3.4. Mutis - Wagner, el Conde Lemos y el Señor Macedo - Jornada Mansa

  • José Carlos Mariátegui

Mutis1  

         El Senado está desoladísimo. La figura bizarra del bizarro general don Pedro Diez Canseco falta en él. Y que falte en el Senado el general Diez Canseco es cosa tan grave como si faltase el general Canevaro o el señor Picasso. Porque el general Diez Canseco es en el Senado lo más romancesco, medioeval e hidalgo que cabe pensar. Así como el general Canevaro tiene tipo genuino de cardenal galante o de dux veneciano. Y así como el señor Picasso es un tribuno provinciano burgués, rentista y ladino.
         Hasta hace muy poco tiempo el general Diez Canseco se arellanó en la misma silla presidencial que el señor don Manuel Camilo Barrios, a quien Dios conserve en tan excelso puesto por muchos años, para honra y prez de Moquegua. Solemne, grave, esfíngico el general Diez Canseco parecía sacado de una gloriosa estampa antigua y colocado bajo el dosel nobilísimo de la presidencia de la Cámara vieja. Estamos seguros que como presidente del Senado tiene toda la arrogancia disciplinada de un generalísimo y que como generalísimo tendría toda la grave mesura de un senador.
         Y este bizarro personaje, que tiene seguramente ganada ya la senaduría vitalicia en el corazón de sus codepartamentanos, era el solo sustituto posible del señor Barrios. La presidencia del Senado le venía como mandada hacer. No habría pasado lo mismo en la Cámara de Diputados, donde el señor Secada le habría escandalizado con sus anticlericalismos, donde el señor Ruiz Bravo le habría hecho perder el juicio con sus indisciplinadas diatribas contra el ministro de Guerra, donde el señor Gamarra le habría soliviantado con sus pedidos con humor de chascarro y sabor de picante criollo y chicha de maní —cosa que le encanta al señor Gamarra— y donde el señor Torres Balcázar se le habría cuadrado pico a pico en la más irreverente de las interpelaciones.
         Al señor Torres Balcázar se le habría dicho seguramente:
         —¡Al orden!
         Y si insistía:
         —¡Arrestado!
         Y si el señor Torres Balcázar no se achicaba, el general Diez Canseco no habría sabido contenerse y habría ordenado seguramente: —¡Que lo fusilen!…

Wagner, el Conde Lemos y el señor Macedo  

         El Conde de Lemos, grande y buen amigo nuestro —nosotros, como los emperadores y como los presidentes de la república, tenemos grandes y buenos amigos—, dialogaba con nosotros en la Inquisición —que estando presente el Conde de Lemos adquiere todas las proporciones de un Jardín de Academos— sobre temas selectos y altísimos. Esto no tendría nada de particular. Pero he aquí que interrumpió nuestra charla el paso del señor Macedo con rumbo a la Cámara de Diputados. Y nosotros saludamos al señor Macedo.
         El Conde sacó el monóculo, se lo ajustó trabajosamente en un ojo y miró al señor Macedo. Luego volvió hacia nosotros:
         —¿A quién saludáis?
         —Al señor Macedo.
         —¿Saludáis al señor Macedo, diputado?
         —Sí.
         —No volveréis a tratar conmigo, entonces. Yo me tuteo con Wagner.
         —¿Y el señor Macedo?
         —Este tal Macedo está excomulgado por Wagner. Se quedará sin conocer El Anillo de los Nibelungos.
         —¡…!
         —Pero, ¿estáis bellacos, amigos míos? ¿No es este señor Macedo el que despotricó contra la Filarmónica y dijo que la música era absolutamente inútil? ¿No es este el enemigo impávido de Beethoven? ¿No es este el impugnador del Claro de Luna? ¿No es este réprobo, el que se ríe de Grieg? ¿Sabe qué es un adagio, sabe qué es un trémolo, sabe qué es una fuga?
         —¡Cualquiera sabe qué es una fuga!
         —No me hagáis chistes bellacos. Respondedme más bien. ¡Este señor Macedo seguramente admira a un tal Penella, autor de Las Musas Latinas!
         —Este señor es efectivamente el enemigo de la Filarmónica. Pero no sabemos si es enemigo de Wagner. ¿Se lo ha dicho a usted Wagner?
         —Wagner no lo toma en cuenta. Lo ha excomulgado por indicación mía. ¡Y a vosotros gacetilleros frívolos os haré excomulgar también si no diatribáis también contra este iconoclasta!
         —Ya le impugnamos una vez.
         —Efectivamente, vosotros y Enrique Barreda le atajasteis el año pasado. Pero el señor Macedo reincide. El señor Macedo se empeña en que el Estado no fomente la música y vosotros que escribís en los periódicos, debéis asaetearle con vuestras plumas.
         El Conde de Lemos se despide solemnemente de nosotros.
         Cuando está ya a algunos pasos se vuelve hacia nosotros y nos grita con voz flaca y anodina:
         —¡De otro modo no oiréis El Anillo de los Nibelungos!¡Os confundirá Quinito Valverde!
         Y se marcha. Nosotros nos quedamos pensando en la invitación que se nos ha hecho. En realidad, el señor Macedo tiene una extraña obsesión contra la música. Abomina a la Filarmónica. Dice pestes de Chopin. Piensa probablemente que sobra a nuestra cultura artística con los conciertos de los trashumantes organillos de alquiler. ¿Orquestas? ¿Virtuosismo?¡Nada!¡Pianitos ambulantes y fonógrafos Pathé!¡Porqué va a gastar el Estado en candideces! Pero, eso sí. No se vaya a suprimir la subvención al club de tiro de la provincia.

Jornada Mansa  

         Los espíritus de combate estaban fatigados ayer en la Cámara joven. Todo era sonreírse y cambiar apretones de manos. El señor Salazar y Oyarzábal cambiaba ideas con el señor Solf y Muro. El señor Ruiz Bravo se paseaba con el señor Criado y Tejada. El señor Solar le decía cumplidos al señor Borda. Aquella era una paz octaviana. Si fuésemos judíos hubiésemos creído en la venida del Mesías.
         Cuando comenzó la sesión, el señor Tudela y Varela habló paternalmente:
         —Todos estamos de acuerdo. Hay que dar el presupuesto de una vez. Si se observa una partida, hablarán solo el diputado que lo haga y un miembro de la comisión de presupuesto. Los demás, chitón.
         El aplauso fue unánime.
         Los diputados de la minoría asintieron con la cabeza. Solo el señor Secada puso el grito en el cielo:
         —¡Yo me quedo solo! ¡Yo no transijo! ¡Yo estoy contra todo el presupuesto! ¡Este presupuesto es un mamarracho! ¡Que se le devuelva al Gobierno!
         El señor Salazar y Oyarzábal se acercó deslizándose entre los escaños:
         —Pero, ¡por Dios!
         —¡Nada! ¡Yo me opongo! ¡Yo no cedo! ¡Hombre! ¡No faltaba más!
         Y se continuó votando el presupuesto. Y comenzaron las peticiones. Que se aumente esto. Que se disminuya este otro. Que se conserve la dirección de policía. Que se suprima.
         El señor Criado y Tejada luchó bravamente defendiendo la dirección de policía y haciendo los más elocuentes esfuerzos por probar su utilidad, pero lo derrotaron. Cayó como un héroe.
         El señor Dunstan pidió seis soles mensuales para su provincia. La Cámara entera casi lo abraza.
         —¡Tan modesto su señoría! ¡Si es una alhaja!
         El señor Ulloa pidió que se suprimiera los sueldos del presidente de la república y de los ministros de Estado y los emolumentos de los representantes. Su petición cayó como un aerolito. Por poco no hubo desmayos. El señor Ulloa se marchó consternado.
         Siguieron votándose partidas y más partidas. El señor Secada gritaba a cada instante que él se oponía. Y todo era calma chicha y soporífera mansedumbre. El señor Torres Balcázar se dormía. El señor Borda bostezaba. El señor Químper leía los chascarros del almanaque de Brístol. El señor Ruiz Bravo hacía gallitos de papel.
         Cuando terminó la sesión nos despertaron a voces:
         —¡Ya ha terminado, hombres de Dios!
         Y nosotros nos desperezamos, soñolientos:
         —¿Que ya ha terminado? ¡Parece mentira!…

Referencias


  1. Publicada en La Prensa, Lima, 5 de enero de 1916. ↩︎