2.1. Glosario de las cosas cotidianas: febrero

  • José Carlos Mariátegui

 

12 de febrero1

         Y espíritus benévolos han tenido el pecado imperdonable de echar de menos mis pobres crónicas de otros tiempos en que me sentí más joven, en que amé los buenos temas sentimentales y las cosas de la hora presente y en que, al estímulo de un suceso de la vida diaria, ocupaba muchas cuartillas con la simetría monótona de los caracteres de la Underwood en que escribo.
         Me han dicho insinuantes, persuasivos, bondadosos:
         —Escriba usted. Está usted flojo.
         Y alguien ha hablado con elogio de tal o cual gacetilla escrita por este cronista en épocas en que le espoleaban pródigos entusiasmos y en que no le afligía esta dulce pereza enemiga, imperiosa como una amante y dominadora como una seducción.
         Y yo, amigo mío, he pensado en volver por mi ruta de comentador superficial de las cosas cotidianas, pero no para reincidir en la gacetilla ampulosa o plañidera o amorfa sino para contarle a usted que tiene en este instante el prestigio de su apartamiento nirvanesco y sibarítico y que es comprensivo y sutil, esas mismas pobres cosas cotidianas. La crónica demanda floritura de estilo o vistosa pirotecnia de concepción. Usted sabe que ni tal floritura ni tal pirotecnia van aparejadas a mi temperamento y mis tendencias. La epístola es más discreta y más sencilla. Para escribirla solo hace falta sinceridad y quienes hayan tenido el gusto poco explicable de leerme saben que la poseo de veras.
         Inicio para usted un epistolario risueño y amable, frívolo e ingenuo, volandero y trivial. De otro modo no concebiría usted que me atreviera a publicarlo. Si encuentra usted en él una digresión sesuda, un pensamiento grave, créalo debido a inconsciente olvido. Sería imperdonable tener una digresión sesuda o un pensamiento grave en un glosario de las cosas cotidianas.
         Las cosas cotidianas son vulgares, menudas e insignificantes. Por eso las amo y las observo. Entre una sensacional nota de Mr. Lansing a Mr. Grey o a Bethmann Holweg y la carta de un suicida bellaco que se quita la vida por amor de una maritornes, prefiero siempre para mi comento la carta del suicida bellaco. Y, situando las cosas en nuestro país solamente, me place más la última filosofía de Félix del Valle o la última tonadilla de Resurrección Quijano que la carta del doctor Cornejo sobre la reforma penal. Tanto es mi encariñamiento por las cosas pequeñas que encuentro más interesante la compilación por el doctor Nemesio Vargas de todas las reglas sobre el bridge o sobre el tresillo que la Historia del Perú Independiente por el mismo doctor. Es un gran disparate preferir la Historia del Perú Independiente a la Historia del tresillo. Tan grande como preferir un elefante a una ardilla.
         Si yo tuviese el mal gusto de recurrir a las citas, le diría a usted que Maeterlinck ha dedicado a las abejas y a las flores observación y empeño que no pondría para esclarecer arduos problemas sociológicos o enrevesados asuntos de economía. Y que Maeterlinck es, en consecuencia y a mi juicio, un individuo razonable, que no piensa como Mr. Rothschild y como Von Bernhardi, sencillamente porque un banquero y un apóstol de la supernación no pueden nunca pensar como un poeta.


 

         Creo que no vale la pena escribir para decir que uno se aburre. Sería muestra de poca consideración para el lector, a quien no le interesaría de seguro este aburrimiento, bastante preocupado como estaría con el propio. Pero en Lima es forzoso decir que uno se aburre. Aquí las gentes viven en perpetuo fastidio. Es el nuestro un país de gentes esplináticas que bostezan.
         Usted, como yo, habrá ido al teatro muchas veces y se habrá encontrado con que los amigos, interrogados, le dicen que han ido para no aburrirse, así se trate de Enrique Borrás o de Mimí Aguglia. Y por no aburrirse, por matar el tiempo, van las gentes al Palais Concert, al cinema, a tertulias, a five o’clock teas, al balneario, a todas partes. Todo el gesto de nuestras gentes se compendia en un gran bostezo que rubrica enseguida una cruz hecha a prisa en la boca por el pulgar y el índice de la mano derecha.
         Yo he encontrado ayer a un amigo y le he preguntado:
         —¿Qué hace usted?
         —Nada.
         Y él me ha devuelto la pregunta.
         —¿Qué sabe usted de nuevo?
         Yo inconscientemente he dicho también:
         —Nada.
         Mi amigo ha sacado un cigarrillo. Pero yo no fumo y hemos tenido que despedirnos sin hablarnos más.
         Vivimos adormidos, inactivos y somnolientos. No nos place hacer nada ya lo sumo tenemos aptitudes para ser público de un espectáculo muy entretenido que no acabase nunca. Todas las gentes de esta tierra podríamos vivir en un gran coliseo aplaudiendo o chillando según que nos gustase o nos disgustase lo que se hiciese para divertirnos. Y aun así acabaríamos por aburrirnos y por decir que vivir aquí era una desdicha…


 

        A mí no me sugestiona la política. Me gustan sí los políticos, que es distinto. Hasta hace poco fui asiduo de la tribuna periodística en una de las cámaras. Iba ahí todas las tardes. Tenía como siempre la franquicia de un pase libre para todos los teatros y para todos los cinemas, pero nunca hice la tontería de optar por una tanda vermouth en vez de ir a la cámara. Me encariñé tanto con la escena y el debate de las tardes parlamentarias, que llegué a hacer, como los chiquillos, un teatro guignol para los lectores de este periódico. A un diputado le tomé una vez el pelo amablemente y me quitó el saludo. Esto, como ustedes comprenderán, me hizo mucha gracia y por poco no me empeño en tomarles el pelo a todos los diputados para ver si eran igualmente susceptibles. Yo siempre empleo calificativos muy amables.
         Y aquí necesitamos todos forzosamente del espectáculo parlamentario. El debate político y los votos de censura, son de una necesidad irremediable. Por lo menos así piensan el señor Torres Balcázar y el señor Borda a quienes hay que creer, cuando hablan a nombre de la patria. Para algo se llega a leader.


 

         Ayer se ha dado una velada con destino a los boy scouts. Aquí como usted sabe también hay boy scouts. Mejor dicho, hay personas entusiastas, nobles, idealistas que quieren que los haya. Y en virtud del idealismo generoso de estas personas existen dos o tres brigadas de chiquillos que se uniforman de boy scout y enristran un palo y aprenden a marchar en columnas. En el fondo, una amable mentira, como casi todo entre nosotros. Un ideal, un espejismo risueño y una farsa decorativa que se erige sobre ese ideal y sobre ese espejismo.
         Vale sin embargo la pena entonar un himno a la energía, a la fuerza, a la acción y al trabajo que son cosas tan grandes, amigo mío…


 

         Anoche he estado a ver y a oír a Resurrección Quijano. Es admirable. Cuando escribo estas líneas acabo de dejar el teatro donde esta artista trabaja. Tengo galvanizada en la retina una maravillosa visión de gracia y de belleza. Un amigo muy culto y simpático me ha dicho: “Esta mujer es notable en su arte, pero no tiene la gracia que dicen”. Y, viéndola, yo que soy tan apacible y a veces silencioso me he indignado y he discutido con mi amigo. No le falta gracia a Resurrección Quijano. Ocurre solo que esta palabra gracia está prostituida. Se confunde la gracia con el gracejo, la picardía o la “lisura” que decimos los limeños.
         Más tarde mi amigo me ha dado la razón, cosa muy rara tratándose de un amigo literato.
         Yo le diría a usted muchas cosas contándole cómo es el arte de esta mujer de quien se dice que es tonadillera. Y le hablaría a usted de cómo escuchándola la serenata de Pierrot he oído llorar a Colombina y cómo escuchándola La Campana de la Aldea he sentido lentos toques de misa madrugadora, voces de ángelus, veletería indecisa y romántica de molino fatigado, claro cantar de arroyo campesino, ritmo de rueca, idílico discreteo pastoril y aromas de pecado mortal que delatasen el epitalamio furtivo de una tarde de sol… Soy muy ingenuo, por mucho que existan espíritus malévolos que se niegan a creerlo.

JUAN CRONIQUEUR

 

14 de febrero2  
         Hace seis meses más o menos, Julio de la Paz me presentó en el foyer de un teatro a un señor rubicundo, gallardo, exótico y con ostensibles señales de evidentes civilización y originalidad. Era el pintor catalán Roura de Oxandaberro.
         Cambiamos la convencional frase de nuestra satisfacción por el honor de conocernos. Y nos dimos la mano. Julio de la Paz dijo una frase para expresar mi calidad y otra para expresar la calidad del señor Roura de Oxandaberro. Intentamos la conversación, pero inútilmente. El señor Roura de Oxandaberro tiene un crudísimo acento catalán y, como si no fuera bastante, desvirtúa y mistifica su voz una nasalidad mortificante. Preferimos un refresco. Yo bebí un ice cream soda.
         Después nos encontramos muy de raro en raro. Y cuando nos encontrábamos era trivial y frívolo y vulgar el insignificante diálogo. La nasalidad y el acento catalán del señor Roura de Oxandaberro resultaban una traba para la comprensión de nuestros espíritus. Oyendo el señor Roura de Oxandaberro no es fácil convencerse de que sea un gran pintor.
         Ni supe nada de Oxandaberro como artista. Vi tan solo algunos dibujos desiguales, extravagantes y a veces churriguerescos que publicó en una revista limeña. Y aunque sé cómo las exigencias obligan al artista y al literato a las claudicaciones frecuentes de una producción mercenaria e insincera, me pregunté si Oxandaberro no sería uno de tantos mediocres arrojados a tierras americanas por el fracaso o la aventura y si bastarían para recomendar su personalidad los sacrificios de una voluntaria reclusión en desapacibles y traidoras selvas que me hicieron bien querer el espíritu noble y excepcional de ese pintor bohemio y amigo Herminio Arias de Solís.
         Y hace apenas horas que sé cómo Oxandaberro es realmente un gran artista, cuya exposición de cuadros lo consagra y honra. Nuestro común amigo el Conde de Lemos me ha hablado de esta exposición con todo el entusiasmo que saben despertar en él esas grandes cosas que son el arte y la belleza. Y me ha dicho:
         —Vaya usted, Juan Croniqueur, a esa casa de Divorciadas donde tocan las gentes de la Filarmónica y verá cuadros maravillosos de Roura de Oxandaberro. Yo admiro ya a este hombre. Me enorgullecería mucho pintar como él.
         Y yo he visitado esta tarde, cuando la inclemencia ultrajante y fecunda del sol se ha aplacado un tanto, la exposición de Roura de Oxandaberro. He visto efectivamente cuadros que me han hecho sentir admiración.
         Usted que es pintor, amigo mío; usted que siente y comprende estas cosas que con religiosidad tan devota reverenciamos los dos; usted que en esa serranía lejana estudia el alma milagrosa de los paisajes lunados, de los crepúsculos luminosos y de los serenos panoramas geórgicos, habría sentido la misma admiración que yo ante algunos de los vigorosos, expresivos, vibrantes y robustos lienzos de Oxandaberro. Yo no sabría decirle bien mis impresiones.
         Hay en la exposición de Oxandaberro una tela que él llama “Melancolías de los páramos”. Yo he sentido apresada en ella toda la tristeza sombría de las tardes misteriosas y de los paisajes desolados. Oxandaberro se revela un intérprete formidable de las cosas dolientes y trágicas de la naturaleza. Y en su tríptico “El poema de las cumbres”, canta, llora, rima, suspira el alma de las serranías gigantes que se yerguen como fantasmas en las noches torvas. Y en su “Himno al Sol”, el amanecer tiene matices pujantes, cálidos, maravillosos que inundan el paisaje y vencen las brumas somnolientas que amadrinó la noche. Pero es en sus visiones de las selvas donde Oxandaberro ha puesto las más precisas, valientes y definidas rúbricas de su temperamento y de su originalidad. Viendo estos cuadros llegan hasta mi alma efluvios de poema maeterliniano y surgen evocaciones indecisas y vagas y sombrías del alma misteriosa de los bosques.
         Los árboles son en ellos silentes personajes que dialogan con las sombras, que inquieren la tristeza de los cielos, que amparan conscientes la debilidad de las plantas pequeñas. No son los árboles que sugieren los estudios de botánica, ni tienen la arquitectura vulgar de los que de niños hallamos en las láminas e ilustraciones de la historia natural. Son los árboles que sentimos en la leyenda. Readquieren todos los prestigios de las cosas solemnes y hacen pasar como en una visión fantasmagórica la evocación de los cedros de Líbano, graves como profetas y sombríos e imploradores como archimandritas en penitencia, de los olivos que oyeron la oración de Jesús, de los árboles que poblaron los bosques donde soñara el pífano de Pan y triunfara la lubricidad de los faunos caprípedos y lloraran las carnes violadas de las ninfas, de los que en “Macbeth” dan la visión trágica de una selva en marcha. Este Roura de Oxandaberro, amigo mío, ha penetrado en el alma de los árboles y en el secreto embrujado de los bosques. Cuando pinta el “Fantasma de la selva” sus árboles son como columnatas de un templo misterioso que aguardase un aquelarre. Y cuando pinta “El baño del fauno” parece que los árboles lloraran los insomnios de Dionisio y Afrodita.
         Yo creo que este Roura de Oxandaberro es un pintor de grande y amargo sentimiento, que sabe apresar los matices sombríos de la naturaleza trágica. Y porque mi alma está de antiguo melancólica, porque no siento la alegría de la naturaleza optimista, porque desde niño tuve la gran virtud de ser triste, porque no deslumbran mis ojos las bellezas de los paisajes cromáticos y risueños, porque creo en la verdad única del dolor, yo siento la poesía de sus cuadros y lo admiro como a un espíritu hermano que hubiera hablado al mío muy hondamente.


 

15 de febrero  
         He escrito hoy un soneto desbordante de sinceridad y de unción. Todo un instante de hondo recogimiento de mi espíritu está en él. Búsquelo usted, amigo mío. Yo lo he releído tres veces con suma delectación


 

16 de febrero  
         Ayer se ha suicidado un pobre diablo. Y este pobre diablo que ha tenido la bellaquería de esperar los ochenta años para matarse, ha tenido también la relativa distinción de intoxicarse con morfina. Esta manera de matarse revela cierta serenidad en el suicida y yo creo que hay pocas cosas tan interesantes como un hombre que se suicida serena y tranquilamente. Pienso que, si Petronio hubiera tenido el acierto de abrirse las venas, sin mandato alguno, sería un hombre más admirable aún. Y que Nerón habría tenido un final brillante sin las irresoluciones y sin las cobardías que precedieron su muerte. El pistoletazo es vulgar.
          Y he dicho, amigo mío, que es una bellaquería matarse a los ochenta años, porque creo que cada suicida es un predestinado siempre y debe tener el buen tino de matarse con oportunidad. Yo no tengo aún seguridad de no ser un predestinado para el suicidio. Lo inquiero vivamente. Y deseo que, en caso de descubrirme suicida irremediable, sepa matarme en buen momento. Quien ha de suicidarse al fin y al cabo no debe esperar nunca los ochenta años, la miseria, la senilidad, el ocaso, la derrota, el reuma, el hambre, la laxitud y la ataxia. Es una cosa inexplicable. Por eso yo admiro tanto a José Asunción Silva y estoy a punto de admirar a Manuel Acuña, olvidándome de que ese su “Nocturno” que cantan voces criollas comienza diciendo “pues bien, yo necesito…”
          Creo que el mal del siglo es una extraña fatiga de la vida, una inexplicable neurosis, un vago e indefinible cansancio que muchas veces culmina en el suicidio. En una de las crónicas que más me placen de esa época de entusiasmo periodístico que yo recordara en mi primera epístola, a propósito de una serie de suicidios, hablé con honda impresión del tema. Y decía, cómo el hastío incurable de la vida, el afán de encontrar en brazos de la que no siempre sin traicionar nuestra sinceridad llamamos la Intrusa son los mismos invariablemente. Los suicidios se suceden día a día, escribiendo en sus trágicas estadísticas una amarga impresión de desengaño, desesperanza y lacería.
          El dolor de vivir invade los espíritus y despierta en ellos el deseo de buscar en la muerte la consolación ansiada. La miseria infinita que es la vida, aletarga todos los ideales, que son luz, alegría y optimismo y dibuja en los semblantes de los desengañados prematuros rictus de desolación y de tristeza. Y son la desolación y la tristeza que luego contemplan como fórmula de solución las cápsulas de plomo de un revólver, la dosis de estricnina o bicloruro o el remanso traidor de un río. Es el mal del siglo. El cansancio de la vida, la neurosis que hace abominar de cuanto rodea y que sume las almas en una lacerante melancolía. La amargura de Werther y Leopardi, que en el lírico italiano fue fuente de divina poesía y reflejó en poemas de infinito dolor la voluptuosidad de la tristeza.
          Yo que en veces me he sentido tocado de esos anhelos e inquietudes que sumergen los espíritus en un nirvana de ensueño y de dolor, puedo decir al lector que creo y temo esta hiperestesia de los corazones que los hace sangrar a cada amargura y a cada pena y arraiga lentamente en los cerebros la desesperación y el deseo vehemente y también voluptuoso de la muerte.
          Los cantos de optimismo y de vida se apagan prematura y cruelmente y pasa por las almas una onda de desesperanza y desaliento. La voz de Schopenhauer adoctrina. Y en la filosofía de casi todos los escritores actuales flota un acre sedimento de pesimismo, de desengaño y de tristeza.
          ¿Es la civilización que enferma las almas y las toca del letal anhelo de la muerte? El desencanto del progreso, la dura ley perenne de los poderosos, el clamor de miseria de los que sufren, cuanto deja en los espíritus la convicción de que la injusticia es una norma inexorable. Y la vorágine de esta vida febril que nos enferma, la electricidad que sensibiliza nuestros nervios gradualmente, el teléfono que genera muy lentos trastornos mentales, la mareante confusión de los automóviles que pasan raudos lastimándonos con el grito ululante de sus bocinas, todo va siendo germen fecundo de la neurastenia.
          El lector que lleve dentro ese poco de neurosis común, que en veces nos esclaviza y nos hace aburrirnos, displicentes y esplináticos, se preguntará acaso al final de esta divagación, seguida a través de tanta incoherencia y tanto yermo, si también en su camino acecha el mal del siglo. Pero otro lector, el feliz, el práctico, el utilitario, el gordo, sonreirá, seguro de su bienestar inalterable, y se recetará a sí mismo como un antídoto eficaz contra turbaciones y locuras extrañas un beefsteak jugoso y en sazón…


17 de febrero  
          El juez doctor Mercado es sin duda un enamorado de la notoriedad. Cultiva la pose criolla. Una pose que sabe a anticuchos, mazamorra morada, choclo, turrones de doña Pepa y “causa”. Gusta el doctor Mercado de las denuncias sensacionales. Y acaba de ocurrírsele una verdaderamente interesante, amigo mío. Hace algunos días se batieron a sable dos periodistas y se hirieron ambos. El doctor Mercado se ha escandalizado del hecho, ha estigmatizado a ese buen caballero chiflado que fue el Marqués de Cabriñana y ha iniciado un juicio contra duelistas y padrinos. El doctor Mercado ama la nota sensacional. Si hubiera nacido en el extranjero las revistas ilustradas publicarían interviews con su retrato y sus apuntes biográficos.
          Solo, amigo mío, que esta denuncia no pasará del período laborioso y soporífero de los sumarios. También aquella espeluznante tragedia de Ate anda en sumarios e instrucciones tenebrosas. En las cuales no hace luz la linterna de Diógenes del doctor Mercado, a quien preocupan más nuevas denuncias sensacionales. Todo esto es delicioso, amigo mío...
 
Juan Croniqueur

 

18 de febrero3  
          Yo lo envidio a usted, amigo mío. Usted, en esa aldea que es buena, apacible, sencilla, callada, triste y risueña, no sabe de los rigores extremos del verano sufrido en esta otra aldea grande, presumida, cursi, democrática, meliflua, incolora, anodina, tonta y esnob. Goza usted allá de una templada calma de serranía amable. Y tiene usted por refrigerio el zumo regalado de frescas frutas lozanas y frescos labios campesinos. E ignora usted la necesidad pertinaz de los helados y de los ice cream soda que aquí sorbemos nosotros entre compases de can can y two step, cadencias insoportables de vals vienés, trompetazos de automóviles que desfilan raudos e impertinentes, pregones de muchachos mugrientos y de viejas desharrapadas que venden periódicos de la tarde, chasquidos de fustas, rumores de gentes que discurren, ruidos de carruajes que pasan veloces o graves.
          Sintiendo las inclemencias de este verano, yo pienso a veces que detesto al sol y que me olvido de cómo es fecundante, hermoso, grande y glorial y se afirman mis líricas devociones por la noche. La noche es aristocrática. En ella se silencian las voces de los talleres y de las fábricas, callan los clamores de las sirenas prosaicas, cesa el bullicio destemplado y odioso de las carretas mercenarias y groseras. Los carruajes que pasan llevan prestigios de aventura galante o de pecado de amor. Otros no llevan más prestigio que el de una digestión burguesa, pero son los menos. La noche es comprensiva y piadosa. Tiene el amparo de su sombra para el placer y para el amor. La noche es buena y consoladora. Nada hay tan propicio y protector para llorar una pena como su penumbra y su sigilo. “La noche es compasiva, discreta y amorosa” dije yo en unos versos líricos en que palpitó toda mi unción, todo mi fervor por la infinita bondad de la luna.
          Pero decir mal del sol, porque castiga, quema y ofende y porque iguala a todos en la democracia plebeya del sudor, es injusto. No es posible diatribar así contra quien es paternal, todopoderoso y único. Mi invectiva va solo contra el verano procaz, aleve e inmisericorde. Amo la primavera que es suave, templada y plácida como caricia de mujer núbil y enamorada. Amo el invierno que es sombrío, doloroso y turbio. Las visiones de bruma me cautivan. Siento el encanto de las lluvias. Me sugestionan los paisajes de nieve. Tengo el alma un tanto escandinava, a pesar de mi prosapia criolla y de mi genealogía tropical. Y amo el otoño. Los árboles marchitos y enfermos me impresionan como almas desoladas, silentes y pensativas. Y el sol anaranjado y débil de esta estación, que se desmaya sobre los campos, con apasionamientos de amor impotente y senil, es hondamente grato a mi espíritu y a mi carne. Y las noches borrosas y frías tienen misteriosas comuniones conmigo. Nada importa que luego escriba:
     “Me he enfermado de bruma, de gris y de tristeza…”


 

          Hoy he visitado la exposición de cuadros del señor Franciscovich, argentino y pintor. He hallado muchas gentes observándola. Y he visto que muchos cuadros tenían al margen una cartulina que decía: “Adquirido por el señor…”. Este es un pintor para nuestro público, he pensado. Luego he adquirido la convicción de que estaba en lo cierto.
          El señor Franciscovich pinta “bonito”. Esta es opinión de una damita inteligente y es también la mía. El señor Franciscovich pinta pensando en el público y el comprador y, como dice Aguirre Morales, consulta probablemente razones de simetría de los salones burgueses donde mañana lucirán sus cuadros y hasta los aparea, vincula y cuida de que “hagan juego”, como las columnas de terracota, las macetas, los candelabros y las cortinas. Un criterio utilitario como cualquier otro, dirá el lector.
          La exposición del señor Franciscovich me ha hecho la misma impresión que me haría una galería fotográfica elegante, una colección de lacas, una vitrina llena de figulinas de Sevres.
          A mí me extraña mucho que el señor Franciscovich no pinte abanicos. Y me extraña mucho, entre otras razones, porque yo no concibo preciosistas que se dediquen a la interpretación de la naturaleza imponente y grandiosa. Concibo y gusto de los preciosistas pintando parterres aristócratas, escenas de Trianón, cosas triviales y exquisitas, pero no los concibo pintando los Andes majestuosos y epopéyicos ni los lagos de la puna solitaria. No entiendo ni gusto del arte melifluo. Y este concepto mío es igual en cuanto se relaciona a la pintura, como en cuanto se relaciona a la literatura y a la música. Para mí, Martínez Sierra y Franz Lehar son un literato y un músico insignificantes. No los tomo en cuenta.
          Yo no conozco los paisajes que ha retratado Franciscovich. Mi conocimiento de la naturaleza esta circunscrito a esta tierra y a fugaces excursiones por campiñas, playas y serranías más o menos cercanas. He vivido siempre en esta aldea con alma de champús, anticuchos y “picarones”. Pero no puedo creer que los Andes ni el lago Titicaca sean como el señor Franciscovich los pinta. Por mucho optimismo que sea el que le inspira al señor Franciscovich como paisajista, por muy Martínez Sierra que el señor Franciscovich se sienta, mistifica los Andes y el lago Titicaca. Yo los presiento muy distintos. Yo casi podría afirmar que sé que son distintos. No es posible creer que esa gran naturaleza andina puede ser interpretada con colorido de crema de confisserie o de helados pistaches.
          No quiero inquirir si el señor Franciscovich es un fabricante de cuadros bonitos o un optimista sincero para quien todo en la naturaleza es miel, sonrisa y dulzura. Me basta saber que pinta “bonito”, tan “bonito” que viendo sus cuadros se piensa inmediatamente en un regalo a la novia o en la falta que le hacía a uno un cuadro vistoso en tal o cual testera del salón o del escritorio. El señor Franciscovich, es indudablemente un pintor que sabe su oficio. Yo le auguro que ganará mucho dinero…


 

          Mi amiga y yo leímos ayer muchos versos de Rubén Darío, los que yo más amo, los que mejor me hicieron sentir el gran espíritu artístico de ese maravilloso y sortílego maestro de la rima. Los leímos a dúo a veces, diciendo yo y callando ella otras, sin mover ninguno de los dos los labios las más. Calladamente, religiosamente, devotamente. Igual hemos leído a Heine, a Bécquer, a Herrera y Reissig, a Sully, a Stechetti, a Verlaine, a todos los poetas ídolos míos. Y esta lectura reverente ha tenido sabor de rito y prestigio de misterio litúrgico. Ha sido un homenaje exquisito a la memoria del admirable liróforo…


 

          Sé que va a hacerse una velada en memoria de Rubén. Sé que van a prestar a esta iniciativa admirable el prestigio de su concurso nuestros más importantes literatos. Y pienso que va a ponerse el más noble paréntesis de poesía en nuestra pobre vida cotidiana. Los poetas son los genios más fecundos de la humanidad. Todas las grandes cosas, a las cuales ha dado después forma más o menos incierta el progreso y la ciencia, las concibieron y las soñaron ellos. Y Rubén Darío ha sido el gran poeta de la raza. Yo que quisiera que todos le reverencien y que es por tal motivo que abomino a ese criollo irrespetuoso y osado que se llama Emilio Bobadilla y que firma Fray Candil y a todos los mediocres que diatribaron contra él, anhelo que esta velada sea un homenaje casi religioso. Y que a las almas de nuestras mujeres versátiles y frívolas llegue el infinito lirismo de los versos del estupendo artista, y que esta comprensión absuelva el pecado de los espíritus bastos, groseros y vulgares que bostecen y se repitan que poesías y poetas son unas pobres cosas inútiles…


 

19 de febrero  
          No lea usted, amigo mío, el artículo de Evangelina sobre los cuadros de Roura de Oxandaberro. Si lo ha leído usted ya, olvídelo.


 

          Un consejo, a usted que es pintor, amigo mío, a usted que gusta de interpretar paisajes de la serranía: No pinte usted nunca cuadros pequeños. Hágalo todo vasto, grandazo. Mida el valor de un cuadro por el tamaño. Piense que vale menos el madrigal de Gutierre de Cetina “Ojos claros, serenos” que la oda de Quintana a Guttenberg. Tenga como primer concepto del mérito artístico el concepto de la magnitud visible. Así piensa Evangelina. Y Evangelina ha estado en Europa. Y ni usted ni yo hemos salido de este país, amigo mío…


 

20 de febrero  
          Hoy es domingo. Y como domingo es el más monótono, triste, incoloro, lánguido y aburrido de los días limeños. En las mañanas, el mismo desfile de las gentes que van a misa. Único instante plácido, dulce y pintoresco de la vida de la urbe los domingos. Desfile que como las mejores cosas de esta tierra tiene un dulce encanto místico y un dulce encanto pagano. Muchas veces usted y yo hemos visto pasar rostros gentiles enmarcados por la mantilla. Y hemos escuchado el comentario canalla y travieso de los corrillos. Y en las tardes, mucho sol, mucho calor, mucha monotonía. Todo propiciando el aburrimiento. Usted pintaría. Yo busco la regalada hospitalidad de un sofá y me fastidio. Ahora escribo.
          Y en esta tarde de domingo no hay siquiera toros, que es espectáculo al cual puede ir uno cuando siente necesidad de emborracharse de color, bullicio, grosería, algazara, sol, chicha morada y hálito de muchedumbre que jadea, se agita, vocifera, aplaude, silba, se ríe, suda, bebe pisco y come butifarras. De los toros, dijo José de Ingenieros que son la morfina de España. Es una gran verdad de Ingenieros. Yo antes me perecía por esta morfina. Coleccionaba Sol y Sombra, leía a “Don Modesto”, formaba una biblioteca taurina, sabía los colores de los toros, cuándo se llamaban calceteros, cuándo se llamaban caretos, cuándo se llamaban capirotes, cuándo se llamaban berrendos. Y hasta escribí revistas. Hoy, no desconozco lo que vale este espectáculo como emoción, color y armonía, pero me río de mis entusiasmos adolescentes de otros tiempos. Y pienso que los toros halagan muchos instantes bellos en que nos sale a flor de alma cuanto tenemos de bárbaros…
          La tarde transcurre anodina y triste. En mi ventana el sol fulge y quema. Yo estoy solo escribiendo para usted este epistolario que es también para el público que quiera leerlo. Llegan de la calle rumores de coches, automóviles, carretas y tranvías. Adivino horteras endomingados y gentes gruesas que caminan plácidas y sudorosas. Yo escribo de prisa, febrilmente, y la Underwood dice una isocronía que dialoga conmigo. La máquina y yo tenemos un coloquio locuaz…


 

          El guignol político está venido a menos. Ya casi lo tengo olvidado. En la fachada de este teatrito para niños de todas edades, podría ponerse un letrero que dijera: “Clausurado por la estación”. Nada pasa. En los palacios legislativos crecen telarañas. En el palacio gubernativo los ministros conferencian y los mecanógrafos llenan carillas. Los diputados provincianos, reacios a la nostalgia del terruño toman baños en La Punta y se ponen jipijapas. Los cronistas palatinos, los tradicionales cronistas palatinos, escriben todos los días la misma noticia: “Ayer el presidente recibió la visita del doctor X. El doctor X, conferenció con SE. dos horas”. El doctor X, le ha quitado el tiempo a SE., pienso yo. Y estoy seguro de no equivocarme.
          Porque así son las cosas en este país, amigo mío. Hay personas que tienen el monopolio de las conferencias con los presidentes. Y los presidentes son inaccesibles del todo a la visita de todas las pobres gentes que piden un poco de justicia o que quieren dejar oír su clamor.
          Yo le pregunto todos los días al infatigable reportero palatino de este diario, a ese clásico reportero que usted y yo conocemos y admiramos, qué pasa de nuevo, qué hay de cosas políticas. Y él todos los días me contesta casi lo mismo: “Hoy estuvo en palacio el señor Fulano”. Y el señor Fulano es casi siempre el doctor Osores, uno de los vicepresidentes de los constitucionales que todavía son partido, o el general Cáceres que es el jefe grande de los mismos constitucionales, u otro doctor que acabará también en presidente de partido u otro general que será o no jefe grande u otro señor que no es doctor ni general. O el señor García Irigoyen que fue alcalde, o el señor Criado y Tejada que puede serlo, o el señor Vivanco que ha abierto trochas.
          Entre tanto, amigo mío, el presidente acosado por los importunos y cotidianos visitantes necesita desatender los asuntos públicos, los pobres asuntos públicos, para escuchar día a día solicitaciones que seguramente lo abruman; y los infelices ciudadanos que realmente son acreedores a una audiencia presidencial que los repare de una injusticia o los liberte de un daño, permanecen alejados de la posibilidad de hacerse escuchar porque hay quienes asedian y sitian al mandatario.
      El guignol político padece también las consecuencias del veraneo. Los amables marionetes toman baños en las estaciones de moda o se duchan en sus casitas de cartón o se divierten en Huacachina. Mientras, los que somos todavía niños e ingenuos, los extrañamos y sentimos la nostalgia de la tragedia que siempre acaba en sainete y del sainete que nunca acaba en tragedia…

JUAN CRONIQUEUR

 

22 de febrero4  
          Yo siento que sería mayor mi devoción por la dulce y cristiana bondad del Evangelio, si al santo precepto de “Amaos los unos a los otros” se juntase otro que dijese así: “Amad a los árboles”. No estoy seguro, amigo mío, de que las gentes de esta tierra a quienes tanto seducen tedeums, réquiems, misas de gallo, panegíricos, procesiones,rosarios y todos los múltiples y suntuosos faustos de la liturgia católica, apostólica y romana, tengan la virtud de comprender, sentir y amar las risueñas, mansas y buenas pragmáticas del Evangelio, más calculo que, en el caso de comprenderlas, sentirlas y amarlas, habría tenido gran eficacia en la orientación espiritual de estas gentes el precepto que lamento no esté escrito. Es cierto también que no influye mucho en ellas la recomendación de Jesús de “Amaos los unos a los otros”, porque precisamente viven odiándose, chismeándose, arañándose y maldiciendo las unas de las otras, pero como son hipócritas, astutas, sigilosas y comediantes se fingen humildes y obedientes a tal recomendación. Del mismo modo, si el Evangelio dijera “amad a los árboles”, las gentes de esta tierra simularían también tal amor, por mucho que la basteza y grosería espiritual de la mayor parte hiciese cínica e irrisoria la simulación.
          Tampoco las leyes —que están destinadas a perseguir que los hombres sean menos pillos, alevosos, felones, perversos, zafios y bárbaros de lo que son en el fondo— tienen disposiciones eficaces que garanticen respeto y amor a los árboles que son cosas tan respetables y amables. Los hombres que las hicieron no se distinguían por su sentimentalismo y pensaron sin duda en que más pena merecía un abigeato que una tala.
          Y es por eso, que aquí somos muy pocos los que de vez en vez tenemos el lirismo de hacer de predicadores en el desierto y loar la belleza, excelsitud y grandeza de los árboles para quienes hay tanta irreverencia y tanto ultrajante desdén. Hace más de un año que sentí una de mis más vehementes indignaciones ante el espectáculo de una tala cruel y estúpida. Y llené hasta dos columnas de este diario exaltando el culto de los árboles e invitando ingenuamente a las gentes a amarlos y defenderlos. Me dijeron entonces casi todos que mi artículo era de un romanticismo infantil. El autor de las talas vino a esta imprenta con la impertinente pretensión de que se la justificase. Y adujo razones de alta trascendencia industrial en defensa de su conducta. Yo quedé en derrota y mis dos columnas de La Prensa fueron solo una sentimental elegía de los pobres árboles derribados.
          Después he escrito algunas veces más condenando talas o estigmatizando descuidos. Y han seguido mucha devastación es y muchos atentados que me han hecho adquirir la convicción de que aquí muy pocos son los que conocen cuánto vale un árbol, mucho menos los que saben reverenciarlo y apenas existen quienes son capaces de sentir lo que él sugiere.
          El amigo intonso y vano con quien acabamos de cambiar un saludo en la calle, prefiere seguramente las petulantes palmeras de un parque a los sauces pensativos con los cuales tantas íntimas y plácidas comprensiones hemos tenido usted y yo. El literato arribista que lee todavía a Martínez Sierra y celébralas mordacidades de Emilio Bobadilla, y que dentro de una hora se sentará frente a nosotros en cualquiera confitería elegante, ignora la honda poesía de los tristes robles que cantan los dulces versos de Eguren. El melifluo pintor Franciscovich desconoce probablemente la contemplación mística de solitarios y sombríos árboles que se yerguen como fantasmas en la desolada noche del páramo. El burgués gordo y pagado de su suerte que nos para en el foyer de un teatro y nos trata con una confianza que nunca le concedimos, sabe solo que los árboles son buenos cuando de ellos se puede sacar lúcumas, chirimoyas, plátanos o manzanas. El industrial que tiene cuenta corriente en el banco y fuma puros habanos, ofrecía únicamente la buena cotización que tiene la madera en el mercado. La gran dama maravillosamente elegante y gentil que ha pasado en automóvil hace un rato, conoce apenas que su ropero está hecho de “cedro” y que “el cedro se saca de un árbol”. La huachafita que se apresta para los carnavales y muele almidón y pica papeles de cometa, reiría de los líricos fervores de usted y yo ante un ciprés grato y viejo. Anita España, la linda bailarina de los grandes ojos profundos y de los dulces labios pintados, no ha presentido aún los secretos del alma misteriosa de los pinos jóvenes, ni la coquetería cimbreante de las palmas reales. Nuestros sutiles atisbos en estas cosas extrañas y hermosas, suscitarían su hilaridad en la sombra de los bastidores.
          Y así ocurre con la mayoría de las gentes que tienen para tan hondas y exquisitas fruiciones espirituales, insolentes sonrisas. Quizá si el lector que en estos momentos lee este epistolario tiene un rictus de sorpresa y desdén ante la banalidad del tema.
          Yo, amigo mío, tengo la religión de estas cosas y nunca me sorprenderá usted en apostasía. Hoy he ido al Convento de los Descalzos, en pos de un instante de apacibilidad, calma, misticismo y dulzura. Lo he hallado. El sol que en la ciudad es inclemente, ultrajante, riguroso y despiadado encendía el follaje de una fronda que era mi dosel. Un árbol grande, bueno, amigo, me daba hospitalidad protectora y amante. Y bajo su abrigo me adormía el son de las campanas que jadeaban en la torre mística…


 

23 de febrero  
          He leído en un periódico de Montevideo que el gran poeta Gabriel D’Annunzio ha sido excomulgado. Y el mismo periódico agrega la acertada observación de que era el único de los atributos de la celebridad que a Gabriel D’Annunzio le faltaba.
          Porque D’Annunzio ha sido siempre un maravilloso cultor del gesto. Ha poseído en todo instante un sentido único de la armonía y originalidad de la actitud y ha sido el solo artífice del ritmo de su vida. Esto es admirable.
          José Santos Chocano, que nos sorprende y 5 de D’Annunzio su anhelo de “hacer de su vida su mejor obra de arte”. Y Gabriel D’Annunzio, es el orfebre de su propia historia. Ególatra majestuoso que rimó antes que nada la exquisita eufonía de su nombre de hoy, sustituto de la pedestre, prosaica y detestable vulgaridad del que constara en su fe de bautismo.
          Cuando culminó su gloria literaria, Gabriel D’Annunzio advirtió su resolución de suicidarse, de manera original. No podía alcanzar más excelsitud en la novela, en el verso ni en el drama. No podía superarse. E hizo teatro ante la enorme cantidad de intonsos, fatuos, locos, cuerdos y bárbaros que pueblan el globo. Pero la guerra vino en su auxilio. Y el estupendo artista de la posse única se irguió épicamente. Sus cantos tuvieron sonoridades desconocidas y ritmos maravillosos. El pensamiento nuevo y la frase rebelde se crisolizaron en la gloriosa armonía de poemas vibrantes. Y la censura católica, apostólica y romana lo condena al Index. Gabriel D’Annunzio habría sufrido inauditamente si hubiera muerto sin que sobre las páginas de su arte profano la iglesia no hubiera escrito esta excomunión…


 

          Hoy he leído en los diarios que está entre nosotros Santos Dumont. El gran aviador, pontífice de esta religión del espacio, maestro de esta ciencia maravillosa, vive hoy en esta aldea, pasea en nuestros automóviles de punto y en nuestros coches plebeyos y sucios, toma whiskys y helados en el Palais Concert, come en nuestros restaurants, compra flores en el jirón central, lee estas hojas rotativas, recorre el Paseo Colón igual que una huachafita, conversa con el Conde de Lemos y Ladislao Felipe Meza, prueba la mazamorra morada, repudia la chicha de jora, evoca la memoria de Jorge Chávez, se asombra ante “Diablo Músico”, le compra un cancionero a “Pan Frío”, duerme en el Hotel Maury, trata a Visconti y hace una serie de cosas vulgarísimas, las mismas que aquí hacemos casi todos con alguna frecuencia. Probablemente visita también la exposición de cuadros del señor Franciscovich.
          Infantilmente nos preguntamos algunos si vale la pena llegar a tanta celebridad para vivir uno o dos días en Lima, exactamente como los viviría un torero turista o una tonadillera de paso entre nosotros. Luego me digo que es ingenuo este género de divagaciones y que la vida iguala en estas vulgaridades a Maeterlinck con un agente viajero que vende pañuelos y calcetines de algodón. Es la venganza de la vida contra los genios. Cabe reflexionar si no es una tontería llegar a genio. El Conde de Lemos pensaría que no.
          Mirando a este grande hombre, que es chico de estatura, desmedrado de carnes, exiguo de pelos, exhausto de juventud, que camina, suda y respira hoy entre nosotros, viene a la mente toda la evocación de la bizarra y gloriosa época en que visionarios geniales tuvieron el empeño, que entonces pareció loco, de renovar la hazaña de Ícaro, pero no con las condiciones de un milagro o de una osadía extrema, sino con las seguridades y normalidades de un hecho sujeto a leyes mecánicas y a principios matemáticos. Gran sorpresa el día que Santos Dumont— el mismo que se pasea hoy por Lima—, logró ascender unos pocos metros en un aeroplano incipiente e imperfectísimo. Mayor sorpresa aún el día en que logró el primer recorrido importante y extenso. Más estupenda sorpresa cuando él y otros precursores de los Pegoud y de los Garrós tuvieron la audacia inverosímil de conquistar el señorío de los aires. Después, ha sido una serie de progresos vertiginosos. La travesía de los Alpes, los maravillosos récords de altura, looping the loop, las más inverosímiles acrobacias se han sucedido.
          Los hombres que se enamoran del vértigo azul del espacio se cuentan por millares. Asomarse al infinito es ya vulgar. Yo he volado con Figueroa y han sido las de este vuelo unas de las más interesantes sensaciones de mi vida. Las conté a las gentes que leen los periódicos en dos columnas de prosa impresionista, pero no estoy seguro si fijé regularmente en ellas esas sensaciones admirables. Solo he tenido una sensación más emocionante: la del aplauso.
          Y yo amo por eso esta ciencia estupenda, a la cual debo haberme sentido por varios minutos en la ruta de Ícaro y haberme sentido acariciado más cerca que otros hombres por el beso milagroso del sol…


 

21 de febrero  
          Hace pocos días le dije a usted, amigo mío, algunas impresiones acerca de la exposición del señor Franciscovich. No tenían la menor pretensión crítica ni ningún dejo académico. Escribí sencillamente, como conviene en este epistolario que no lleva dentro una tribuna desde la cual pretenda yo hablar ex cathedra. Y le dije tan solo lo que me parecía a mí el señor Franciscovich, su exposición, sus pinturas, sus coloridos. Si mal no recuerdo le expresé que el señor Franciscovich sabía su oficio.
          Como usted comprende amigo mío, todas estas observaciones no envolvían malevolencia alguna contra el señor Franciscovich, de quien creo que personalmente es simpático y agradable. Pero no lo han entendido así algunos escritores y en dos diarios han aparecido artículos en los cuales se refieren a los que “hemos criticado al señor Franciscovich”. Los que “hemos criticado al Sr. Franciscovich” somos el Sr. Augusto Aguirre Morales y yo. Y porque ambos con alguna semejanza de conceptos, la que permite la diferencia evidente en la índole de nuestros artículos, dijimos que el señor Franciscovich tenía visible orientación mercantilista, se nos dice que hemos sostenido que el señor Franciscovich no debía vender sus cuadros. Aquí, como usted sabe, para rebatir una opinión hay que desvirtuarla y falsearla. Todos tenemos habilidad de tinterillos, de sofistas y de mistificadores. Deberíamos servimos de estas energías en forma más utilitaria y más a tono con la época y hacer del país un enorme establecimiento industrial donde se adulterase el Agua de Kananga y se falsificase la crema Nugget.
          Uno de los artículos que contesta nuestras apreciaciones tiene cierta entonación filosófica, cierto dejo paternal, cierta grave y sesuda autoridad, cierto empeño de demostrarle al señor Franciscovich que todos cuantos no le hemos dicho que es un gran pintor o hemos osado discutir su arte somos unos bellacos; y a la verdad leyéndole cualquiera se imagina que al pie de las líneas finales la firma del más excelso crítico es inevitable. “No les haga usted caso, amigo Franciscovich a estos jóvenes engreídos. Ya nuestras opiniones lo han consagrado. Váyase tranquilo y ufano”. Ni más ni menos. Yo me he reído mucho, amigo mío. Si usted hubiera estado acá nos habríamos reído juntos. Y yo siento que he disfrutado solo, con avaricia, con egoísmo, de un instante de risa y de esparcimiento que también merecía usted, amigo mío.

JUAN CRONIQUEUR

 

26 de febrero6  
          Lea usted la crónica de policía. En ella se cuentan los episodios cotidianos de la vida de las gentes humildes. Son episodios vulgares ínfimos y necios, grotescos muchas veces. Pero se esconde y divulga a veces tras ellos una historia sentimental, un drama inquietante o una arlequinada en la que vibran en un solo sonido la carcajada y el llanto. Los cronistas que las escriben tienen para todo dolor una indiferencia insolente y no saben de sentimentalismos. Son egoístas, y ante un hombre asesinado no los deja ser piadosos y sensibles un segundo siquiera la preocupación de la pista del crimen o los antecedentes del “occiso”. En el fondo son, sin duda, buenas gentes como los policías, los médicos, los carceleros y los enterradores.
          Hoy las crónicas de policía cuentan un suceso hondamente doloroso y cruel. Dos pobres mozos de hotel se han envenenado. Eran hombres sencillos, vulgares, buenos. Y pues eran buenos, eran también pobres diablos. Quién sabe cuándo vinieron de sus tierras lejanas y rústicas. Quién sabe cuándo disfrazaron su natural zafio y primitivo con el tímido embozo de civilización de los campesinos que empiezan a tratar hombres pulcros y mujeres elegantes. Quién sabe cuántas ambiciones les trajeron a la ciudad grande, tentadora, prosaica, monótona. Quién sabe cuál fue la mala hora en que renegaron de la calma apacible del terruño, de la rústica vianda, del lecho miserable, de la casucha aldeana y obedecieron la tentación de hacerse gentes civilizadas y regalonas. Quién sabe si los sedujo e ilusionó el medio desconocido. Un día, en el hotel frecuentado por aristócratas, turistas, agentes viajeros, damas arrogantes, cómicas de moda, bailarinas y diputados, probaron el pâté y olvidaron el charqui. Y así gustaron de las pastas melifluas, de las viandas triviales y de los refrescos delectantes. Reconocieron la superioridad del ice cream soda sobre la chicha de jora y el huarapo.
          Y así vivían, ignorados, modestos, insignificantes. Sus esperanzas de cada día eran la propina del nuevo huésped o la sonrisa de amor de una maritornes nodriza o fregona. Y talvez algún día la dama elegante, plácida, voluptuosa que vestía con gasas sutiles, encajes inverosímiles, sedas mimosas o pieles acariciadoras y que ponía en la estancia del hotel el paréntesis luminoso de su paso, dejó en sus almas y en sus carnes una desconocida impresión de malestar y de placer. A hurtadillas palparían la tibieza perfumada del lecho recién abandonado por las carnes tentadoras, mórbidas y lechosas.
          Ayer, los burgueses del hotel habían almorzado ya. Los pobres mozos, satisfechos, tranquilos, se sentaron a reparar fatigas y apetito con un almuerzo en el cual habían cuidado que no faltasen viandas y cosas con que antes se habían regalado los burgueses. Y, asimilados a la costumbre de estas gentes, bebieron cerveza durante su almuerzo. Poco rato después estaban envenenados. Uno de ellos moría. El otro agonizaba.
          Pobres gentes. Yo he sentido hondísimas consternaciones ante este episodio doloroso y vulgar. Y he pensado en que acaso no vale la pena renegar del terruño apacible, de la rústica vianda, del lecho miserable, de la casucha aldeana, del “ulluco” indígena y de la chicha de jora para encontrar la intoxicación en un vaso de cerveza rubia y traidora como una mujer. La festiva cerveza que dijo Cedilla a de Queiroz…


 

          Hoy no he leído solo la crónica de policía. He leído también las “Notas de Arte” del señor Teófilo Castillo. El señor Teófilo Castillo, como usted sabe, es pintor. Pero le conocemos más artículos que cuadros. Es prolífico y deplorable crítico de arte.
          Ascanio, el Conde de Lemos y yo, hablamos con elogio del pintor catalán Roura de Oxandaberro, que tiene indudablemente altísimo temperamento artístico y contra quien guarda venenosa animadversión el señor Teófilo Castillo. Y, como entre nosotros no es posible escribir sobre un tema cualquiera sin zaherir o molestar a quienes mal queremos, el señor Teófilo Castillo comienza sus “Notas de Arte” con estas líneas:
          “Mientras hay aquí quienes ocupan el tiempo descubriendo genios y portentos a cada paso, hasta en jovenzuelos pintores que caen del extranjero trayendo sus modestos ensayos, haciéndoles todavía el especial homenaje de exhumar para su decoratismo sendas enciclopedias de arte, incluso el viejo recetario decadentista de los primeros tiempos rubendarianos…”
      Yo me he quedado estupefacto. Y no he podido menos que copiar este párrafo del señor Castillo para que me diga usted si ha leído algo más vacuo, anodino y necio. ¿A qué llamará el señor Teófilo Castillo el viejo recetario decadentista de los primeros días rubendarianos? Propongo una encuesta.
          Luego, el señor Castillo dice que mientras estas gentes pierden así el tiempo, él va a revelar los méritos de un artista limeño que seguramente muy pocas de ellas conocen. Y el señor Castillo revela enseguida, bajo su palabra de honor, al gran artista Alberto Lynch. Y nos cuenta que ha ganado muchos premios y honores, que es hors concours y que gusta para sus cuadros de las siluetas y las escenas aristocráticas. Como usted comprenderá, estas cosas las ignorábamos todos los pobrecitos que aquí esperamos que el señor Castillo nos ilustre de raro en raro, aunque sea en mal estilo y discutible gramática. Ya sabemos que existe un pintor peruano que se llama Alberto Lynch…
          Todo esto es singularmente cómico, amigo mío. Hay para reírse horas enteras y para olvidarse de que vivimos en Lima, de que nos rodean almas burguesas y almas coronguinas, de que se ha glorificado al señor Franciscovich, de que ha muerto Rubén Darío y de tantas otras certidumbres. Usted y el amigo que pasa por la esquina podrían decirle al señor Teófilo Castillo que todas las gentes a quienes alude conocen a Lynch y saben de él mucho más de lo que sus notas de arte cuentan.
          ¿Por qué no revela también el señor Castillo a Baca Flor? Sería recomendable.
          Pero el señor Castillo no puede limitarse a hablar deleznable e insignificantemente del eminente pintor. Tiene también que citar cosas y nombres de literatura y es, sobre todo, entonces cuando hace falta ser pacientísimo y sufrido para no indignarse. Dice, por ejemplo, que Musset y Herrera y Reissig eran de los artistas que necesitan sentir hambre, gemir y apestar. Los incorpora entre los literatos astrosos, mugrientos y mal olientes. Es delicioso, amigo mío. Usted seguramente sabe que Musset era un tipo de bohemio elegante, pulcro y gentil, un romántico buen mozo, bizarro, arrogante, distinguido, afortunado en el amor. Sabe usted también seguramente que Herrera y Reissig era un poeta aristocrático, exquisito, que odió las democracias, la plebe, la multitud y el vulgo. Fue caballero de grande prosa pia, limpio abolengo y eminente antepasado. En sus últimos años se encerró en una verdadera torre de marfil, entregado al placer de sus sueños y su morfina. El señor Teófilo Castillo, omnisciente y árbitro, llama, sin embargo, sucios y astrosos a ambos literatos. Más aún, dice que Galdós y Rusiñol son burgueses, faustuosos, sibaritas. ¡Rusiñol sibarita! También sabíamos nosotros que Rusiñol es solo un bohemio. Un buen bohemio que ama el pueblo, la aventura y la sencillez. Y en cuanto a Galdós, detalles de su vida y de su intimidad son muy conocidos. Nadie ignora que el ilustre viejo tiene que recurrir aún a su pluma para no sufrir la miseria y que no hace mucho se reclamó el óbolo público a su favor. A las exigencias de la vida se debe que Galdós, que es demócrata y humilde, haya escrito, octogenario y caduco, Celia en los infiernos que es un drama ingenuo, pobre y mediocrísimo.
      No escriba el señor Teófilo Castillo. Pinte más bien. Es ya concederle algo.


 

27 de febrero  
          Hoy ha sido alegre, hermoso, jocundo y cálido el día El sol ha tenido no obstante ciertas discretas templanzas. En la tarde he ido a toros. Recordará usted, amigo mío, que en epístola anterior le dije cómo a mi juicio ir a los toros es ir a embriagarse de sol, color, bullicio, chicha morada, algarabía, emoción y hálito de gente que chilla, jadea, maldice, ríe, suda, bebe pisco y come butifarras. Y que le dije también cómo otrora—muy poco hace—fui vehemente aficionado a toros, coleccioné Sol y Sombra, aprendí tauromaquia y escribí revistas. Luego se han atemperado mis entusiasmos adolescentes y hoy los toros me placen con muchas restricciones y tan solo en ciertos estados de ánimo.
          He asistido a la corrida desde un gran palco que me mantenía aislado de las gentes que en los tendidos se apiñan, aplauden y vociferan. Delante de mí estaban las gentiles manolas que prestaron a la fiesta el prestigio de su donaire y de su gracia. Josefina López, la de la silueta gentil, los elocuentes ojos negros, la albura máxima e incomparable. Elvira López, la de los labios únicos y los profundos ojos traviesos e inquietantes. Paquita Molina, la de la belleza exquisita que yo recuerdo haber hallado alguna vez en la más rara y sugestiva ilustración de Penagos. Anita España, la bailarina grácil y armoniosa, de la sonrisa dulce y pícara, los ensoñadores ojos andaluces y la boca breve y bella, donde rima una sinfonía de juventud y de carmín. Todas tenían los rostros majos enmarcados por la blanca mantilla de encaje. Solo Anita España se singularizaba con una mantilla negra cuyas mallas y nudos hacían pensar en maravillosos caprichos de arácnidos visionarios.
          Y en la plaza toda triunfaba el prestigio de este grupo goyesco y gentil, hacia el cual convergían heliotrópicamente miradas, deseos, sonrisas, vítores, saludos, ensoñaciones, requiebros y brindis de toreros ansiosos de ganar un dulce aplauso de blancas manos enguantadas a cambio de una gallardía, un arrojo o una locura. Gallardía, arrojo o locura que serían quizá un fugaz coloquio con el misterio y la muerte…


 

28 de febrero  
          Recibo frecuentemente anónimos. Algunos son interesantes; los más, intonsos y necios. Hoy he recibido dos. Uno de ellos me ha intrigado. Lo suscribe Ruth y en él palpita un amable y simpático espíritu femenino. La energía de la letra no atenúa en lo menor la exquisita ingenuidad que tras de cada frase asoma. Yo he escrito para Ruth las siguientes líneas:
          “A Ruth:
          “He leído con mucho interés su carta. Y la he releído con más interés acaso. Deseo que tenga usted la gentileza de pedir una carta mía en el correo. El Conde de Lemos, de quien me habla usted también, me ha confiado que le ha escrito al correo, respondiendo otra inquietante carta suya. Soy ya su amigo”.
      Y he guardado con cariño esta amable cana de mujer, que tan poco se parece a los muchos anónimos en que gentes ignoradas me aconsejan, insultan, elogian, zahieren o discuten…


 

          ¿Cuál poeta de la lengua española ocupará el puesto de Rubén Darío? ¿Se ha hecho usted ya esta pregunta? Es interesante. No se refiere a quien remplazará al admirable nicaragüense en el puesto de primer poeta de la lengua, que tal le creo. Se refiere a quién lo reemplazará dentro de su tendencia artística, en su trono dinástico de maravilloso orfebre, de mago de los nuevos ritmos, de artífice delicado y sutil. Quién será el artista que exhiba los atributos de su ciencia glíptica.
          Y a la verdad que, a mi juicio, no se encuentra en América, ni en España mucho menos, quién será el sustituto de Rubén Darío. Queda en el espíritu la persuasión definitiva de que el gran poeta fue único. Francisco Villaespesa no puede regir el imperio de un arte nuevo ni de originales cánones artísticos. Es primitivo, español y vulgar en la investigación y en el concepto. Sus normas literarias pudieron determinar influencia en mediocres e incipientes orientaciones hace diez años. Hoy no. Juan Ramón Jiménez es solo un dulce, sincero y delicado lírico que canta sus penas, sus ensueños y sus inquietudes que no son muy complejas ni muy hondas. Antonio y Manuel Machado han puesto marca de chulería, pandereta, mantón de manila, cantar flamenco y majeza española en casi toda su obra. Salvador Rueda es un colorista intuitivo que vive dentro del capullo de sus ficciones un sueño y una embriaguez de gusano de seda. Emilio Carrere, que ostenta uno de los más originales y sugestivos temperamentos, está muy lejos de la tierra de promisión donde dejó sus huellas el liróforo de Azul.
          Si recorremos los nombres y las tendencias de todos los máximos poetas de América entre los cuales hay personalidades más excelsas que las de España, tampoco advertimos al poeta que pueda sustituir a Rubén Darío.
          Rubén Darío ha muerto. Y las voces que han dicho su muerte con hondo recogimiento no saben vibrar proclamando la coronación del artífice nuevo. Hay un trono vacante. Y hay una dinastía que acaso principia y concluye en el genial americano, cuyo lírico clarín tuvo la virtud de hacer muchos corifantes, pajes, eunucos y chambelanes, pero no la de hacer un solo príncipe heredero…

JUAN CRONIQUEUR

Referencias


  1. Publicado en La Prensa, Lima, 13 de febrero de 1916. ↩︎

  2. Publicado en La Prensa, Lima, 18 de febrero de 1916. Y en Invitación a la vida heroica, antología seleccionada por Alberto Flores Galindo y Ricardo Portocarrero Grados, Lima, 1989, pp. 57-62. ↩︎

  3. Publicado en La Prensa, Lima, 21 de febrero de 1916. Los párrafos iniciales aparecen bajo el título de “El verano y otras estaciones”, en las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús (Lima, 1985), pp. 150-151). ↩︎

  4. Publicado en La Prensa, Lima, 25 de febrero de 1916. ↩︎

  5.  Falta por lo menos una línea en la columna del periódico (Nota de los Editores). ↩︎

  6. Publicado en La Prensa, Lima, 29 de febrero de 1916. ↩︎