3.7. La Última Jornada

  • José Carlos Mariátegui

La última jornada1  

         Fue ayer la última jornada en el Congreso. Laboriosa, febril, inquieta y triste jornada, con todos los síntomas de algidez y de fatiga de la clausura. Los secretarios se sentían abrumados por el peso inmisericorde de múltiples revisiones, oficios y autógrafas. En Diputados, el señor Gamarra sonreía dormido, soñando probablemente con los angelitos y con la patria grande. El señor Borda se dolía con el señor Torres Balcázar de que concluyese la legislatura sin que les hubiese cuajado un solo voto de censura, llamado a dar lustre y brillo a la minoría. El señor Ruiz Bravo alineaba los soldaditos de plomo de una cajita de manufactura modernísima y tarareaba la marsellesa. El señor Secada aseguraba que para resolver el balance no había mejor remedio que suprimir los sueldos del arzobispo, de los obispos, de los chantres y de los sochantres. El señor Corbacho meditaba en alguna ardua ideología teosofista, relacionada con el encarecimiento del pan y la telefonía sin hilos. El señor Peña Murrieta miraba al techo. El señor Solar, inquieto, le discutía sobre la estabilidad de la farola.
         Y en las oficinas y en los pasillos, gran rebullicio de los empleados que iban y venían sonrientes, derrochando la alegría que experimentaban ante las amables perspectivas del asueto inminente.
         En un vericueto, penumbroso, casi en un escondite, encontramos al señor Salazar y Oyarzábal que lloraba a lágrima viva. Lo abordamos:
         —No hay para qué afligirse. Consuélese. Tal vez haya un extraordinario próximo.
         Y el señor Salazar y Oyarzábal nos contestó desolado:
         —No habrá, no habrá. Esto se acaba. Estamos en las postrimerías. Requiescat.
         Tratamos, compasivos, de reanimarle:
         —¡Quién sabe!
         Y el señor Salazar y Oyarzábal movió la cabeza:
         —No hay que hacerse ilusiones.
         Interviene el señor Sánchez Díaz, que se ha acercado solemne y grave y abacialmente a nosotros:
         —Al fin, termina esta legislatura. ¡Al fin!
         —¿Pero es que le ha ido muy mal durante ella? —inquirimos.
         —A mí solamente no. Al señor también. A ustedes. Al de más allá…
         —¿A nosotros?
         —¡Claro! ¿O no son ustedes peruanos? ¿O no son ustedes católicos?
         El señor Sánchez Díaz se pone tan furioso que creemos nos va a aplastar de repente con un anatema tremendo, y lo atajamos:
         —¡Somos peruanos! ¡Somos católicos!
         —Y este Congreso ha dictado la libertad de cultos. ¡Herejes!
         Coincide con la exclamación del señor Sánchez Díaz un temblor que hace crujir la farola y salir a espetaperros a los diputados más nerviosos, el señor Corbacho el primero.
         Y el señor Sánchez Díaz, trasfigurado, magnífico, erguido, exclama:
         —¡Castigo de Dios! Y se marcha.
         El señor Corbacho, nervioso y azorado hasta cinco minutos después de que ha pasado el temblor, nos dice:
         —¿Saben ustedes si este movimiento sísmico lo tenía profetizado Madame de Thebes?
         —¡Qué sabemos nosotros!
         —¿Pero ustedes no saben nada? ¿No auscultan el porvenir?
         —¡No sabemos nada! ¡No auscultamos nada!
         —Ignorantes. A ustedes se les pasea el alma. A ver esa mano.
         Creemos que va a despedirse y le tendemos la mano derecha:
         —¡La izquierda! Es la que examinamos los quiromantes. A ver la raya del corazón. Ustedes tendrán corta vida. Ustedes se morirán pronto.
         Le quitamos la mano y entramos a la sala costernados. En sus escaños, los diputados bostezan. El señor Añaños arregla sus alforjas imaginativamente. Los periodistas le hacen rueda al señor Ruiz Bravo.
         A las nueve de la noche se suspende la sesión.
         Y horas más tarde se renuevan los debates homeopáticos y los carpetazos rotundos, con gran escándalo del señor Juan Domingo y de Julio Rodríguez que se embuten dentro de sus sillones y de sus abrigos.
         A la salida, hay apretones de mano cordialísimos. Y abrazos. Y despedidas.
         Y hasta el señor Secada desciende las gradas del Palacio Legislativo, del brazo del señor Sánchez Díaz.


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 25 de enero de 1916. ↩︎