1.6. Conversaciones con Sor Folie

  • José Carlos Mariátegui

Interesantes palabras de la escritora.1  

         Sor Folie, la incógnita y gentil escritora, cuyos artículos han tenido tanta resonancia en el público y ha despertado tantas curiosidades, ha tenido una conversación telefónica con Juan Croniqueur.
         La audacia de algunos conceptos de Sor Folie, analizadora inteligente, ha motivado tan vivo asombro que se ha pensado por algunas gentes que Sor Folie no era una dama.
         Y en general ha intrigado al público profundamente.
         Una de estas tardes Juan Croniqueur ha conversado por teléfono con Sor Folie. Sor Folie había tenido la gentileza de llamar a esta casa.
         Juan Croniqueur sintió el empeño de reportear a Sor Folie, pero lo cohibieron las limitaciones de la charla breve y lacónica del teléfono.
         Y la interesante escritora, deferente al deseo de nuestro compañero, ha querido enviarle escritas sus respuestas, completando, ordenando, reconstruyendo y ampliando una conversación telefónica.
         He aquí la conversación:
         —¿Es usted feliz, Sor Folie?
         —Sí… No… Soy descontentadiza.
         —¿Qué piensa usted de la felicidad?
         —¿La felicidad? Me parece…. un miraje, juego de espumas, la flor del cactus, el ave de paso que se fue.
         —¿Es usted bonita?
         —Como un día sin color, como un arbusto pasmado, como un boceto a medio hacer.
         —No necesito preguntarle a usted si es joven y si es inteligente.
         —Pero yo necesito responder leen compensación de lo que después pudiera callar. ¿Que si soy joven? Por afuera sí, por adentro creo que no. ¿Que si soy inteligente? Mi inteligencia está en menguante. En la niñez y en la adolescencia sí lo era. Tenía retentiva, asimilación pronta y un hervidero de fantasías. Ahora, ¡qué diferencia! Al contrario de las mariposas, mi metamorfosis es para atrás. Degenero en crisálida y esto me entristece. Me acongoja y me asusta. Un día sentí como si me fuera a detener, y otros y otros más: y apunté en mi librito: “He tenido enfermas ¡por cuánto tiempo! la memoria y la voluntad”. ¿Mi pobreza física con qué posibles lagunas psíquicas coincidirá? Ese olvido y esa abulia pasajera ¿por qué fueron? ¡Ay de las lámparas que se apagan y que chisporrotean de agonía! Siga usted preguntando.
         —¿Cómo son los ojos de usted? Deben tener en las mañanas el ir crisoberilo de los ojos de un gato. ¿No tiene usted a la mano un espejito para que se vea los ojos, Sor Folie?
         —No tengo el espejito. Juan Croniqueur… Mis ojos sin cambiantes no “brillan a la manera de azules e infantiles bolitas de cristal”. Son oscuros, vulgares, de pestañas tendidas y párpados humildes… porque no pueden ser soberbios…
         —¿A qué hora se levanta usted?
         —Más o menos a la hora en que las sirenas se cansan de silbar.
         —¿Sueña usted en las noches?
         —Pocas veces.
         —¿Qué sueña usted?
         —¡Tantas cosas!
         —¿Soñaba usted cuando era pequeña?
         —Casi siempre.
         —¿Qué soñaba usted?
         —No me acuerdo bien: cuentos de hadas y de penas. También volaba, sin hacerme daño nunca. Volar era lo que más soñaba. Cuando en casa estaban muy entretenidos, me escapaba al gran patio, me cernía en los aires y ante las multitudes estupefactas recorría la ciudad. Era muy fácil volar y yo explicaba a los grupos de curiosos cómo se hacía, pero nadie me podía seguir.
         —¿Le inquietaba a usted soñar?
         —Los sueños intensos proyectaban una estela en mis vigilias: tenía miedo de entrar a los cuartos oscuros. En la grutita del Barranco y en las cavernas de ciertos cerros atisbaban ogros y ladrones. Hombres encantados y mandrágoras de brujas eran los árboles rugosos sin fronda ni verdor. Dos veces sufrí alucinaciones, y con frecuencia al verme sola ensayaba volar. Pero, ¿por qué me hace usted estas preguntas? Me parece usted un adepto de aquella escuela médica que diagnostica por las presentaciones de los sueños la localización de un mal.
         —¿Lee usted mucho?
         —Resisten poco mis pupilas sin vigor.
         —¿Escribe usted mucho?
         —Escribo solo cuando me hallo en disposición para hacerlo, y esto me sucede muy de tarde en tarde.
         —¿Se ha educado usted en algún internado religioso?
         —En ningún internado.
         —¿Cree usted en Dios?
         —A los espacios sidéreos les conviene un misterio ordenado.
         —¿Es usted católica?
         —Me gusta la moral sencilla y honda de los cristianos primitivos; pero a diferencia de los cristianos primitivos, sin el confort moderno no me las sabría componer.
         —¿Le gusta a usted rezar?
         —Recé mucho de niña, y ¡con qué fervor! Le pedía a la Virgen de Lourdes que me hiciera entrar pronto las lecciones de memoria.
         —¿Qué le place leer más?
         —Lo que el estado de ánimo me pida.
         —¿Ha leído usted la Biblia?
         —El Cantar de los Cantares y el Apocalipsis, completos. Lo demás, a trechos.
         —¿Ha leído usted a Kempis?
         —No he leído a Kempis.
         —¿Lee usted los editoriales de los periódicos?
         —Eso es demasiado serio.
         —¿Cree usted que debe convocarse a Congreso Extraordinario?
         —Eso no es de mi estudio.
         —¿Lee usted mis artículos y mis versos?
         —Eso sí me da placer.
         —¿Qué piensa usted de ellos?
         —No sé cómo explicarle…A veces sus versos me hacen pensar en orquídeas que se desfloran… Hay prosas suyas de un encantamiento tan suave…
         —La voz de usted es dulce. ¿Es usted risueña? ¿Canta usted?
         —No percibo mi voz, no sé si soy risueña. No canto.
         —¿Le gusta a usted la música?
         —Cierta música me conmueve infinitamente.
         —¿Qué piensa usted de Chopin? Fue el amante de una gran escritora.
         —Pienso de Chopin cosas parecidas a las que pienso de usted.
         —¿Le gustan a usted las flores?
         —Como las romanzas sin palabras.
         —¿Cuáles le gustan más?
         —¿No se reirá usted? Pues… las florecitas de “Buenas Tardes”.
         —¿Acostumbra ponerse flores en el pecho? ¿En la cabeza?
         —Me vienen mal.
         —¿Es usted soltera?
         —¿Es usted del Registro Civil? Anote usted entonces que soy Sor.
         —¿No piensa usted casarse?
         —Eso es demasiado grave.
         —¿Por qué escribe usted?
         —Por pasatiempo.
         —¿Le interesaría la gloria?
         —¿La gloria? No. El renombre de cortesanía es una especie de limosna colectiva que a la vez obliga la gratitud y el rubor. La gloria verdadera destila en sus laureles savia de acerbos áloes, y sus miembros están hechos con espumas de dolor. Ni al uno ni a la otra quisiera probar el sabor.
         —¿A qué horas acostumbra usted escribir y leer?
         —Soy inmetódica.
         —¿Tiene usted insomnios?
         —Los desconozco.
         —¿Va usted a los cinemas?
         —No. Si fuese a los cinemas perdería tal vez todo gusto artístico.
         —¿La han hipnotizado alguna vez?
         —Ha faltado la ocasión.
         —¿Es usted sonámbula? ¿Habla usted cuando está dormida?
         —¿Está usted facultativo otra vez?
         —¿Se ríe usted mucho?
         —¿De qué?
         —¿Llora usted a veces?
         —Cuando se saltan las lágrimas…
         —¿Es usted coqueta?
         —No puedo.
         —¿Qué piensa usted de la coquetería?
         —¿De la coquetería? ¿No encuentra usted en la coquetería sana, como un perfume de gracia y espiritualidad?
         —¿Se ha enamorado usted alguna vez?
         —He huido del amor. Le he dicho a mi corazón: no cantes alto, porque a tu canto lleno responderá un bostezo. Le he dicho a mi corazón: no cantes quedo, porque tu canto leve acabaría en sollozo. Le he impuesto a mi corazón: no cantes tú. Y en retorno le he mandado a mi vida: alza tu copa y bebe, bebe la poesía del silencio y de la quietud. Tengo consejeros que así me han exhortado. Son doctores de buen sentido, son maestros de estética corpórea, son sacerdotes de la verdad que salmodian en mi presencia rezos de desistimiento y de confortación. Son las conclusiones que me dictaran las ajenas vidas y los espejos veraces; los espejos inclementes, los espejos impasibles y durísimos donde huérfana de encantos mi deslucida imagen se refleja tal cual es, y rebotan las amables mentiras que me conciernen y se quiebra mi fe. Por los espejos soy algo razonable y contemplativa a la par: un poco loca, como algunos dicen, y otro poco Sor. Por los espejos recato mi insignificancia, y al encerrarme dentro de mí misma, adorno mi retiro de fantasías que no hacen sufrir. Sin embargo, a veces, cuando los días son muy hermosos y el aire se carga de no sé qué misteriosas sutilidades, el alma mía a su pesar se oprime, como un niño grande errando en la soledad.
         —¿Qué habría usted querido ser? ¿Le habría gustado ser princesa, pitonisa, santa, cartomante, actriz o bailarina?
         —Yo habría querido no ser.
         —¿Admira usted alguna mujer histórica?
         —Espere usted que eche un vistazo por César Cantú antes de contestarle, porque estoy un poco trascordada.
         —No me molesta la envidia.
         —¿Le gustan las labores manuales?
         —Me aburren pronto.
         —¿Es usted hacendosa, solícita y prolija, o es usted perezosa y negligente?
         —No lo sé bien.
         —¿Tiene usted manos pequeñas?
         —Mis manos son dos herejías sin perdón.
         —¿Tiene usted mal genio?
         —A nada conduce tenerlo.
         —¿Ama usted la vida?
         —¿Para qué sirve?
         —¿Es usted optimista?
         —En el terreno de las utopías…
         —¿Es usted pesimista?
         —El pesimismo es una mata de ortigas; procuro esquivarme de ellas.
         —¿Le inquieta lo que piensen de usted?
         —¿Lo que piensen de Sor Folie? No sé qué piensen.
         —¿Le interesa a usted conocer la impresión que causan sus artículos?
         —¿La impresión que causan mis artículos? Siempre he creído que no produjeran ninguna, que no se leyeran. Me interesaría, sí, me entretendría sorprender lo que de ellos se dice, por malo que fuera, pero estoy imposibilitada para enterarme, porque… en los umbrales de mi claustro fenece el mundano rumor. Todo lo que sé de mis artículos es que La Prensa y El Tiempo los han acogido con señalada distinción, que profundamente agradezco.
         Solo que esta distinción no he podido interpretarla sino como benevolencia para la mujer, galantería para la dama, y aliento para la ensayista.
         —¿Es usted golosa?
         —Tan poco como los eremitas, no.
         —¿Es usted ilusa?
         —¿Ilusa? No lo soy.
         —¿Es usted soñadora?
         —¿Soñadora? Tal vez.
         —¿Es usted impaciente?
         —A la sordina.
         —¿Le interesa a usted la elegancia?
         —El buen gusto.
         —¿Le complace que yo le haga un reportaje?
         —¿Qué si me complace…? Juan Croniqueur: usted cree que sí, ¿no es verdad? Créalo, pero crea también que me confunde.
         —¿Me perdonará usted si he tenido alguna impertinencia?
         —¡Si le estoy sonriendo!

Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 4 de diciembre, 1916. ↩︎