajadas sonoras. Yo solo os diré que quisiera galvanizar su armonía y prenderla en mis ensueños como un arrullo perenne y consolador.
Esguince febril, voluptuoso, lánguido y desmayado, rapsodial y nostálgico; euritmia milagrosa en la cual trazan rúbricas fantásticas gasas, seda, brazos, cabellos, sonrisas; deliquio mágico en que sollozan castas impudicias; sensualidad excelsa que pone en la escena la evocación sangrienta y sádica de los labios sitibundos de Salomé besando la cabeza de Yo’Kanaán; todo esto halláis en Antonia Mercé —yo no sé llamarla La Argentina— cuyo cuerpo —flama de histeria— hizo anoche una exégesis de la danza.
Vibró anoche por primera vez el clamor de sus tacones y la risa de sus castañuelas, que juegan en sus manos en un escamoteo sonoro, cuando la orquesta iniciaba La danza de las mercedes de Massenet y sintieron entonces los espectadores efluvios del alma española, tamizada a través del temperamento de la artista y sin mácula de chulería exportable y de canalla funambulismo.
Y vino luego otra fantasía de Massenet que Antonia Mercé supo interpretar con exquisitez selecta. Luego La Rosa de Granada en que cantan todas las glorias de la majería goyesca y que yo exculpo y sanciono que Antonia Mercé haya bailado, porque hay que ver en Quinito Valverde el músico folklórico que acopió en esta danza armonías ambientales. Y si este sileno barbudo de la aventura con Gloria Star ha sabido realizar tal labor, cumple tributarle justicia y admitir que Antonia Mercé dance al son de sus arpegios cuando de baile español se trate y no de más egregio arte.
Cuando culminaron todos los entusiasmos selectos fue sin duda en el momento en que las armonías de Grieg, de ese noruego divino que arrulló tal vez alguna hora de vuestra más pura diafanidad espiritual, marcaron la punta del ritmo solo y múltiple del cuerpo y de las castañuelas de la bailarina.
Fue un fado portugués el que cerró la primera parte del programa y en él tuvo Antonia Mercé uno de sus instantes de más éxito. El aplauso del público la obligó a repetirlo. Yo no sé hasta qué punto será posible tener estas complacencias livianas con el aplauso, aunque probablemente las justifican los entusiasmos de la noche del estreno.
Ese jocundo, gracioso y sonoro pasacalle que es Mi Chiquilla, inició la segunda parte del programa. Y la Mercé lo bailó y lo cantó admirablemente. Pero a pesar de todo, no sabría perdonarle nunca que lo cantase. Ante cualquiera otra artista española de esas que ambulan por los escenarios de varietés, yo habría confesado su triunfo si cantase y bailase tal pasacalle como lo hizo esta danzarina. Mas a usted, Antonia Mercé, en nombre de un noble sentimiento artístico, no es posible dejar de decirle que nunca debe usted cantar en escena. No es que el coloquio de las voces de vuestra garganta, de vuestros tacones y de vuestras castañuelas no sea amable. No es que dejéis de poner en vuestras notas una delicadeza exquisita. Es que la danza, Antonia Mercé, cuando tiene la exaltación que usted le da es arte casi religioso, arte esfíngico, arte mudo. Todo lo dice el gesto, todo lo dice el ritmo, todo lo dice el repiqueteo gentil. Y si canta usted las gentes vulgares repararán en que la voz de usted no es de ópera y las gentes selectas pensarán que viola usted la liturgia santa de la danza. Ya sé que Mi Chiquilla fue el número que acaso más aplaudieron. Pero no le impresione a usted nunca esto. Probablemente si cantase usted coplas de zarzuela y más si tuvieran típica intención, las gentes se volverían locas por oírlas nuevamente.
Y siguieron las sevillanas de la ópera de Don César Bazán, que evocó etapas de más castizo arte en tierra hispana; la farruca argentina, trasunto risueño de alguna fase de juerga gaucha; el tango argentino, sin los refinamientos de la mistificación parisiense; la serenata andaluza de Rucher que nos cuenta todo el poema breve de una balada cuya última nota se quiebra en el rictus anhelante de la prosternación; y finalmente las “alegrías” que en dos minutos nos dicen íntegra la gallardía de las corridas de toros, desde el revuelo reverberante de las verónicas hasta la caricia risueña que pone la mano asesina del torero en el testuz del toro agonizante. Y sonó la más formidable ovación cuando Antonia Mercé bailó las “alegrías”. Hubo de ser complaciente y repetir esta síntesis del toreo que ella sabe.
No son estas líneas, que yo trazo bajo los apremios de la hora, un eslabonamiento vulgar de elogios rituales y más o menos entusiastas. Son franquísima eclosión de sinceridades, que en mí espolean todos los arraigos de mi culto infinito al Arte y la Belleza. Yo veo siempre en este baile que es arte y no esnobismo de the tango, yo veo siempre, digo, glorificación de lujuria, mímica de deseo, pero no le rebaja esto a mis ojos. Antes bien le exalta. Creo en la religiosidad de lo que llamaba hace un instante, si bien me acuerdo, casta impudicia, pero no en la danza que no tiene euritmia, grito o nostalgia de deliquio de amor. Precisamente por eso declaro la belleza de este arte. Y cuando pienso en Antonia Mercé, que es española, tan grata exégeta, he de proclamarlo con convicción más honda. En ella no hay solo la aristocracia del gesto y del movimiento que subrayan sus ojos milagrosos y su sonrisa plácida, sino también el dominio admirable de las castañuelas que tienen diminuendos leves, trémolos sollozantes, clamores estrepitosos, carcajadas sonoras. Yo solo os diré que quisiera galvanizar su armonía y prenderla en mis ensueños como un arrullo perenne y consolador.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
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Publicado en La Prensa, Lima, 12 de diciembre de 1915. ↩︎
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