2.5. Glosario de las cosas cotidianas: junio

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Hace aproximadamente un mes que no escribo este epistolario, amigo mío. ¿Pereza? ¿Olvido? Yo no sé bien por qué he interrumpido por tanto tiempo estas cartas a usted. Acaso, amigo mío, la causa verdadera está en la ausencia de cosas que pudieran prestar tema a mis divagaciones. Muchas veces las cosas cotidianas son absolutamente vulgares. Otras veces, el comentario reflejaría tan personalísimas e íntimas sensaciones, que solo podrían tener interés para usted, que tan bien me quiere y me comprende, y para mí que a ojos profanos tan extraña visión tengo de esas cosas cotidianas.
         Durante este mes que no he escrito para usted, las cosas han tenido el mismo cauce sinuoso y tornadizo, las gentes han seguido convencidas de que más vale Cadorna que D’Annunzio, las noticias del cable han seguido apuntando ofensivas y contraofensivas estacionarias, las crónicas sociales han seguido consignando tertulias, comidas y five o’clock teas, las niñas y los mozos han seguido pensando en la solución de continuidad de los folletines cinematográficos. Las notas de interés han tenido una duración de relámpago. En Inglaterra procesan a un lord felón y mercenario que se hizo una celebridad a costa de nuestro pobre prestigio universal. Aquí los universitarios han proclamado la eficacia de la huelga y se han puesto cintitas de colores en el ojal de la solapa. Unos exaltados han vociferado contra el grave y abstracto problema del hambre y han enseñado los puños a las gentes apacibles de las puertas del Palais Concert, en cuyos umbrales se para todos los días más de una tragedia escondida y más de una miseria con guantes y escarpines. Un simpático y joven escritor ha publicado una novela que aún no he leído por culpa del Conde de Lemos que usurpa la posesión de mi ejemplar. Y las crónicas de policía han dado cuenta de los mismos crímenes, de los mismos robos, de las mismas lacerías, de los mismos dolores.
         Solo ha habido una innovación. Por el jirón central no transita ya el tranvía eléctrico. A las doce de la noche del martes 30, pasó el último carro alborotando a las gentes con su tan tan preventivo. Apenas si los rieles acusan que por esta calle con pavimento de asfalto y tucos traficó en un tiempo un pesado vehículo asesino y mutilador de hombres distraídos, de perros vagabundos y de otros animales distraídos o vagabundos, que ambas cosas son virtud genial.
         Y solo una nota nos ha conmovido y exaltado de veras. La presencia de una bailarina que hace magna peregrinación de arte por tierras americanas. En su loor se ha escrito muchas devotas páginas. Y en homenaje a su arte han sonado en el teatro muchos aplausos. Los míos también. Una de las más gratas emociones artísticas que he encontrado en la vida cotidiana de los últimos tiempos la debo a Felyne Verbist. Las demás, las que son habitual regalo de mi espíritu, las encuentro en mí mismo, en mi reino interior y en mi intimidad o en la voz, en el color y en el ritmo de la naturaleza.
         El arte de Felyne Verbist ha sido para mí una visión de exquisita armonía. Los matices de la línea, la elocuencia del rictus, la gracia del gesto y la elegancia del ritmo —cadencia, alegría, dolor, miedo, anhelo, voluptuosidad, fiebre— han tenido a mis ojos altísima exaltación y han traído a la vulgaridad de mi vida exterior —comedia española, circo, tertulia, murmuración, carreras de caballos, crónica anónima, restorán, hogar y cocktails— la redención de sutilísimas sensaciones.
         Los cronistas han dicho que el arte de Felyne Verbist ha triunfado en Lima. Yo también quiero creerlo, pero se rebela dentro de mí una voz escéptica que me desorienta. Y yo he visto y oído lo siguiente:
         El teatro estuvo rebosante en las primeras noches. Esto me permitió sentir mis emociones en un ambiente en que palpitaba una gran devoción (Cuando un teatro está lleno parece que pensáramos y sintiéramos al calor de muchos pensamientos y de muchas sensaciones. Nuestras ideas se sienten misteriosamente acompañadas por otras muchas ideas ignoradas. Se percibe cómo palpitan y viven estas ideas, pero no se puede saber cuáles son. Es lo mismo que si estuviéramos en un recinto en tinieblas y escucháramos que había dentro de él mucha gente sin saber qué gente era. Al calor de las emociones ajenas, parece que la atmósfera del teatro favoreciera y estimulara el dinamismo de las nuestras. Es una observación que yo tengo muy comprobada. En cambio, cuando el teatro está desierto, nuestros pensamientos se producen en un ambiente de vacío y desamparo. Nos falta calor. Sentimos la soledad y nuestra alma se entumece. Una artista que prodiga su arte ante una sala escueta, me apena hondamente). Ha sido largo el paréntesis. Repito que el teatro estaba lleno, cuando Felyne Verbist bailó el valse Copelia, esa admirable danza llena de elegancia, donaire y delicadeza, sonó el aplauso, pero yo afirmo que el aplauso fue convencional. Y en la mirada de un vecino de la platea sentí una atonía y una incomprensión. Pero mi vecino de la platea aplaudió también. Después vimos a Felyne bailar “La Danza de las horas”. Yo adiviné entonces que mi vecino de la platea tenía la misma perplejidad que tendría ante una poesía simbolista. Luego Felyne bailó la bellísima “Muerte del Cisne”. Solo entonces el alma de mi vecino se abrió a la emoción. Y es que la poesía, el sentimiento y el dolor de “La muerte del Cisne” son tan profundos y emocionantes, que impresionan al espíritu más inaccesible. Además, influyó en la emoción de mi vecino de la platea seguramente el mismo fenómeno de la vibración espontánea de las ajenas emociones de que ya he hablado. A esta sugestión el reacio no supo sustraerse. En el entreacto hubo comentarios. Y muchas gentes trataban de fortalecer su opinión en la opinión de otras gentes (Así se forman siempre en el foyer las opiniones de los entreactos. El otro curioso fenómeno de aleación, amalgama y mutuo apuntalamiento). Cuando al final sonaron las notas de la música de un baile español, latió en la sala la misma sensación de placer y consuelo que tenemos cuando, después de una peregrinación entre gentes extrañas, encontramos por fin caras conocidas y voces familiares. El vecino de la platea no pudo contenerse y exclamó: “¡Oh!” Su exclamación fue jubilosa. El vecino abrió unos ojos muy grandes aguardando la aparición de la bailarina. Después dijo: “¡Aquí hay alma!”. Y se incorporó ávidamente. Ese hombre hubiera querido hacer piruetas (A mí la música del baile español y el taconeo plebeyo y grosero que este demanda de la artista, me hablaron de los toros, de los pasacalles, de las panderetas, del fenómeno Belmonte y de otras cosas españolas).
         Y a la salida escuché a un profano que decía: “Estas son figuras bonitas. La Argentina era mejor”. Yo pensé que este hombre iba a decir finalmente: “¡Olé!” La Argentina es evidentemente una admirable artista a quien he elogiado con fervor del cual no me arrepentiré. Pero La Argentina no ha sido hasta ayer —hoy reacciona, estudia y se educa hábilmente—, sino una bailarina de bailes españoles. Su arte es espontáneo, intuitivo, subconsciente. El arte de Felyne es un arte disciplinado y sutil. Lo que en La Argentina es fuerza y exuberancia, en la Felyne es delicadeza y finura. Son dos artes y dos artistas distintas. En literatura podría buscárseles un raro símil: Chocano y Maeterlinck. Yo siempre prefiero a Maeterlinck. Chocano es genial, pero Maeterlinck es un artista que interpreta el siglo, ha sondeado el misterio y ha visto el porvenir.
         Yo no haré el elogio de Felyne Verbist. Yo solo diré que la admiro inmensamente y que le soy deudor de un caudal milagroso de exquisitas emociones. Ella es mi acreedora. Pero yo no quiero otorgarle en pago mi homenaje escrito, porque no sabría hacerlo tan bien como para que yo pudiera encontrarme satisfecho y no creyera profanadas y mutiladas mis impresiones. Y yo soy un devoto ferviente de mi emoción.

JUAN CRONIQUEUR

 

6 de junio2

         Frío. El temperante sol de este otoño languidece. Los días son turbios, lánguidos y neblinosos. Y nos acercamos al invierno que llega como una nube gris. El invierno es aristocrático. Tiene la aristocracia de las pieles acariciadoras, de los estanques helados, de los patines raudos, de la estancia caliente, de los five o’clock tea, de las noches de ópera y de las carreras de caballos. El invierno es también trágico. Cuando él llega, todas las miserias culminan. Las carnes mal cubiertas sufren el doloroso castigo del aire helado. La intemperie es inclemente y cruel. En los desvanes miserables penetra el viento con un silbido doloroso. Los viejos sienten la crisis de la tos y del reuma y se interrogan si el presente será el último invierno. Los tísicos tienen la visión de la muerte en el fondo trágico de sus alcobas. En los montes nevados, hay peregrinos que agonizan y sucumben. Los jardines están desiertos. Las plantas de lujo están lívidas en los invernaderos.
         Y yo amo el invierno porque es aristocrático. Y lo amo también porque es trágico. Mi alma de criollo sufre nostalgias de panoramas brumosos y de páramos helados. Siente que el invierno nos acerca un poco al misterio, a lo desconocido, al dolor y a la verdad, así como el verano nos vuelve a la alegría y al engaño. En la rotación de los tiempos, es para las almas —las almas tienen como los astros una órbita fija— el instante de su perigeo con lo misterioso y con lo insondable.
         El verano es democrático. El calor aflige casi por igual a todos. Las estaciones balnearias, las duchas y los trajes livianos no bastan para sustraernos a su acción. En cambio, la estufa sabría atemperar el frío más agudo y pondría en nuestras estancias una templanza voluptuosa. En los días helados el dinero puede comprar el bienestar de un ambiente tibio. En los días cálidos el sudor nos igualará con aquel hombre que porta un fardo. En el verano habrá corridas de toros, vociferaciones de hombres y de cencerros y salvaje lujuria de fiesta española (En España todas las gentes que ignoran al Arcipreste de Hita y a San Juan de la Cruz, llevarán en hombros al fenómeno Belmonte). En el invierno los hipódromos acogerán una multitud devota de la emoción sutil de las carreras. Y en las calles de las urbes suntuosas, habrá en las tardes una atmósfera de lluvia, neblina y penumbra, mientras los automóviles transitarán con lenta o rauda marcha dibujando en el silencioso pavimento el trazo de luz de sus reflectores. Y habrá también la nota trágica: las calzadas y las aceras serán resbalosas y amenazarán a las gentes con el peligro de una caída, cuando estén cerca de ellas las ruedas de un vehículo asesino.
         Y el invierno tiene también el gran prestigio de su tristeza. La tristeza es siempre bella. La alegría es vulgar. La tristeza del invierno pesará sobre las almas sensibles como una filosofía profunda y las invadirá con su sedancia. La neblina llevará a los espíritus sutiles dolencias. Una vez en que me afligían gratamente las sensaciones de sesenta días sombrosos, yo escribí: “Me he enfermado de bruma, de gris y de tristeza”.
         Y, pasando, amigo mío, a las sensaciones exclusivamente físicas, lo que en el verano es borracha laxitud, en el invierno es plácida sedancia. Nuestras energías sufren debilitamiento bajo la acción de ambas estaciones, pero ese debilitamiento es languidez delicada bajo la acción del frío y es embriaguez y bochorno bajo la acción del calor. En el verano los cuerpos se laxan y sudan; en el invierno los cuerpos se entumecen y desmayan. Bajo la acción del sol las carnes se ponen groseramente encarnadas; bajo la acción del frío las carnes se ponen suavemente lívidas y azules. Bajo la acción del sol la piel tiene matiz de rubores; bajo la acción del frío la piel tiene matiz de ojeras.
         Así yo siento el invierno, amigo mío. Y el invierno se aproxima y nos acaricia con su caricia helada en estos días en que el otoño se va.
         (Frío. En las noches hay rumores que anuncian el invierno trágico y aristocrático. La tetera de plaqué humea amablemente y se cubre de vapor. Las manos se refugian dentro de los guantes. Un estornudo. Una tos. En el desván del frente una ventana se cierra. Hay un niño con gripe. Hay un viejo con neumonía. El aire frío tiene raras voluptuosidades y suscita agudos calofríos. En las bocacalles acechan las pulmonías. Y en el vapor húmedo de la atmósfera que pone una leve pátina sobre los cristales de las ventanas, trazan garabatos misteriosos los dedos de la Muerte).


 

         Me interesa siempre bastante el arte nacional, amigo mío. Me interesa mucho. Mi herencia de patrióticos ancestralismos vibra cuando encuentro en esta tierra un espíritu artista. Siento entonces la devoción del país natal muy hondamente, como no la sentiré nunca con las nochebuenas, con las cadenetas y los oriflamas de papel de cometa de nuestros veintiochos de julio y de todos nuestros días de alborozo cívico, parada militar y marcha de banderas.
         Y todo un espíritu de artista se revela entre nosotros con Ramón Aspíllaga y Anderson, un joven que es ya mucho más que “una promesa”. Es sencillo, es bueno, es talentoso y es comprensivo. Y es, sobre todo, un cultor devoto y un enamorado ferviente de la línea y del gesto. Su obra de caricaturista es apenas conocida de nuestro público. Pero, todos han advertido ya en cada silueta suya tal acierto, tal elegancia, tal fino y atildado humorismo, tal ausencia de chabacanería y vulgaridad, que han podido mirar en ellas el trabajo de un artista selecto y no el de un diletante o de otro desocupado de buen gusto de aquellos que cultivan el dibujo como aprenden las niñas bonitas y feas ciertas manifestaciones incipientes de ciertas bellas artes: por tener “un adorno”.
         Este artista que tan brillantemente se inicia es un artista de verdad. No hay que hacerle la ofensa de comprenderle en las filas del diletantismo nacional. La aristocracia de arte no es la aristocracia esnobista de un arte que busca en cada rastacuerismo artificioso una inspiración. Aspíllaga es un dibujante de sincera elegancia.
         Principiante aún, siente todas las sugestiones de las contemporáneas orientaciones artísticas. Dentro de ellas su temperamento se irá modelando y encontrará seguramente el rumbo del éxito.
         Sus siluetas son elegantes. La nota cómica es muchas veces atrevida, pero nunca es extravagante ni grotesca. Yo he visto varios dibujos suyos y en todos ellos he encontrado la misma gracia fina y atildada.
         En medio del diletantismo de la hora presente, surge, pues, hoy, un artista que merece estímulo y aplauso.


 

         Sé de una idea original de cuatro literatos jóvenes. Todos ellos han recibido y reciben cotidianamente las gentiles solicitaciones de nuestras damas para dejar autógrafas y pensamientos madrigalescos en sus álbumes. Y se han puesto de acuerdo para reclamar de las damas limeñas una galante retribución. También tendrán ellos su álbum. Y su álbum, que ha sido abierto ayer, se denominará artística y sugestivamente El Álbum Ónix. En la primera página de este álbum ellos han escrito entre otras cosas lo siguiente: “En este álbum pondrán su autógrafo y grato comentario todas las damas gentiles, inteligentes y bellas. Así, cuando el álbum envejezca, estará lleno de perfumes”.
         El Álbum Ónix será, pues, firmado por las damas de la sociedad limeña, muchas de las cuales han recibido ya con complacencia y aplauso el anuncio de su próxima circulación. Y la primera autógrafa que en él se ha depositado es la de una artista exquisita y admirable, cuyo arte la encumbra a la más señoril aristocracia: Felyne Verbist. La firma de la belga célebre ha sido el primer homenaje escrito que han merecido los dueños del Album Onix, libro de gentileza y arte, que reúne en hermoso florilegio las perfumadas autógrafas de nuestras mujeres distinguidas.

JUAN CRONIQUEUR

 

13 de junio3

         Esta carta es más interesante que cualquier carta mía:
         Señor Conde de Lemos:
         Yo no leo sino al inteligente, comprensivo, sutil y sazonado Rudyard Kipling. Soy australiano y no poseo otros idiomas que el elocuentísimo de mi orden zoológico y el convencional y rotundo de los hombres británicos. Sin embargo, vuestra celebridad había llegado a mi conocimiento. Tan grande es ella. Y ese vuestro artículo del domingo en el cual un Aristipo y un Manlio dialogan sobre cosas del circo, me ha sido leído por Miss Shipp, a quien la invectiva que me dirige vuestro descortés personaje Aristipo ha divertido seguramente. Miss Shipp, por supuesto, me ha hecho vehementes protestas de amistad y solidaridad, pero yo he tenido el buen sentido de no creerlas. Yo supongo que entre los hombres la hembra será tan desleal y aviesa como entre los canguros.
         Si vuestra inteligencia no me mereciera respeto, yo optaría, ante vuestra diatriba, por uno de estos dos caminos: despreciaros o pagaros con la misma moneda del insulto y la invectiva. Pero mis tradiciones de canguro honesto y noble, me impiden tal destemplanza intolerante y procaz y me indican el camino de hacer un esfuerzo por convenceros de que estáis en error en cuanto a mi personalidad, y que hay exageración e injusticia en las frases que habéis hecho decir a Aristipo (Aristipo sois sin duda vos mismo. Platicáis como Sócrates y como Platón, dos filósofos de quienes, naturalmente, no tengo noticia por Miss Shipp ni por su caballo blanco).
         Efectivamente, los hombres habéis tenido la arbitrariedad de denominarme mamífero marsupial y de clasificarme en la orden de los macrópodos y en la familia de los halmatúridos. Diprotodon llamaban al canguro en época en que nuestros antepasados eran más robustos y fornidos y en que los hombres no formaban circos, no publicaban periódicos, ni comían pâté de foie gras, sacrificando para esto último la vida de un inocente palmípedo. Y, según he leído, un hombre necio y trapacero apellidado Cuvier dijo desatinadas y audaces afirmaciones sobre nuestras discretas y apacibles costumbres y sobre nuestra tranquila vida familiar. Estas cosas, lógicamente, las ignoran los canguros que no han salido del país natal y las despreciamos los canguros, como yo, que hemos aprendido algún idioma europeo y hemos viajado en un transatlántico, en distintas condiciones de viaje de las que gozó la pareja de canguros embarcada por el patriarcal y bondadoso Noé en su providencial arca.
         Vos, o sea Aristipo, me llamáis feo, necio, torpe, glotón, hipócrita, cobarde, presumido, avieso, desleal, interesado y mal amigo. Todas estas son palabras, llamadas adjetivos en vuestras gramáticas —tan arbitrarias como vuestros textos de zoología—, y os sirven precisamente para calificaros y motejaros entre vosotros. Luego, también vosotros sois feos, necios, torpes, glotones, hipócritas, cobardes, presumidos, aviesos, desleales, interesados y malos amigos. Verbigracia, sois tan presumidos que usáis afeites y galas superfluas y ridículas y que tenéis el empaque de llamaros vosotros mismos, en vuestros textos de zoología, reyes de la naturaleza. Yo he visto muchos hombres, reyes de la naturaleza, que corrían desmoralizados como cualquier canguro, ante la proximidad de un león sanguinario pero noble y franco. En cambio, no habréis visto nunca un canguro que use frac y escarpines o que se ponga polvos en la cara y tricófero en el cráneo. Ofendidos y lastimados podrían sentirse los canguros si hubierais podido emplear para denigrarme un adjetivo que no pudieseis aplicar absolutamente a uno de vuestros hermanos.
         Yo he oído decir a una mujer: “Tico-tico es feo”. Y he oído a un joven decirle a otro: “Te encuentro necio”. Y un viejo hablaba así a un chico que se llenaba la boca con almendras confitadas: “Eres glotón”. ¡Qué cosa pues me habéis dicho que no podáis decirla también a uno de vuestros semejantes! Yo en cambio podría deciros que los hombres sois primos hermanos de los monos que son unos animales impúdicos, cobardes y grotescos. Y que he llegado a preguntarme si no seréis monos depilados merced a algún sabio procedimiento yanqui o alemán.
         Ahora os diré cosas sentimentales, señor conde. ¿Sabéis por qué sufro esta obligación de reñir todos los días en el ring deleznable de un circo? Unos hombres hermanos vuestros me robaron a la tranquilidad de mi país natal (Entonces era yo muy joven. Y era yo feliz. El campo vasto e ilimitado era todo mío. Una joven cangura risueña, jovial y más hermosa que vuestra Venus, era mi amada. Ignoraba a Rudyard Kipling. Ignoraba al general Roberts. Y os ignoraba también. En aquel entonces era yo un canguro completamente dichoso y respetado. Esos hombres me vendieron a otros por unos papeles que según vine a entender después eran billetes (Los hombres son hoy menos interesantes y buenos que en aquella edad remota en que usaban la moneda romántica de la nacarada y bella concha marina). ¿Tenían derecho esos hombres para cotizarme? No. Atropellaban en mí el más elemental derecho de esas legislaciones que habéis inventado vosotros mismos para defenderos de vuestras alevosías y audacias mutuas, pues así sois de irrespetuosos e injustos.
         Más tarde un hombre me enseñó a trompearme. Al principio acepté gustoso el aprendizaje porque lo creí un juego divertido y sobre todo voluntario. Pero luego, cuando supe que tendría que maltratarme con ese hombre cotidianamente, aun contrariando nuestras voluntades, el juego me fue odioso. Entonces me golpearon y yo para defenderme tuve que devolver los golpes. Después se me exigió que todas las noches luchara ante el público. ¿Sabéis acaso cuántas veces se me arranca al sueño plácido para trasladarme al ring? ¿Sabéis acaso cuántas otras se me sustrae a la evocación, al recogimiento, al recuerdo, a la honesta y digestiva placidez de una charla de sobremesa con mi amigo el caballo blanco? Cuando esto ocurre tengo que presentarme en el ring malhumorado y tengo que escatimar los golpes y buscar la huida. El bellaco de Tico-Tico me acorrala entonces y me vuelve a enfrentar a mi convencional y envilecido contendor.
         También entre los hombres se ejercita el box, es cierto. También entre ellos este juego bárbaro es un espectáculo. Pero entre ellos se respeta el elemental derecho de que la lucha sea voluntaria. Un campeón concurre a un match cuando lo ha pactado y aprobado. A mí se me lleva al ring con absoluta ignorancia de mi voluntad. ¿Os parece justo esto? ¿Os parece razonable? Es muy reprensible que los hombres uséis vuestros medios de lucha para satisfacer el ansia de expansión y divertimiento de vuestros públicos. Prostituís los medios de defensa que os ha dado la Naturaleza. Haced, más bien, como los canguros. Dad un golpe cuando lo reclame una ofensa o lo precise una agresión. Reñid por un interés noble y personal; no riñáis nunca por un interés colectivo y torpe.
         También me habéis dicho que soy físicamente grotesco y moralmente bajo, que soy desaseado y que huelo mal. Os habéis colocado en los vulgares puntos de vista de los hombres. No abarcáis los grandes puntos de vista de la Naturaleza. Tenéis conceptos encasillados y herméticos. Del gran poliedro de las cosas conocéis solo una arista. ¿Cómo sabéis si lo que para vosotros es mal olor, para las plantas no es gratísimo perfume? Eso del aseo es una invención exclusiva de vosotros los hombres. Nosotros no entendemos vuestras higienes y no tenéis por qué juzgarnos.
         Os habéis equivocado, conde. Habéis estado injusto. Yo soy un pobre canguro a quien vuestros crueles hermanos han hecho desgraciado. Ellos me han quitado el país natal, la libertad, el amor y la dicha. No está bien esto. Pensad conde que mientras en el circo os divertís y habláis en un palco con vuestro amigo Manlio sobre la estética de los vuelos de los Osnato, está encerrada dentro de una jaula de barrotes de madera la dolorosa tragedia del alma de un canguro.
         El canguro del Circo Shipp.
         Por la traducción:

JUAN CRONIQUEUR

 

19 de junio4

         ¿Sabe usted, amigo mío, de algún espectáculo en el cual fraternicen y se concilien el espíritu selecto y exquisito con el menguado y plebeyo, igual que en el circo? Seguramente, no. El circo es el espectáculo de más lejana y gentil tradición, pero es también, por virtud de una paradoja, el espectáculo más democrático. En él gozan y se divierten lo mismo el espiritualísimo intelectual, a quien preocupan las más sutiles cuestiones estéticas, que el mozo de fonda que asiste a diario a las groserías de embriaguez y gula de los parroquianos; lo mismo el aristócrata amigo de las carreras y otros deportes, que el heladero coronguino; lo mismo el atildado y pulcro joven de la élite que el granuja astroso vendedor de periódicos y jugador de chapas; lo mismo la dama gentil y elegante, que la samba cocinera que se refocila a costa de las “sisas” cotidianas. El circo es para todos generoso y bueno. Y su encanto es accesible tanto para el alma quintaesenciada y exquisita como para el alma burda y zafia.
         Y es que el circo se encuentra ligado al más luminoso y festivo recuerdo de nuestra niñez. Yo he analizado con mucha atención este recuerdo y he penetrado en el íntimo sentido de su evocación. Ese recuerdo es el recuerdo de nuestro más ingenuo e infantil placer. Cuando fuimos niños, a todos nos sedujeron por igual las maravillosas pruebas de los gimnastas, a todos nos hizo reír la astucia bertoldesca del payaso y la bellaquería resignada y filosófica del tony; a todos nos dio miedo y emoción el equilibrio trágico, durante el cual la orquesta dijo una música sorda y monótona que nos hizo temblar; a todos nos hipnotizó la gracia aérea de los trapecistas y de los saltadores. El circo tiene para nosotros este recuerdo ingenuo que se abrillanta y se dora con la añoranza de las tardes luminosas de las matinées que nos hicieron soñar toda la semana con la alegre promisión de la tarde dominical. Pero yo pienso que el circo tiene, para todos, otro recuerdo. Este recuerdo es el de nuestra primera visión voluptuosa. Cuando tuvimos seis años, fue sobre un trapecio, sobre la cuerda floja o sobre el trampolín, donde ante nuestros ojos maravillados e ignorantes surgió dislocada y ágil la figura de una mujer acróbata. Tuvimos entonces la primera sensación del músculo fuerte y palpitante, oprimido dentro de la leve y sedeña prisión de las mallas. Las lentejuelas fulgieron y centellearon en el volatín o en el salto mortal como iris de ojos malignos y felinos. Y esos ojos malignos y felinos hipnotizaron nuestras miradas infantiles e inocentes y las prendieron a la visión de la carne joven y gentil que nosotros veíamos roja, azul, amarilla o celeste, según fuera el maravilloso traje de la volatinera. En nuestra ignorancia se encendían —como deben encenderse en una noche obscura los gusanos de luz— ideas y sensaciones imprecisas, cuya explicación nunca presentimos, pero que tuvieron para nosotros don de caricia y de placer. No habríamos sabido contar a nadie esas ideas y esas sensaciones imprecisas, sugeridas por el salto mortal de una volatinera, ni habríamos sabido buscar en la profana sabiduría de una frase reveladora, un hilo ariádnido para el laberinto de nuestra ignorancia sorprendida por el subconsciente florecimiento de un primer y extraño pecado espiritual. Y aún es raro que, muchos años más tarde, sepamos resucitar la evocación de esos instantes y analizar —a través de todas las cosas que han enturbiado la diafanidad de nuestras almas de entonces— el sentido, el valor y la sugerencia de una emoción tan antigua y olvidada. Yo estoy seguro de la certidumbre de esa emoción cuyo descubrimiento y examen acaso puedan parecer atrevidas. Y siento que en mí supervive todavía, un fragmento de mi espíritu de entonces y que hay instantes en que este fragmento late y vibra en mí todavía.
         En el ambiente del circo se siente habitar el misterio. Si nos olvidamos del espectáculo y de nosotros mismos, pensaremos que ese payaso que da un salto mortal, que ese equilibrista que se pasea sobre un alambre, que esa mujer que vuela, que ese muchacho que piruetea sobre un caballo galopante, pueden errar su maniobra y pueden matarse. Un desacierto, una falla, un olvido, un accidente, pueden causar el descalabro fatal a ese payaso, a ese equilibrista, a esa volatinera. Ellos lo saben y porque lo saben satisfacen puntual y diariamente las exigencias de su training. Solo el público lo ignora en ese instante porque está entregado al placer de su emoción y quiere disfrutarlo sin que un sentimiento extraño lo amengüe y reduzca. Pero no obstante parece que la invisible presencia, la acechanza trágica de la muerte, se dejara sentir en el circo. Y es por eso que en el ambiente del circo se siente habitar el misterio.
         El ambiente del circo es caricioso y amable porque en él está el misterio. El misterio tiene sutiles y enervantes halagos. Y el ambiente del circo es también caricioso y amable porque es lascivo. Hay voluptuosidades en el vértigo del vuelo, en la agilidad del músculo docilizado, en la languidez con que la trapecista, colgada de los pies, se abandona al vaivén raudo; en la pirueta, en el esfuerzo, en la contorsión, en el volatín.
         El circo tiene el encanto de su mutismo. Todo es silencioso. Solo suena la música que se nos antoja interpretativa como en un drama sinfónico (Cuando escuchamos en el circo un two step, una mazurca y una marcha conocida, nos parece que ese two step, esa mazurca y esa marcha, no son las que conocemos, sino otras que nunca salieron del circo y que tienen dentro de él un colorido que para nosotros es nuevo). El circo, pues, tiene la elocuencia del gesto. La euritmia de la línea y del escorzo triunfan soberanamente. Una palabra sería intrusa, torpe y detonante. Un hombre que hablara al público mientras un acróbata volara de un trapecio a otro, parecería profano e irrespetuoso. Solo los payasos interrumpen de vez en cuando este mutismo. Es que el arte de los payasos es grosero y plebeyo y necesita de la palabra para divulgar la socarronería bertoldesca de su espíritu. Los tonys son más sabios. Casi nunca hablan. Piruetean, se caen, dan saltos mortales y se ríen o meditan como asnos amaestrados. Pero no hablan y desprecian la comicidad burda de los chistes de los payasos. Los payasos, que son muy malvados, les pegan. Y ellos no tendrían el mal gusto de protestar si así no lo exigiera el éxito de la pantomima.
         El circo tiene tradición aristocrática. Su origen está en los juegos olímpicos, en los coliseos, en las luchas entre gladiadores y en las luchas entre gladiadores y fieras. Seguramente antes que Esquilo representara su primer drama, ya los primitivos acróbatas habían dado volatines. Y la primera pantomima es probablemente más antigua que la primera tragedia. Sófocles, Esquilo y Aristófanes impidieron que la pantomima triunfase, porque a las gentes les fue más fácil entender una escena donde los personajes estuviesen mudos. En los tiempos de Solón, como en los tiempos del Káiser y de Quinito Valverde, el chiste fue siempre más eficaz y valioso que la mueca. En Roma antigua, los actores del coliseo eran individuos a quienes se obligaba a luchar o a matarse. Posteriormente y como consecuencia de la civilización, los luchadores y atletas fueron distintos. Transigieron con las necesidades de diversión de los demás hombres y aceptaron voluntariamente ser héroes del ring o del picadero. Se entrenaron, aprendieron y se pusieron a un milímetro de la muerte. Pero cobraron un estipendio. Y el circo ha evolucionado. La lucha bárbara ha desaparecido. En vez de reñir un hombre y un león hambriento, riñen hoy un hombre y un canguro domesticado. Mientras antes las fieras llevadas a los coliseos eran completamente salvajes, hoy los canguros llevados a los picaderos comienzan a asemejarse más a los hombres que a los canguros y hasta se diría que existe un acuerdo tácito entre el luchador y el canguro (En la intimidad, el luchador y el canguro fraternizan).
         La vida íntima de las gentes de los circos es seguramente muy sugestiva. Algunas de esas gentes parecen originales. Yo he visto artistas que escuchaban el aplauso con desdén y orgullo. Y he visto otros que lo pagaban con una sonrisa servil y automática. Otros que lo escuchaban con indiferencia insolente. Los payasos tienen que estar alegres siempre. Yo conocí uno fuera del circo. Un amigo me dijo un día señalándome a un hombre: “Ese es el payaso”. Y ese hombre era trágicamente sombrío y triste. Como este, el Pierrot sentimental y enamorado tuvo también que fingir una mueca mercenaria.
         Los hombres más atrevidamente iconoclastas, aquellos irrespetuosos, aquellos obsesos por la civilización, aquellos que se traicionan a sí mismos, tendrán tal vez ante una carpa de volatineros trashumantes un gesto despectivo y una monosilábica frase así: “¡Saltimbanquis!”. Esos hombres reacios a una emoción universal, esos ilusos, ignoran que hay sentimientos eternos y que hay cosas indestructibles. Dentro de cien años, sus biznietos, neurasténicos, refinados, enfermizos y esplináticos, se reirán ante el chiste ingenuo de un payaso y ante la caída del tony y seguirán con ojos absortos el vuelo vertiginoso de un volatinero. Y habrá también entonces quienes tengan el mismo gesto despectivo y la misma frase orgullosa: “¡Saltimbanquis!”. Pero los saltimbanquis, que tienen en la vida y en la humanidad un rol más importante que los sabios sociólogos, seguirán prodigando entre los hombres el placer de la emoción y de la risa. Y siempre serán más numerosos los espectadores de una pantomima que los auditores de una conferencia sobre trascendentales fórmulas científicas.

JUAN CRONIQUEUR

 

22 de junio5

         Mi amigo M. y yo tuvimos miedo esa noche. Fue así:
         Mi amigo M. y yo, habíamos llegado a la esquina de la calle de Boza. Eran las 10 de la noche. Íbamos a cruzarla irregular y vasta plaza de San Juan de Dios para entrar al teatro Colón. Nos detuvimos en la esquina y miramos el teatro que en el fondo de la plaza oscura ostentaba una luminosidad pálida y azulada. Los dos amamos la emoción. Los dos gozamos del peligro. Tácita y silenciosamente, sin decirnos una palabra, convinimos los dos en atravesar la plaza por en medio de la calzada, y desdeñar las dos aceras desoladas que conducen a la Avenida La Colmena. La plaza estaba solitaria. A un lado de ella, a lo largo de la acera izquierda, se extendía una ringlera de coches, cuyos pescantes estaban casi todos desiertos. Los aurigas erraban como sombras. Mi amigo M. y yo iniciamos la travesía de la gran plaza solitaria.
         Tengo muy presentes la visión y las sensaciones en ese instante. Parecía que todas las bocacalles nos hubieran estado acechando. Y que hubieran aguardado con sigilo hipócrita nuestra resolución. Las bocacalles traicioneras habían esperado sin duda que nosotros nos dispusiéramos a atravesar la plaza por una ruta diagonal. Las bocacalles traicioneras comprenden probablemente que en nuestras resoluciones nos place la sencillez geométrica. Y apenas nos habíamos alejado diez pasos de la esquina de Boza, de todas las bocacalles salieron automóviles. Mi amigo M. y yo adivinamos el miedo próximo e irremediable. Mi amigo M. buscó en sus bolsillos un cigarro. Los hombres que fuman, van siempre al encuentro de una emoción con un cigarrillo en los labios. Yo no fumo. Me place solo el tabaco rubio de los cigarrillos egipcios. Pero le temo a la languidez aromática de estos cigarrillos como a un amor peligroso.
         Mi amigo M. no tenía cigarrillos. Se detuvo y me dijo: “Volvamos a la esquina. No tengo cigarrillos”. Las bocacalles traicioneras quedaron burladas. Mi amigo M. y yo desandamos los quince pasos que habíamos avanzado y regresamos a la esquina que nos aguardaba. Su vértice parecía un puerto. Los dos tuvimos la sensación de que arribábamos a un desembarcadero. Mi amigo M. entró en la pulpería. Mientras él compraba cigarrillos, yo jugaba con unos granos de un costal abierto que se exhibía a la entrada. La compra fue breve. Mi amigo M. salió de la pulpería. Los dos volvimos a detenernos en el vértice de la inquietante esquina. No nos dijimos nada. Nos miramos. La plaza estaba otra vez enormemente silenciosa y solitaria. Las bocacalles seguramente volvían a acecharnos. Nuestro pensamiento no discutió siquiera que debíamos atravesar la plaza por la gran ruta diagonal a través de la calzada. Por una acera vimos que transitaban un hombre y una mujer. Iban como nosotros al teatro Colón.
         Parecía nuevamente que las bocacalles hubiesen estado en acecho. Cuando hubimos avanzado diez pasos, volvieron a salir de todas ellas luces de reflectores y voces de bocinas. Mi amigo M. encendió un cigarrillo. Luego guardó sus fósforos y su cigarrera (Mi amigo M. sabe que yo no fumo nunca esos vulgares y plebeyos cigarrillos del estanco ni esos rastacueros y petulantes cigarrillos de La Habana que lucen churriguerescas envolturas). Y sentimos que todos los automóviles, que tenían encontradas direcciones, avanzaban hacia nosotros. Los dos estábamos silenciosos. Un coche de los que se hallaban detenidos a lo largo de la acera izquierda abandonó la ringlera y se puso en marcha. Luego otro. Y luego un tercero. Tuvimos la certidumbre de que íbamos a vernos fatal e irremisiblemente en medio de un torbellino de carruajes. Pasó muy cerca de nosotros un automóvil lujoso que torció después hacia La Colmena. Los dos nos vimos iluminados por su luz lívida. Parecía que se proyectaban en nuestros rostros dos llamas de alcohol. La candela del cigarrillo que mi amigo M. fumaba, palideció. Y el viento que hasta esos momentos soplaba, tuvo un desfallecimiento. Era como si las cosas hubiesen dejado de respirar misteriosamente. Ninguno de nosotros habría sabido decirle al otro una palabra. Sentíamos el vértigo del peligro. Y pensamos que probablemente no trascurrirían muchos segundos sin que un automóvil nos matase. Pronto nos sentimos envueltos en el torbellino. Dos automóviles que avanzaban paralelos se desviaron un poco para que nosotros pasáramos en medio de ellos. Luego siguieron nuevamente su marcha paralela. Habían hecho una leve y divergente curva para no matarnos. Y pasó otro automóvil, cruzándose con un coche. En el pescante estaba parado un negro con bufanda que castigaba las ancas agudas de sus caballos con un látigo que chasqueaba trágicamente. El automóvil se detuvo un poco para no atropellar al coche. Y siguieron luego otros coches y otros automóviles. Nosotros avanzamos silenciosamente en medio de ellos. No teníamos prisa. Caminábamos con mesura. Y teníamos tan hondo dominio de nosotros mismos, tan aguda hiperestesia de nuestros sentidos, que este vertiginoso tráfico de coches y automóviles no nos había aturdido. Tampoco nos aturdían los gritos de las bocinas ni los chasquidos de los latigazos. El aturdimiento es una sensación vulgar que nos sustrae la sensación del peligro y de la tragedia. Los pobres diablos se aturden siempre. El aturdimiento evita el placer del miedo. Y el miedo es un placer martirizante y terrible.
         De repente de una bocacalle, la más aviesa y encarnizada contra nosotros, salió el grito de una bocina más aguda, pertinaz y monótona que ninguna y que sonaba a dúo con un ruido de motor de gasolina igualmente agudo, pertinaz y monótono.
         Era una motocicleta escandalosa y procaz como una grulla. La motocicleta trazó zigzags entre el torbellino de vehículos y avanzó rauda hacia nosotros. Nosotros sentíamos que su ruido se agrandaba y que la motocicleta era al mismo tiempo nuestro enemigo más feroz y pequeño. La arrojaba sobre nosotros la bocacalle, probablemente porque la bocacalle se exasperaba ante la posibilidad de no habernos amenazado todavía bastante. Mi amigo avivó la candela de su cigarrillo y me miró. Yo lo miré también. Pero nuestras miradas no quisieron comunicarse y entenderse. Si nos hubiéramos mirado un segundo más, se habría agigantado nuestro miedo. Porque los dos teníamos un miedo muy grande. La motocicleta pasó muy cerca de nosotros, rozándonos casi y al pasar junto a nosotros fue más alarmante y desesperado su bullicio y más copiosa su humareda.
         Nos acercábamos al pedestal que está frente a la Avenida de La Colmena y sobre el cual se elevan una estatua y varias lámparas de luz. Estas lámparas parecen una araña de gas en un salón muy vasto. Hicimos una curva para no buscar el amparo de la breve acera y para seguir gozando el placer de nuestro miedo. Luego estuvimos a punto de arrepentirnos. La gran plaza y las bocacalles se dieron cuenta de que nos librábamos. Y el torbellino fue más intenso y horrorizante. De un lado de La Colmena surgió un carretón del trust eléctrico, de esos que llevan encima, como una pirámide, un complicado edificio de escalas. De otro lado surgió otro automóvil raro y chato que tenía dos organismos. En uno de ellos que tenía aspecto de juguete mecánico, iba un joven que dirigía el vehículo. En el otro que tenía aspecto de canasta iba otro joven que fumaba. Los carruajes nos encerraban incesantemente en raras elipses, que trazaban en colaboración. Sentimos angustia, vértigo, terror. Y tan hondo cansancio de la travesía que habríamos preferido que un carruaje nos matara, en lugar de seguir sufriendo la amenaza de tantos. Bocinas, reflectores, caballos, todo nos asediaba furiosamente. Mi amigo M. y yo sentimos que las bocacalles y la gran plaza silenciosa habían querido matarnos de miedo.
         Arribamos a la esquina del teatro Colón, agotados por las sensaciones. Desfallecíamos. Habíamos sufrido mucho. Callábamos. Solo nos dijimos casi a un tiempo y como si hubiéramos conversado ya mucho sobre nuestra emoción: “Interesante, ¿no?”. Casi enseguida arribaban a la misma esquina los esposos burgueses que vimos avanzar por una acera. Y ella le dijo a él: “Hemos llegado muy temprano”. Los dos tenían el aire de satisfacción que se tiene después de un ejercicio digestivo.

JUAN CRONIQUEUR

 

28 de junio6

         ¿Le ha dicho a usted alguna vez la buena ventura una gitana? El Destino habló siempre por labios de mujer. En los oráculos, fueron sacerdotisas las que dijeron el porvenir e interpretaron las predicciones sentenciosas de los dioses. ¿Por qué el Destino ha hablado eternamente por labios de mujer? ¿Qué raras complacencias ha tenido siempre para los ojos de la hembra? ¿Por qué estos ojos han poseído o han parecido poseer tan extraño don de videncia? ¿Qué Razón secreta de afinidad existe entre el alma sospechosa y aleve de la mujer y el misterio del Destino?
         Los paganos oyeron hablar a los dioses por boca de las Pitonisas. Y más tarde, y hasta hoy, parece que hubiera sido la predicción virtud accesible preferentemente para la mujer. Quien, en los últimos tiempos, novísima nigromante, ha hablado del porvenir, ha sido una extraña mujer, Madame de Thebes. Quien nos dice la buenaventura un día cualquiera, a la vuelta de una esquina, es otra mujer, una gitana trashumante y misteriosa. Las leyendas dicen que las brujas vuelan cabalgadas sobre escobas en las noches del sábado en pos de horribles aquelarres. Las Sibilas tuvieron magna sabiduría de lo futuro. Y la barata y sofista sacerdotisa de la cartomancia que aguarda curiosos y afligidos en el rincón oscuro de una casa desmantelada, es también una mujer. Entre los gitanos, esa gran raza agorera que va por el mundo como un símbolo de la inquietud de los hombres ante el misterio de lo futuro, son las mujeres las que tienen el sacerdocio de la predicción. Mientras ellas nos dicen el porvenir, los hombres reparan la vasija en deterioro. Mientras ellas ofician de ambulantes y mercenarias pitonisas, los hombres quitan la herrumbre y caldean el metal. Ellos prenden la lumbre, ellos cuidan a los niños, ellos arman el vivac, ellos amparan la familia, ellos amaestran el oso maromero, ellos aprenden y ejercen un oficio rutinario y elemental. Son una tropa de hombres que complementa la tropa de agoreras y que llena la función natural de la perpetuación de la raza.
         Nadie sabe si sería por fuerza de la costumbre, por fuerza de la leyenda o, más bien, por fuerza de una íntima e inexplicable sugestión, que se encontraría anacrónico y odioso el augurio dicho por el hombre. Nadie sabe por qué se cree que solo en la hembra puede residir la facultad de la profecía. Pero es así, sin embargo. No hay quien acuda con placer al oráculo de un sacerdote, brujo, eremita, hechicero o gitano. Parece que por extraña virtud el Destino solo fuera accesible a la videncia de la mujer.
         La profecía en boca del varón ha tenido siempre distinto y más alto significado. Ha parecido revestida de un don evangélico y adoctrinante. En boca de los profetas semitas, poseía misterio grandioso y trágico de sentencia de Jehová. La Biblia es el libro de los profetas. Y la Biblia es majestuosa, pura, altísima y sabia como la voz de Dios. Debe ser distinta la voz del Destino. ¿Quién sabe del libro de las Sibilas? El libro de las Sibilas será como la voz del Destino: pagano, amenazador, caprichoso, aleve y malo. Los oráculos eran cotizables y se podía evitar un mal por el cohecho de una dádiva. Las profecías de la Biblia son inexorables y rotundas. Son puras y austeras como la ley mosaica. En la Biblia se podía evitar un mal con una virtud y con un sacrificio. La dádiva que pedía Jehová era un holocausto o una purificación.
         Los profetas hablaban para los pueblos y para la raza. No hablaban para un hombre. Un profeta anuncia una desolación. Una adivinadora predice un casamiento. Un profeta promete al Mesías. Una adivinadora promete una buena cosecha. Hay evidente desigualdad en el rol del hombre y de la mujer que interpretan el porvenir. ¿Quién sabe de la íntima y misteriosa razón de esta desigualdad?
         Cuantos miran en las trashumantes agoreras de la gitanería y en las cartománticas hechiceras de los arrabales, las cultoras de una industria y de un comercio solamente, pensarán que la mujer tiene sobresalientes aptitudes para la trapacería, el engaño, la farsa y el escamoteo. Pero quienes dicen con tanto sentido común la razón de esta videncia cotizable de las mujeres, se equivocan de seguro. Es, más bien, que, en la traición, alevosía y maldad del Destino, penetra mejor que el alma del varón el alma sombrosa de la mujer. En la oscuridad del porvenir, las almas sombrosas deben entrar como murciélagos. El misterio debe tener para estas almas visitantes e irruptoras, cierta rara cortesía que debe ser mueca hostil y enigma impenetrable para las almas intrusas y desconocidas.
         Tan remoto como la memoria de los tiempos, es sin duda el afán de los hombres de investigar el porvenir. Los hombres no han sabido nunca ni sabrán jamás conformarse con la ignorancia de su futuro. Por eso siempre al oráculo mitológico, como a la covacha de la agorera, fue la peregrinación de los hombres que quisieron preguntar lo que les esperaba. Los hombres sueñan con la felicidad y temen el dolor y se obstinan en averiguar si para ellos la vida va a tener la felicidad invocada o el dolor temido. Como son tan triviales e ingenuos, como seguirán siéndolo a través de todas las evoluciones de la civilización y de la ciencia, piensan que sabiendo el porvenir se puede adquirir un poco de dicha. Y no meditan que la ignorancia del Destino es siempre preferible. La amenaza imprecisa de una profecía funesta debe ser tremenda. La incertidumbre es consoladora. En el engaño está el único bienestar de la vida. Solo somos felices las veces que nos imaginamos serlo. Y sin embargo de que lo sabemos, sin embargo, de que coincidimos todos en que la felicidad no tiene forma precisa, nos empeñamos en saber si vamos a ser afortunados, si vamos a ser gloriosos, si vamos a ser viejos. Los que tienen un amor, inquieren por el porvenir de ese amor. Los que tienen una esposa, buscan la certidumbre de su fidelidad. Los que aspiran a la gloria, preguntan si les será accesible algún día. Los que tienen una chácara, anhelan saber si la cosecha será pródiga. Los que trabajan en un taller o en una oficina, interrogan si llegarán a ser amos. Todos aspiran a descorrer la cortina de un horizonte temido y anhelado. Y la inquietud universal no cesa de buscar la descifración del porvenir.
         En esta investigación eterna, los hombres pensaron un día que la explicación de las cosas futuras estaba en los astros. Y los astrólogos envejecieron en la contemplación de los cielos y en la busca de raras cábalas que dijesen el destino de los hombres. La profecía científica tuvo su origen en el primer astrolabio. Y desde el primer astrolabio hasta hoy, muchos hombres han buscado con inútil empeño la ciencia exacta reveladora del raro logogrifo de las cosas.
         Los gitanos, esa gente nómade, extraña, supersticiosa, trashumante, soñadora; esa gente a la cual no han preocupado nunca los problemas de la civilización; esa gente que ha visto sin su esfuerzo la invención del ferrocarril, del automóvil, del telégrafo, del transatlántico, es en la humanidad la facción misteriosa que cultiva la religión del augurio. Son un oráculo ambulante y disperso que satisface la universal curiosidad de los hombres. Sus mujeres aprendieron desde jóvenes la quiromancia y saben encontrar las huellas del Destino en la palma de la mano. Fíngense intérpretes del porvenir —que es impenetrable a través de todas las ilusiones, de los oráculos y de los adivinos—, y satisfacen la necesidad de los hombres de escuchar como una promesa o como un nuevo dolor una voz predictora. Tienen una función piadosa y consolatriz cerca de los hombres. No les dicen la buenaventura por trapacería o engaño consciente. Ellas también son otras ilusas que obedecen secretas sugestiones. Van empujadas por un ideal de vaticinio de la dicha o la desgracia de los hombres ávidos.
         Parece que las gitanas tuvieran el don de la videncia durante un período de su vida. Aquellas que ya han envejecido, aquellas cuyos ojos caducos no tienen vigor, aquellas cuyos labios no tienen frescura, van al lado de las otras, de las jóvenes, de las iluminadas tan solo como confidentes, como custodios. Hacen menesteres domésticos, cuidan a los chicos y refieren consejas.
         Yo siento, amigo mío, una gran emoción en presencia de esta raza nómade y vagabunda que ignora el hogar ciudadano; que gusta de todos los climas; que va del trópico ardiente a la puna boreal; que ha visto ponerse el sol en muchos horizontes distintos; que ha escuchado todas las lenguas y ha vivido entre todas las razas. El mundo debe parecerles un babel espantoso y laberíntico donde todos los hombres tienen el mismo sueño de la felicidad y rinden el mismo y vulgar tributo al trabajo, a la superstición, al amor, a la muerte, a la fortuna, al hambre y a la pasión.

JUAN CRONIQUEUR


Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 2 junio de 1916. ↩︎

  2. Publicado en La Prensa, Lima, 7 de junio de 1916. ↩︎

  3. Publicado en La Prensa, Lima, 14 de junio de 1916. ↩︎

  4. Publicado en La Prensa, Lima, 20 de junio de 1916. ↩︎

  5. Publicado en La Prensa, Lima, 23 de junio de 1916. ↩︎

  6. Publicado en La Prensa, Lima, 29 de junio de 1916 y en El Tiempo: Lima, 23 de febrero de 1917.
    En la reinserción aparece con título y subtítulo propios: “El destino, las gitanas y la clarividencia de la mujer. Desde la voz de los oráculos hasta la voz de la cartomancia”. Y ha sido suprimida la frase coloquial del comienzo. ↩︎