3.3. ¡Zafarrancho! - ¡Atención! - ¡Apunten! - ¡Fuego!

  • José Carlos Mariátegui

¡Zafarrancho!1  

         Los diputados se soliviantan. Se repiten aún de memoria las frases que los señores Borda y Torres Balcázar, mancomunados y solidarios en ideas, gestos, sentimientos y guapezas, dijeron en la sesión de fin de año que fue como quien dice una despedida tragicómica de ese 1915 incoloro y mestizo. Y los de la mayoría trinan y los de la minoría se regodean, se ponen en jarras y se miran en el espejo. Esto de mirarse en el espejo parece del señor Borda.
         ¡Pum, pum, pum! No ha quedado la intriga en laboriosos escarceos a través de las páginas del Marqués de Cabriñana, que tiene tan bien ganada su celebridad como el señor Peña Murrieta o como el inventor de la Emulsión de Scott, a quien de chicos pedíamos que el diablo confundiese. No. Los padrinos no se han limitado a hacer la exégesis de las arduas pragmáticas del marqués hispano. Y el señor Borda que tiene proporciones de héroe y de girondino se ha batido con el señor Idiáquez, firmante de la moción de guillotina.
         Un duelo que ha tenido a todo Lima con el alma en un hilo. ¡Pum, pum, pum! Un mundo de disparos, un arsenal de pólvora. Pero para gloria de esta villa y del parlamento, ambos contendientes perfectamente ilesos y serenos.
         Pero no ha sido solo este desafío. Perdemos la cuenta casi. De puro nerviosos, en cuanto veíamos dos diputados juntos, pensábamos que eran una pareja de padrinos. Vimos, por ejemplo, al señor Barrios y al señor Ruiz Bravo y se nos metió entre ceja y ceja que eran padrinos del señor Corbacho.
         Y en cuanto hallamos al señor Corbacho, se lo dijimos:
         —¿Se bate usted? ¿En Miraflores? ¿En la Magdalena? ¿En el Medio Mundo? ¿A pistola?
         Todo esto, seguidito, sin tomar aliento, sin pararnos en las interrogaciones.
         Y el señor Corbacho, horrorizado, nos repuso:
         —¿Otro duelo yo? ¿A pistola? ¿Se han vuelto ustedes locos? Yo no me bato más. ¡Yo soy teosofista!…

¡Atención!  

         La minoría tuvo solemne cónclave ayer en la mañana. Fue en la casa del señor Borda. Estuvieron todos sus miembros, menos el señor Grau, en el cual los entusiasmos de la juventud languidecen y decaen desde que es burgomaestre.
         Se encerraron. Taparon las rendijas. Y se quedaron dentro una hora, como si se hubiesen dormido. Ni cuchicheaban.
         A la salida asaltamos al señor Secada:
         —¡Yo estoy en Babia! ¡Yo no sé nada! ¡Yo no transijo! ¡Yo no me caso con nadie!
         Y nos asaetaba a través de sus lentes espesos y rutilantes.
         Abordamos después al señor Torres Balcázar. Y el señor Torres Balcázar se puso solemne, grave, abacial:
         —Psch! Poca cosa. Minucias. No vale la pena. Créanme ustedes…
         —Más tarde el señor Salazar y Oyarzábal:
         No me pregunten. Yo pienso como Licurgo, que no se espontaneaba nunca con los periodistas.
         —¡Pero si en la época de Licurgo no había periodistas!
         —¡Como Viviani, entonces!
         Por fin detenemos al señor Ruiz Bravo, más franco, más jovial, más camarada, menos receloso.
         —¡Chist! ¡Nos hemos conchabado!
         —¿…?
         —Hemos combinado un plan de campaña enterito.
         Se pone marcial, arrogante, como si viera al señor ministro de Guerra.
         —Sí. Un plan mejor que el de las maniobras.
         —¿…?
         —Todo está dispuesto. Tenemos pensados ataques, movimientos envolventes, cargas a la bayoneta. Y todo un parque: minas, granadas, gases asfixiantes…
         —¿…?
         —Y para que nada falte, tenemos también lista la retirada… Hay que creer al señor Ruiz Bravo.

¡Apunten!  

         Llegamos al Palacio Legislativo en coche, de prisa, angustiados. Y con más fatiga que los caballos que habían sufrido en sus flancos el látigo despiadado del auriga. Entramos corriendo. Y nos encontramos en el vestíbulo con el serenísimo doctor Luis Varela y Orbegoso, muy señor y amigo nuestro:
         —¿Qué les pasa a ustedes pobres hombres? ¿Han perdido el juicio?
         —Todavía.
         Y enseguida ansiosos.
         —¿Ha empezado ya la sesión? ¿Qué ha pasado? ¿Qué pasa?
         El serenísimo doctor Varela y Orbegoso nos miró compasivos:
         —No ha empezado todavía. Ni empezará en mucho rato. Le sacamos el reloj. Y se lo pusimos delante de los ojos:
         —¡Si son las cinco!
         —¿Y qué? No ha empezado. Hay pequeños pour parler. Y nos agrega sigilosamente:
         —¡La procesión anda por dentro!
         Entramos a escape. Atropellamos al señor Gamarra (don Abelardo). Atropellamos al señor Macedo.
         En el salón, la mesa estaba desierta. El coronel Tapia y el comandante Fernandini dormitaban en sus sillas. Los cronistas bostezaban y pintaban monos en las cuartillas.
         Un diputado nos dijo sigilosamente:
         —¡La procesión anda por dentro!
         Nos convencemos de que seguramente ha hablado con el doctor Varela y Orbegoso.
         Salimos al salón de los pasos perdidos. Recorrimos los pasillos. Aguaitamos al salón de la presidencia. Nos metimos en la cantina. Aquí y allá había conciliábulos. Los diputados conversaban y conversaban. Un amigo nos ofreció soda. Nosotros la desdeñamos por supuesto. Y salimos nuevamente.
         Pasaron diez minutos. Pasaron veinte. Pasaron treinta. Pasó una hora. Pasó hora y media.
         Se nos dijo que la minoría se conchababa con la mayoría para evitar un nuevo incidente y para solucionar el ya producido.
         Le pedimos una confirmación al señor Secada quien nos gritó en la cara:
         —¡Mentira! ¡Nosotros no transigimos! ¡Nos batimos en regla!
         Y el señor Ruiz Bravo corrió a decirnos:
         —Sí señor, nos batimos. ¿Por qué no comienza la sesión? Pues, porque nos tienen miedo…
         Y se frotó las manos.
         Llegamos a convencernos de que la minoría tramaba un plan terrible. Dimos diente con diente. Y esperamos que comenzase la sesión como quien espera un combate…

¡Fuego!  

         El señor Tudela y Varela ocupó la presidencia a las 6 y 35. Y abrió la sesión. Después expuso que lo que habían dicho los señores Borda y Torres Balcázar estaba muy mal dicho. Y que había que rectificarlo por honor al parlamento.
         Se paró el señor Salazar y Oyarzábal. Casi nos caemos de susto. Creímos que iba a comer vivo a todo el mundo. Medimos la distancia que nos separaba de la puerta.
         Nos pareció que el señor Secada gritaba desaforadamente:
         —iAhora! ¡Fuego!
         Vimos al señor Ruiz Bravo gozoso, radiante.
         Pero nada. El señor Salazar y Oyarzábal, muy suavemente, muy dulcemente, muy amablemente, dijo que todo lo ocurrido se liquidaba con la ayuda del Marqués de Cabriñana, que nadie había ofendido a la Cámara, que ahí no había pasado nada.
         Abrimos una boca grandaza.
         —¿Que no ha pasado nada?
         El señor Gamarra (don Abelardo) sonreía. El señor Ruiz Bravo se hacía el disimulado. El señor Torres Balcázar contaba los focos de luz eléctrica.
         Siguió luego el debate como una seda. La prestigiosa palabra del señor Ulloa sonaba insinuante, persuasiva, serena.
         De pronto el señor Escardó y Salazar (don Héctor) pidió a gritos mutación:
         —¡Si no hay quórum! ¡Que se pase lista! ¡Y que se publique quiénes faltan! ¡Porque los de la minoría estamos aquí toditos! ¡No falta ni uno! ¡Para lo que ustedes gusten!…

Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 4 de enero de 1916. ↩︎