1.7. El poeta Martínez Luján
- José Carlos Mariátegui
Su vida, su humorismo y sus excentricidades.1
HOY SE HARA UNA FIESTA EN SU HONOR
No es el personaje de esta rara interview un diplomático atildado y sagaz, no es un turista políglota y observador, no es un conferencista trashumante y locuaz, no es un político reticente y ambiguo, no es un torero de la dinastía de los fenómenos, no es un detective, no es un negociante, no es un millonario, no es una actriz. A estas gentes me acerco con hurañez y sin amor. El personaje de esta interview es apenas un gran poeta peruano.
Y este gran poeta no vive en París ni en Madrid, ni especula en Buenos Aires ni peregrina a New York, que no le hizo aventurero ni mercader su destino. Este poeta vive entre nosotros, sueña entre nosotros, canta entre nosotros y se queja entre nosotros.
Acaso es la primera vez que le hacen a Domingo Martínez Luján una interview. Martínez Luján no vino al mundo para la celebridad ampulosa e impresionante de los rotativos. No vino al mundo para la pose. No vino al mundo para la fotografía ni para la caricatura. Es popular. Pero su popularidad es una popularidad baudeleriana, de bajo fondo, de humilde barrio y de oscuro figón.
Pasa por la historia literaria del Perú sin el éxito y sin la reclame, atenido solo a la fuerza y a la arrogancia de su espíritu y de su genio.
Y pues no ha tenido ni tiene voluntad, pues ha sido arbitrario y misántropo, pues se olvidó de sí mismo, pues tiene un alma romántica de rezagado, pues careció de aptitud para abrirse camino a latigazos en la feria vertiginosa de la vida de este siglo intenso. Martínez Luján se esconde en la sombra de su bohemia triste y azarosa que es como una diabólica madrina del fracaso.
Martínez Luján es siempre un poeta. Vive como un poeta. Habla como un poeta. Siente como un poeta. Martínez Luján tiene la malaventura de ignorar que un poeta debe sentirse tal a la hora en que escribe sus versos, mas no a la hora en que trata su precio.
Es lírico, es arrogante, es orgulloso, es original y es altivo. Se ríe de las cosas con un humorismo que estremece. Es dueño de una ironía aguzada y sutil. Pero jamás hace un chiste.
Ama y cultiva el gesto desconcertante e imprevisto. Posee la más extravagante y refinada filosofía del insulto. Cuando todos lo esperan maligno y atrevido, aparece humilde y triste. Y cuando todos lo esperan manso y silencioso, aparece mordaz e insolente. Manifiesta una perspicacia acendrada para descubrir a la clase de gente que trata por vez primera y muchas veces después de una presentación ha tenido esta pregunta para el presentado:
—¿A qué ha venido usted al mundo?
Y nada le pinta tan bien como unos ignorados versos suyos, que muy pocos conocemos, y en los que dice lleno de énfasis y de verdad que fue “un Quijote verbal sin aventuras” y que “por cintarazos repartió lisuras”.
La frase “un Quijote verbal sin aventuras”, admirable de exactitud y de justeza, grande de sonoridad en la eufónica gracia del endecasílabo, es en los labios de Martínez Luján una mueca, una sonrisa, un grito, un apóstrofe, una queja, una burla, una congoja, un orgullo, una alegría y una pena.
La conversación. — Martínez Luján
me habla con el corazón en la mano.
No es el personaje de esta rara interview un diplomático atildado y sagaz, no es un turista políglota y observador, no es un conferencista trashumante y locuaz, no es un político reticente y ambiguo, no es un torero de la dinastía de los fenómenos, no es un detective, no es un negociante, no es un millonario, no es una actriz. A estas gentes me acerco con hurañez y sin amor. El personaje de esta interview es apenas un gran poeta peruano.
Y este gran poeta no vive en París ni en Madrid, ni especula en Buenos Aires ni peregrina a New York, que no le hizo aventurero ni mercader su destino. Este poeta vive entre nosotros, sueña entre nosotros, canta entre nosotros y se queja entre nosotros.
Acaso es la primera vez que le hacen a Domingo Martínez Luján una interview. Martínez Luján no vino al mundo para la celebridad ampulosa e impresionante de los rotativos. No vino al mundo para la pose. No vino al mundo para la fotografía ni para la caricatura. Es popular. Pero su popularidad es una popularidad baudeleriana, de bajo fondo, de humilde barrio y de oscuro figón.
Pasa por la historia literaria del Perú sin el éxito y sin la reclame, atenido solo a la fuerza y a la arrogancia de su espíritu y de su genio.
Y pues no ha tenido ni tiene voluntad, pues ha sido arbitrario y misántropo, pues se olvidó de sí mismo, pues tiene un alma romántica de rezagado, pues careció de aptitud para abrirse camino a latigazos en la feria vertiginosa de la vida de este siglo intenso. Martínez Luján se esconde en la sombra de su bohemia triste y azarosa que es como una diabólica madrina del fracaso.
Martínez Luján es siempre un poeta. Vive como un poeta. Habla como un poeta. Siente como un poeta. Martínez Luján tiene la malaventura de ignorar que un poeta debe sentirse tal a la hora en que escribe sus versos, mas no a la hora en que trata su precio.
Es lírico, es arrogante, es orgulloso, es original y es altivo. Se ríe de las cosas con un humorismo que estremece. Es dueño de una ironía aguzada y sutil. Pero jamás hace un chiste.
Ama y cultiva el gesto desconcertante e imprevisto. Posee la más extravagante y refinada filosofía del insulto. Cuando todos lo esperan maligno y atrevido, aparece humilde y triste. Y cuando todos lo esperan manso y silencioso, aparece mordaz e insolente. Manifiesta una perspicacia acendrada para descubrir a la clase de gente que trata por vez primera y muchas veces después de una presentación ha tenido esta pregunta para el presentado:
—¿A qué ha venido usted al mundo?
Y nada le pinta tan bien como unos ignorados versos suyos, que muy pocos conocemos, y en los que dice lleno de énfasis y de verdad que fue “un Quijote verbal sin aventuras” y que “por cintarazos repartió lisuras”.
La frase “un Quijote verbal sin aventuras”, admirable de exactitud y de justeza, grande de sonoridad en la eufónica gracia del endecasílabo, es en los labios de Martínez Luján una mueca, una sonrisa, un grito, un apóstrofe, una queja, una burla, una congoja, un orgullo, una alegría y una pena.
La conversación. — Martínez Luján
me habla con el corazón en la mano.
A las dos de la mañana he tenido esta conversación con Martínez Luján. Yo no podré asegurar que Martínez Luján me quiere, ni podré tampoco asegurar que me admira, pero sí que conmigo ha tenido frecuentemente espontaneidad, sinceridad, emoción y grandeza en la confidencia. No sé por qué este poeta huraño, que esquiva siempre el comentario transcendental con los demás y que con los demás es siempre humorista y burlón, ha confiado frecuentemente en mi comprensión y en mi entendimiento.
Martínez Luján ha comenzado a responderme así:
—Nací servido por criados blancos. Mi niñez tuvo amor y regalo. Me eduqué en un colegio y no me di cuenta de la vida. Estuve siempre bien vestido y mejor mimado. Mi madre era pobre, pero tenía ese empeño que suelen tener las madres de que sus hijos no sientan la pobreza. Y así mientras mi madre se sacrificaba por mí, yo que no me podía dar cuenta de estas cosas tenía traje limpio, solícito cuidado y libros nuevos. Mi niñez no tuvo importancia.
Y Martínez Luján ha continuado de esta manera:
—A los 17 años me di cuenta de la vida. Y me di cuenta de la vida porque estaba enamorado. Amaba a una ahijada de mi madre. Y me la robé. Los dos vivimos furtiva y angustiosamente. Nos moríamos de hambre, de poesía y de besos como dice Leopoldo Lugones. Yo tuve que buscar una colocación en la casa de negocios del señor Dyer. Me pagaban sesenta soles. Pero un niño de la casa tocaba horriblemente el violín y yo tenía que oírlo todo el día. Mi amada y yo vivíamos en Maravillas. Y yo le daba un sol diario a la portera de nuestra casa para que nos sirviese que comer.
—¿Y cuándo comenzó usted a escribir? —he interrumpido.
—En la época que le estoy evocando. Hice muchos versos de los cuales no me sé acordar. Más tarde comencé a escribir en prosa. Pero no firmaba mis artículos. Les ponía un seudónimo cualquiera y tenía una timidez muy grande. Un día Nicolás Augusto González escribió mi firma al pie de uno de mis artículos y me hizo escritor público.
—José Santos Chocano fue amigo íntimo de usted. ¿Quiénes más fueron de su intimidad?
—Varios. Federico Larrañaga, Enrique López Albújar. José Santos Chocano me quería grandemente. Yo también lo amaba y lo admiraba. Si José Santos Chocano estuviera en Lima yo no estaría así, tan triste, tan desamparado y tan solo.
Martínez Luján ha comenzado a afligirse. La conversación se ha llenado de un dejo muy melancólico y muy doloroso.
Yo he querido desviar la orientación del diálogo.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Yo no tengo edad.
—¿Qué cosas ama usted más en la vida?
—Muchas cosas. Amo a una mujer. La amo desde hace largos años. Y la amo cada día más apasionadamente porque sé que es imposible. Jamás me he acercado a ella. La he amado en mis versos, en mis sueños, en mi arte. Y esa mujer me ha derrotado. Yo me pregunto por qué vive. Y yo tendría un dolor muy grande si no viviese.
Ha sido indispensable desviar nuevamente la conversación. El dolor ha latido silenciosamente durante la pausa.
—¿Ama usted la noche?
—Sí. Amo la noche. Y amo la noche porque es buena, tranquila y generosa y porque creo que ella también me ama a mí.
—¿Ama usted el alcohol?
—También amo el alcohol. Lo invoco en las noches apasionadamente y él viene a mí y me llena de bienestar. Yo tengo una embriaguez lúcida. Me doy cuenta de que estoy ebrio. Y me doy cuenta de que me enveneno. Pero amo siempre el alcohol. Todos los días aguardo su visita. Y él es siempre fiel y leal. Lo busco porque le tengo miedo a la soledad. Cuando usted me ha visto en un café a media noche o en la madrugada, usted ha pensado seguramente que yo soy un vicioso. Y no ha sido usted justo. Yo he ido al café a buscar un consuelo para mi insomnio. ¿Se imagina usted lo horrible que debe ser la soledad, en el cuarto sucio y mercenario de un hotel, sin el sentimiento del hogar y sin familia? No puede usted pensarlo y, porque no puede usted pensarlo, acaso no puede usted justificarme. Yo estoy solo, enfermo, pobre y triste. Por eso busco el alcohol y la mala noche.
—¿Y que más ama usted?
—Amo el peligro. Yo siento un placer muy grande en el peligro. Usted me ha visto muchas veces cruzar la línea del tranvía en momentos en que un carro avanzaba hacia mí. Usted me ha visto insultar a un carretero o a un patán cualquiera para sentir la inminencia de su maltrato. Usted me ha visto buscar en todas las formas la emoción. No lo engaño, pues, a usted. Yo amo el peligro. Lo amo sobre todas las cosas. Soy un amateur del peligro. El peligro constituye una de las grandes pasiones de mi vida.
—¿Y qué odia usted? ¿Odia usted algo?
—Acaso no sé odiar. No odio a los hombres. Pero odio a los gatos. Los abomino. Los gatos son unos animales egoístas y miserables. ¡Cómo les place la caricia! ¡Cómo enarcan el lomo bajo la mano que los engríe! ¡Cómo se duermen en las faldas de las mujeres! ¡Cómo adulan! ¡Cómo mienten! Yo los detesto por su deslealtad, por su hipocresía, por su sordidez, por su egoísmo. Jamás les tienen gratitud a los amos. El día que no les den de comer en una casa, la dejan y la olvidan. ¡Son unos villanos!
La indignación de Martínez Luján contra los gatos se ha hecho elocuente, magnífica y vibrante. Yo me he sonreído. El poeta ha seguido diciendo su invectiva con una emoción apasionada y profunda.
Y yo le he preguntado:
—¿Qué le han hecho a usted los gatos?
—Nada. Yo los he odiado siempre. Pero los he odiado más que nunca desde un día en que un gato canalla me hizo un ultraje y un maltrato. Yo vivía en una casa desocupada. Dormía sobre el alféizar ancho y generoso de una ventana. Una vez, mientras yo reposaba, cayó sobre mí un gato del techo. Y me molestó tanto que mis sentimientos contra los gatos se soliviantaron y extremaron.
—¿Y qué más detesta usted?
—Detesto a ese indio Castilla que está parado sobre un pedestal en la Plaza de la Merced. Me indigna que ese individuo tenga tanta insolencia, tanta majestad y tanta lisura en su actitud. ¡Qué pagado de su suerte vive allí ese cholo! Yo no me explico por qué no lo bajan y le ponen una vara de la ley en la mano para que haga guardia en la esquina.
Me he reído mucho. Martínez Luján ha vuelto a ser en este instante el humorista excéntrico y original que ha forjado su bohemia. Si yo le siguiera haciendo preguntas análogas, Martínez Luján haría las más extravagantes invectivas.
—¿Cuáles son los escritores que usted más admira? —le he preguntado luego.
—Admiro a muchos escritores. Uno de los que he leído con más emoción es Paul de Saint Víctor. Admiro a Zola, a Lord Byron, a Schopenhauer.
—¿Y qué piensa usted del actual momento literario del Perú?
—Admiro a toda la juventud. Han traído ustedes al periodismo un espíritu, una técnica, una manera completamente nueva. En mi época se desconocían la espiritualidad y la gracia que ustedes saben dar a sus artículos. Esas informaciones que no son precisamente informaciones y que abandonan el suceso actualista para buscar el aspecto permanente de las cosas, tienen una originalidad y una belleza enormes. Yo estimo mucho a esta juventud. Sé que está en la hora del ensayo. Pero esta hora es para ella tan brillante, que yo tengo que creer que la obra venidera lo será también.
Martínez Luján es dueño de un espíritu generoso y amplio en realidad. Nada le separa de los escritores actuales. Para todos tiene cariño y comprensión.
La conversación ha recobrado más tarde su tristeza.
El poeta me ha dicho:
—Llego al final de la vida con una amargura muy honda. No tengo empeños. No tengo ideales. Me he convencido de la ineficacia del esfuerzo. Soy un pesimista. ¿Para qué voy a trabajar más? ¿Para qué voy a escribir más? Mi única preocupación presente es la muerte. Espero a la muerte y sé que va a venir a visitarme muy pronto. La recibiré con tranquilidad y estoicismo. Y lo único que quisiera es morir de pie.
Yo le he preguntado a Martínez Luján tras una pausa melancólica:
—¿Es usted católico?
Y Martínez Luján me ha respondido:
—Sí, soy católico. Creo en Dios Todopoderoso. Y lo amo sobre todas las cosas. Mi corazón se ha vuelto humilde, cristiano y manso. Dios me ha salvado. Moriré en los brazos de la religión de mi infancia. Y le pediré a Dios el perdón de todas mis culpas. Dios me ha salvado.
La voz de Martínez Lujan ha ido apagándose lentamente. Su ademán ha desfallecido. Sus ojos se han cerrado poco a poco. Acodado sobre la mesa le ha invadido un letargo enfermizo y profundo. Yo me he callado. Y con la cabeza entre las manos el pobre, triste y quebrantado poeta, se ha quedado dormido.
Martínez Luján ha comenzado a responderme así:
—Nací servido por criados blancos. Mi niñez tuvo amor y regalo. Me eduqué en un colegio y no me di cuenta de la vida. Estuve siempre bien vestido y mejor mimado. Mi madre era pobre, pero tenía ese empeño que suelen tener las madres de que sus hijos no sientan la pobreza. Y así mientras mi madre se sacrificaba por mí, yo que no me podía dar cuenta de estas cosas tenía traje limpio, solícito cuidado y libros nuevos. Mi niñez no tuvo importancia.
Y Martínez Luján ha continuado de esta manera:
—A los 17 años me di cuenta de la vida. Y me di cuenta de la vida porque estaba enamorado. Amaba a una ahijada de mi madre. Y me la robé. Los dos vivimos furtiva y angustiosamente. Nos moríamos de hambre, de poesía y de besos como dice Leopoldo Lugones. Yo tuve que buscar una colocación en la casa de negocios del señor Dyer. Me pagaban sesenta soles. Pero un niño de la casa tocaba horriblemente el violín y yo tenía que oírlo todo el día. Mi amada y yo vivíamos en Maravillas. Y yo le daba un sol diario a la portera de nuestra casa para que nos sirviese que comer.
—¿Y cuándo comenzó usted a escribir? —he interrumpido.
—En la época que le estoy evocando. Hice muchos versos de los cuales no me sé acordar. Más tarde comencé a escribir en prosa. Pero no firmaba mis artículos. Les ponía un seudónimo cualquiera y tenía una timidez muy grande. Un día Nicolás Augusto González escribió mi firma al pie de uno de mis artículos y me hizo escritor público.
—José Santos Chocano fue amigo íntimo de usted. ¿Quiénes más fueron de su intimidad?
—Varios. Federico Larrañaga, Enrique López Albújar. José Santos Chocano me quería grandemente. Yo también lo amaba y lo admiraba. Si José Santos Chocano estuviera en Lima yo no estaría así, tan triste, tan desamparado y tan solo.
Martínez Luján ha comenzado a afligirse. La conversación se ha llenado de un dejo muy melancólico y muy doloroso.
Yo he querido desviar la orientación del diálogo.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Yo no tengo edad.
—¿Qué cosas ama usted más en la vida?
—Muchas cosas. Amo a una mujer. La amo desde hace largos años. Y la amo cada día más apasionadamente porque sé que es imposible. Jamás me he acercado a ella. La he amado en mis versos, en mis sueños, en mi arte. Y esa mujer me ha derrotado. Yo me pregunto por qué vive. Y yo tendría un dolor muy grande si no viviese.
Ha sido indispensable desviar nuevamente la conversación. El dolor ha latido silenciosamente durante la pausa.
—¿Ama usted la noche?
—Sí. Amo la noche. Y amo la noche porque es buena, tranquila y generosa y porque creo que ella también me ama a mí.
—¿Ama usted el alcohol?
—También amo el alcohol. Lo invoco en las noches apasionadamente y él viene a mí y me llena de bienestar. Yo tengo una embriaguez lúcida. Me doy cuenta de que estoy ebrio. Y me doy cuenta de que me enveneno. Pero amo siempre el alcohol. Todos los días aguardo su visita. Y él es siempre fiel y leal. Lo busco porque le tengo miedo a la soledad. Cuando usted me ha visto en un café a media noche o en la madrugada, usted ha pensado seguramente que yo soy un vicioso. Y no ha sido usted justo. Yo he ido al café a buscar un consuelo para mi insomnio. ¿Se imagina usted lo horrible que debe ser la soledad, en el cuarto sucio y mercenario de un hotel, sin el sentimiento del hogar y sin familia? No puede usted pensarlo y, porque no puede usted pensarlo, acaso no puede usted justificarme. Yo estoy solo, enfermo, pobre y triste. Por eso busco el alcohol y la mala noche.
—¿Y que más ama usted?
—Amo el peligro. Yo siento un placer muy grande en el peligro. Usted me ha visto muchas veces cruzar la línea del tranvía en momentos en que un carro avanzaba hacia mí. Usted me ha visto insultar a un carretero o a un patán cualquiera para sentir la inminencia de su maltrato. Usted me ha visto buscar en todas las formas la emoción. No lo engaño, pues, a usted. Yo amo el peligro. Lo amo sobre todas las cosas. Soy un amateur del peligro. El peligro constituye una de las grandes pasiones de mi vida.
—¿Y qué odia usted? ¿Odia usted algo?
—Acaso no sé odiar. No odio a los hombres. Pero odio a los gatos. Los abomino. Los gatos son unos animales egoístas y miserables. ¡Cómo les place la caricia! ¡Cómo enarcan el lomo bajo la mano que los engríe! ¡Cómo se duermen en las faldas de las mujeres! ¡Cómo adulan! ¡Cómo mienten! Yo los detesto por su deslealtad, por su hipocresía, por su sordidez, por su egoísmo. Jamás les tienen gratitud a los amos. El día que no les den de comer en una casa, la dejan y la olvidan. ¡Son unos villanos!
La indignación de Martínez Luján contra los gatos se ha hecho elocuente, magnífica y vibrante. Yo me he sonreído. El poeta ha seguido diciendo su invectiva con una emoción apasionada y profunda.
Y yo le he preguntado:
—¿Qué le han hecho a usted los gatos?
—Nada. Yo los he odiado siempre. Pero los he odiado más que nunca desde un día en que un gato canalla me hizo un ultraje y un maltrato. Yo vivía en una casa desocupada. Dormía sobre el alféizar ancho y generoso de una ventana. Una vez, mientras yo reposaba, cayó sobre mí un gato del techo. Y me molestó tanto que mis sentimientos contra los gatos se soliviantaron y extremaron.
—¿Y qué más detesta usted?
—Detesto a ese indio Castilla que está parado sobre un pedestal en la Plaza de la Merced. Me indigna que ese individuo tenga tanta insolencia, tanta majestad y tanta lisura en su actitud. ¡Qué pagado de su suerte vive allí ese cholo! Yo no me explico por qué no lo bajan y le ponen una vara de la ley en la mano para que haga guardia en la esquina.
Me he reído mucho. Martínez Luján ha vuelto a ser en este instante el humorista excéntrico y original que ha forjado su bohemia. Si yo le siguiera haciendo preguntas análogas, Martínez Luján haría las más extravagantes invectivas.
—¿Cuáles son los escritores que usted más admira? —le he preguntado luego.
—Admiro a muchos escritores. Uno de los que he leído con más emoción es Paul de Saint Víctor. Admiro a Zola, a Lord Byron, a Schopenhauer.
—¿Y qué piensa usted del actual momento literario del Perú?
—Admiro a toda la juventud. Han traído ustedes al periodismo un espíritu, una técnica, una manera completamente nueva. En mi época se desconocían la espiritualidad y la gracia que ustedes saben dar a sus artículos. Esas informaciones que no son precisamente informaciones y que abandonan el suceso actualista para buscar el aspecto permanente de las cosas, tienen una originalidad y una belleza enormes. Yo estimo mucho a esta juventud. Sé que está en la hora del ensayo. Pero esta hora es para ella tan brillante, que yo tengo que creer que la obra venidera lo será también.
Martínez Luján es dueño de un espíritu generoso y amplio en realidad. Nada le separa de los escritores actuales. Para todos tiene cariño y comprensión.
La conversación ha recobrado más tarde su tristeza.
El poeta me ha dicho:
—Llego al final de la vida con una amargura muy honda. No tengo empeños. No tengo ideales. Me he convencido de la ineficacia del esfuerzo. Soy un pesimista. ¿Para qué voy a trabajar más? ¿Para qué voy a escribir más? Mi única preocupación presente es la muerte. Espero a la muerte y sé que va a venir a visitarme muy pronto. La recibiré con tranquilidad y estoicismo. Y lo único que quisiera es morir de pie.
Yo le he preguntado a Martínez Luján tras una pausa melancólica:
—¿Es usted católico?
Y Martínez Luján me ha respondido:
—Sí, soy católico. Creo en Dios Todopoderoso. Y lo amo sobre todas las cosas. Mi corazón se ha vuelto humilde, cristiano y manso. Dios me ha salvado. Moriré en los brazos de la religión de mi infancia. Y le pediré a Dios el perdón de todas mis culpas. Dios me ha salvado.
La voz de Martínez Lujan ha ido apagándose lentamente. Su ademán ha desfallecido. Sus ojos se han cerrado poco a poco. Acodado sobre la mesa le ha invadido un letargo enfermizo y profundo. Yo me he callado. Y con la cabeza entre las manos el pobre, triste y quebrantado poeta, se ha quedado dormido.
JUAN CRONIQUEUR
Referencias
-
Publicada en El Tiempo, Lima, 19 de diciembre 1916.
En Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús, Lima, 1955, pp. 120-131, y 3ra ed. Lima, 1985, pp. 169-177. ↩︎
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