3.2.2. Jornada I
- José Carlos Mariátegui
- Abraham Valdelomar
Doña Francisca Zubiaga
Doña Antonia Zubiaga Bernales
Doña Manuela Zubiaga
Oidor Guzmán
Coronel Gamarra
El licenciado don Pedro
Criada.
MANUELA.— Más de un pliego llevamos escrito.
Dª ANTONIA.— Aún es poco. Tanto hay que decir…
¿Te has cansado?
MANUELA.— No tal, madre mía.
Dª ANTONIA.— Dictadme la frase, comienzo a escribir.
El destino que todo lo trunca
y te aleja de plácido hogar,
hoy divide tu Raza y la mía… y a matarse van.
MANUELA.— Y a matarse van.
Dª ANTONIA.— Las huestes reales se aprestan,
a hoguera crepita, y un fuego voraz
confunde en sus llamas tu Patria y mi Patria.
Por alguna de ellas hemos de llorar.
MANUELA.— Por alguna de ellas hemos de llorar.
Dª ANTONIA.— Francisca en su místico ensueño persiste
muy pálida y mustia sigue todavía
y su afán me pone con cuidado y triste,
porque se nos muere de melancolía.
MANUELA.— Porque se nos muere de melancolía.
Dª ANTONIA.— Nuestro ángel desea volver al convento;
hacerla su esposa le ofrece el oidor,
mas ella desdeña las galas del mundo,
quiere ser la esposa casta del Señor.
MANUELA.— Quiere ser la esposa casta del Señor.
Dª ANTONIA.— Manuela. Manuela. ¡Qué voces! ¿Escuchas?
MANUELA.— Voy a ver del alféizar qué hay…
(Mira desde el balcón a la calle).
Un tumulto de gente irritada
que dobla la esquina y a la plaza va…
Dª ANTONIA.— ¿Qué clase de gentes son las del escándalo?
¿Son gentes del pueblo?
MANUELA.— No; de calidad…
allá madre, que entre ellas distingo
al buen Licenciado… ya viene hacia acá…
Dª ANTONIA.— Da voz a Isabela para que le espere…
ordena al criado que entorne el portón,
y trae las llaves y abre el Oratorio,
que en breves instantes dará la oración…
… y dile a Francisca que venga.
(Sale Manuela y entra la criada).
ISABELA.— Mi ama,
algo grave sucede. A un señor
por patriota en la calle prendieron
y los alguaciles llevan a prisión;
le han bañado de sangre la cara,
unos le gritaban furiosos: ¡traidor!
otros gritaban: ¡soltadle, soltadle
Mas librose un momento y abofeteó
al más insolente realista… Unos eran
del Rey, otros eran del Libertador…
Dª ANTONIA.— Bienvenido, Señor Licenciado…
LCDO.— Dios os guarde Señora… ¿Qué fue?
Dª ANTONIA.— ¿Presenciasteis acaso el tumulto?
LCDO.— Por suerte. Algo hice por defenderlo,
que villanas manos y gritos villanos
mancillar querían en nombre del Rey
al bravo patriota… a un bravo patriota,
ciudadano hoy día y otrora marqués.
Dª ANTONIA.— Me place, don Pedro, el que tal hicierais;
de hidalgos valientes es tal proceder…
LCDO.— Yo no hice, señora, ninguna proeza…
él era mi amigo; cumplí mi deber…
MANUELA.— Aquí están las llaves; ya viene Francisca…
Señor Licenciado…
LCDO.— Manuela, a sus pies.
MANUELA.— ¿Fue cruenta la lucha?
LCDO.— No tanto; fue breve.
Dª ANTONIA.— Son muy altaneras las gentes del Rey.
MANUELA.— Mas ¿cómo don Pedro hubisteis
de encontraros en la escena?
LCDO.— Venía rumbo a estos lares
del Teatro de la Comedia.
Y va llevaba cruzadas
dos cuadras, cuando en la acera
de la calle de las Mantas
oí voces de contienda.
La gente arremolinada
huía y las covachuelas,
en previsión, al sentirlo,
iban cerrando sus puertas;
corrían los alguaciles,
y las tapadas, ligeras,
amparábanse en zaguanes,
pálidas, mudas e inquietas.
Las mozas tímidamente
miraban tras de las rejas,
mientras en pláticas sordas,
en los patios, viejas dueñas
tejían con gravedad
comentarios y sentencias.
En un instante quedaron
solos los de la reyerta,
sin transeúntes los portales,
las calzadas sin calesas.
Acerqueme para ver
qué pasaba y quién la piedra
del escándalo, en tal hora
y contra ordenanza, era.
Cuando vi al de Monteclaro
con el ánimo de gresca
cuya voz entre las voces
de la gente bullanguera
me hizo ver que era don Juan.
MANUELA.— Primo Juan. Pero ¿él ha sido
la víctima? Qué insolencia.
Si padre estuviera aquí…
Dª ANTONIA.— A tu padre le prendieran.
No han de respetar derechos
gentes que no se respetan.
MANUELA.— Hay que escribir a tío Pedro
para que tales cosas sepa
y haga lo que debe hacer
y a nuestro primo defienda…
Dª ANTONIA.— Ya ha de darse por servido
Pedro de que no le prendan,
ni le quiten la parroquia,
ni le confisquen la Hacienda.
LCDO.— No ha menester Monteclaro,
que él sabrá lavar la ofensa.
Mas es el oidor Guzmán
el que aquí la culpa lleva;
él fue quien a vuestro Juan
ordenó que le prendieran
y yo le vi muy campeante,
bravucón, con cara fiera…
MANUELA.— ¿Él, don Guzmán, nuestro amigo?
LCDO.— Sí, mi querida Manuela.
Dª ANTONIA.— Extraño es que don Guzmán,
que nos visita y frecuenta,
con mi sobrino carnal
se porte de tal manera;
yo su conducta sabré
encararle, cuando vuelva.
MANUELA.— No doy un maravedí
por el audaz que se atreva
con Juan a cruzar su acero
porque quedará en la arena.
LCDO.— Bien decís, que tiene el brazo
fornido y la mano, diestra
y es de corazón valiente
y sereno en la pelea.
MANUELA.— Su mirada dura y fría
como un estoque se asesta.
Dª ANTONIA.— ¿Y cuya la causa fue,
Don Pedro, de la reyerta?
LCDO.— La de siempre, mi señora,
que será una causa eterna
mientras no haya en el Perú
ciudadanos ni bandera,
que no hemos nacido siervos
ni del rey ni de Pezuela.
Medren y manden los tales
allá en Castilla la vieja,
que esta Patria es nuestra Patria
y esta Tierra es nuestra Tierra…
Dª ANTONIA.— Ya concluya en buenora
esta campaña sangrienta
que Dios el triunfo dará
al que justicia la tenga;
y pasen todos los odios
para que Zubiaga vuelva
y su hogar deje de ser
víctima de la contienda…
(Se oye el toque de oración en una torre lejana. Manuela abre el oratorio y enciende los cirios. Los criados entran en silencio y disponen reclinatorios)
LCDO.— Es fuerza, señora, que presto me aleje
de la vuestra casa, porque voy a ver
la suerte que corre Juan de Monteclaro.
MANUELA.— ¿Volveréis acaso?
LCDO.— Presto volveré.
Arrodíllense en grupo ante el oratorio. Aparece Francisca vestida de blanco con el libro de oraciones y el rosario, caminando lánguidamente, en silencio. Se arrodilla a su vez. Comienzan a rezar el Avemaría con solemne recogimiento. Durante el rezo aparece en la puerta el coronel Gamarra, uniformado. Avanza sin dejarse sentir. Dobla una rodilla en tierra, recostando la frente en la empuñadura de la espada. Termina el rezo. Levántense todos menos Francisca, que continúa orando.
GAMARRA.— Loado sea Dios, señora Antonia…
Si acaso importuné, perdón os pido…
Dª ANTONIA.— Coronel, nunca vos importunáis
y el perdón al Señor hay que pedirlo.
GAMARRA.— Por pecador me tengo y si Él quisiera
concederme las cosas que persigo,
con que una sola de ellas me otorgara
diérame por feliz y bien servido…
(A Francisca)
Si vos, Francisca, intercedierais, nada
a vuestro ruego negaría el Altísimo
y aquí en la tierra un corazón habría
que le estuviera siempre agradecido…
FRANCISCA.— (Volviendo el rostro y levantándose luego).
Dios a los militares nada niega
cuando son como vos, bravos y dignos.
La cruz está en el puño de su espada
y ella los acompaña al sacrificio.
GAMARRA.— Tal es la suerte del soldado, amiga,
y obedecer…
Dª ANTONIA.— ¿Aunque ello esté reñido
con la conciencia! Señor ayudante
de campo del Virrey, ¿habéis sabido
que hace un momento vuestros servidores
llevaron a prisión a mi sobrino
de manera brutal? Son tales tratos
de gente de honra y bien nacida, indignos.
Bien se ve que la lucha ofusca a quienes
debieron respetar el apellido
de un español ausente de su casa
y la tierra en que esposa tiene e hijos.
MANUELA.— Y se han llevado a Juan, mi coronel,
y le han aherrojado y lo han herido…
GAMARRA.— No he tenido noticias, amigas mías,
de la prisión de Juan; de haberlo visto
porque yo no lo hubiera permitido.
Os prometo que haré que le liberten
y empeño mi palabra.
Dª ANTONIA.— Conseguidlo.
GAMARRA.— Yo lo conseguiré, señora Antonia.
Voy a hablar al Virrey; y lo consigo
o me he de retirar, que con desmanes,
abusos e injusticias no transijo.
FRANCISCA.— Yo no comprendo, coronel Gamarra,
que vos que en esta tierra habéis nacido
sirváis aún al Virrey. Nuestros hermanos
de libertad y patria han dado el grito.
Vuestra espada, más bien, poner debierais
de este suelo en defensa y de vos mismo…
GAMARRA.— El deber del soldado es ser leal
y estoy con el Virrey…
FRANCISCA.— Coronel, ante
que el soldado sois, pondréis, no dudo,
el acero en defensa del principio…
GAMARRA.— Gran error hay en ello, que el soldado
en todas lides ha de ser invicto,
cumpliendo su deber, aunque se opongan
padres, amores, dádivas, amigos,
riquezas, juventud, vida… Y en cambio
el hombre por amor siempre es vencido…
(Isabela canta desde el interior).
ISABELA.— Con que al fin, tirano dueño,
tanto amor, clamores tantos,
tantas fatigas,
no han conseguido en tu pecho
más premio que un duro golpe
de tiranía.
GAMARRA.— El canto de Melgar hasta aquí llega
me siento melancólico al oírlo
y ha despertado en mi alma honda tristeza.
Con ella a tiempo en amargura vivo,
que no hay mayor dolor que el del recuerdo
que ansiamos sepultar en el olvido…
Dª ANTONIA.— Algo sabemos ya. Lo que ha pasado
entre el Virrey y vos no es un motivo;
si os quitó el mando de la fuerza, en cambio,
os hizo su ayudante y es lo mismo.
GAMARRA.— No es eso, ni tampoco, doña Antonia,
que el oidor don Guzmán llevó al oído
del crédulo Virrey necios embustes…
Dª ANTONIA.— ¿El oidor?
GAMARRA.— Él. Y le dijo
que el batallón Numancia, a mi conjuro,
habíase pasado al enemigo…
Dª ANTONIA.— De buen grado lo hicieron, ¿quién lo ignora?
Fue un acto del más noble patriotismo…
GAMARRA.— Mas no es tal mi dolor…
Dª ANTONIA.— ¿Otro?…
GAMARRA.— Más hondo,
va en mi conciencia inexorable y fijo.
FRANCISCA.— ¿Acaso algún amor que ya pasara
arranca en vuestro pecho esos suspiros?
GAMARRA.— Más fuerte que el pesar de los amores
es el pesar que a mí me dio el destino.
Vos, que sois tan benévola, Francisca,
prestad algún consuelo a mi martirio…
FRANCISCA.— ¿Qué congojas son esas, tan profundas?
GAMARRA.— Lo que nunca confié voy a deciros:
y remediad mi mal, que vuestras frases
serán para el dolor un lenitivo…
Sabéis que en la batalla de Humachiri
a las rebeldes huestes combatimos
y los pobres patriotas sucumbieron,
y la muerte libróles del presidio.
Allí murió Melgar, sin que me fuera
dado salvarlo. Siempre va conmigo
la sombra de aquel héroe poeta
amargando mis noches sus quejidos…
Francisca: ¡quién pudiera dar a mi alma
el perdón, el consuelo y el olvido!
ISABELA.— (Desde el interior)
A todas horas mi sombra
llenará de mil horrores tu fantasía
y acabará con tus gustos
el melancólico espectro de mis cenizas…
FRANCISCA.— Coronel, nunca es tarde para un hombre
de noble corazón y de alto espíritu,
remediar los errores del pasado;
podéis, con vuestra espada, redimirlos,
haciendo que esa misma espada sea
rayo de luz que os guíe en el camino…
El triunfo de la patria es lo que ansía
el alma de Melgar; dadle ese alivio;
vuestra conciencia quedará sin sombras
y él en su tumba quedará tranquilo…
GAMARRA.— De un lado el corazón está señora,
y de otro la lealtad y el compromiso;
ante vos misma abiertas hay dos rutas
y debéis elegir solo un camino:
españoles, Francisca, vuestro padre
y peruana sois vos…
FRANCISCA.— La Patria, amigo,
antes que todo está; fuerza es servirla
y por ella marchar al sacrificio.
El gobierno es el Rey, mas es la patria
el pedazo de tierra en que nacimos.
Más noble es una espada defendiendo
a los esclavizados y oprimidos
que la sangre generosa vierte
y que ata manos y que ajusta grillos…
GAMARRA.— Y vos que así pensáis, doña Francisca,
¿Por qué a la vida renunciáis, decidlo,
y al convento volvéis, si los que lloran,
necesitan también de vuestro auxilio?
FRANCISCA.— En el Convento mi vida,
pasa clara y con un manso
rumor como de remanso
entre la yerba escondida;
y así mi espíritu, añora
la silente paz cristiana
del huerto triste en la aurora
y a la voz de la campana.
El largo muro claustral
que adornan retablos viejos
y alegra el sol matinal
brillando en los azulejos.
El florido y solitario
brocal donde releía
las páginas del breviario
en el yermo mediodía.
La capilla penumbrosa
donde está el crucificado
lívido y ensangrentado
y la virgen dolorosa;
las monásticas umbrías
que, encendido en devoción,
casto, alumbra el corazón,
consumiendo nuestros días.
Las golondrinas que aisladas
de los pájaros parleros
se esconden en los aleros
de nuestras celdas calladas;
silenciosas golondrinas
que vienen con la tristeza
de las luces vespertinas
cuando mi alma sueña y reza.
Como ellas que en un resquicio
moran en renunciamiento
quiero hacer el sacrificio
de mi vida en el convento.
Pues ellas que se ocultaron
en el más puro dolor
las espinas arrancaron
de la frente del Señor.
GAMARRA.— Sus frentes arrullan y encantan, mas son
dolientes y tristes como una oración.
Dª ANTONIA.— Y piensa, Francisca, que tu alejamiento
en desesperanza y en dolor nos deja.
Ya tendremos, si vas al Convento
el luto en la casa y tu madre, vieja,
ahogar no podría tanto sufrimiento.
FRANCISCA.— Mi alma en el Convento de ti no se aleja.
GAMARRA.— Yo en tanto pienso que la vida
es como una épica jornada
y ha de librarse defendida
por el acero de la espada.
El mundo es lucha despiadada
y hay que vencer en la partida:
si con dolor sangra la herida,
dulce es la boca de la amada.
Luchar con ánimo sereno,
salvar las vallas del camino
y fuerte, audaz, altivo y bueno
no desmayar contra el destino.
Volver del campo siempre lleno
de un ansia nueva. Al remolino
de las pasiones poner freno
y siendo humano, ser divino.
Y descansar de las fatigas.
bajo una paz de oro estival
cuando maduran las espigas
y ante las huestes enemigas
vibra el clarín claro y triunfal.
Dª ANTONIA.— Coronel, que en tantas campañas vencisteis,
salid de este lance también vencedor.
GAMARRA.— En estas campañas, el hierro es inútil.
En ella se vence con el corazón.
Dª ANTONIA.— Mas dadle consejo, vuestras frases van,
tal vez a salvarla, señor Edecán.
FRANCISCA.— La vida muy triste para mí sería
fuera del convento, viendo cada día
la mala ventura de tantos patriotas
que entre las prisiones gimen todavía
como si su patria estuviera en las prisiones.
Yo quisiera verlos, las cadenas rotas,
altivas las frentes, libres de opresiones.
¡Y acaso mis ojos nunca lo verán!
¡Se opone su acero señor Edecán!
ISABELA.— Mi ama: el oidor, mi señor,
pide merced para entrar.
Dª ANTONIA.— Isabela, hazle pasar.
ISABELA.— Su merced sírvase entrar…
OIDOR.— Señora Antonia Bernales.
Dª ANTONIA.— Saludo a usted, don Guzmán.
OIDOR.— ¿Como están en vuestros reales?
Dª ANTONIA.— ¿En los suyos cómo están?
OIDOR.— Francisca ¿los conventuales
sueños perdiéndose van?
FRANCISCA.— Como días virreinales.
OIDOR.— Salud, Señor Edecán.
(Francisca y Gamarra conversan aparte y quedan al otro lado el oidor y doña Antonia).
OIDOR.— Tiempo ha señora que tengo
deseo de hablar con vos
sobre asunto que es de suyo
delicado, y al fin voy
a abordarlo, que propicia
me parece la ocasión.
Más de un año hace que vengo
de vuestra respuesta en pos.
Menester es que Francisca
me dé su contestación,
y que por fin se resuelva
y escoja entre el mundo y Dios.
Dª ANTONIA.— Don Guzmán, sabéis bastante
cuán interesada estoy
al claustro.
OIDOR.— Tenéis razón
que allí se marchitaría
su belleza.
Dª ANTONIA.— Mi dolor,
no es bastante a detenerla.
OIDOR.— Tal vez le consiga yo
ofreciéndole el halago
de una existencia mejor.
Hablados están en casa
todos los míos y no
se oponen a que comparta
de mi hacienda y mi blasón.
Dª ANTONIA.— Gentileza que agradezco
a los suyos y al oidor,
mas es de mi hija Francisca
menester su aprobación.
GAMARRA.— Libraros del claustro, Francisca, es mi afán.
FRANCISCA.— Se opone su acero, Señor Edecán.
Dª ANTONIA.— Acercaos un momento.
¿Sabes, Francisca? El oidor
tu mano a pedirme viene
y aguarda contestación.
LCDO.— Albricias, señores míos.
MANUELA.— ¿Qué hay?
LCDO.— De la cárcel fugó,
burlando la vigilancia
de los esbirros, ¡Oidor!
(Advirtiendo la presencia del Oidor)
El exmarqués Monteclaro
y al campamento marchó
donde a todos nos espera
el bravo Libertador:
que de San Martín en pos,
con los patriotas limeños
a Huaura partimos hoy.
Si algo se ofrece decidlo,
donde San Martín me voy.
OIDOR.— ¿Oís cómo habla el menguado?
Confunda al rebelde Dios.
LCDO.— No estuvierais bajo techo
ni anciano fuerais… si no
castigara el temerario
avance vuestro.
OIDOR.— ¡Traidor!
GAMARRA.— Más bien llamadle patriota.
OIDOR.— ¿Pero no es lo mismo?
GAMARRA.— No.
OIDOR.— El siervo que se declara
contra el rey en rebelión
no merece otro dictado
que el dictado que le doy.
Dª ANTONIA.— Nos ofendéis, don Guzmán.
FRANCISCA.— Mas, nos insultáis, señor.
OIDOR.— Qué… ¿sois patriotas acaso?
FRANCISCA.— Peruanos somos.
GAMARRA.— Y yo,
no he de permitir que nadie,
con razón o sin razón,
falte en mi presencia a damas
porque hijo de dama soy.
OIDOR.— No he querido faltarlas,
pero me extraña que vos,
que ayudante sois de campo,
demostréis por los patriotas.
Realistas somos los dos.
GAMARRA.— Vos no sois ni caballero
ni realista, ni español
que es de nobles castellanos
respetar al Rey, a Dios,
y hacer homenaje a damas
porque ello da siempre honor.
OIDOR.— Pero no es de castellanos
hacer a su Rey traición.
FRANCISCA.— ¡Gamarra!
GAMARRA.— Ya el Virrey puede
mandar recoger desde hoy
los títulos que me diera
porque no los quiero yo.
(A Francisca)
Señora mía, os ofrezco
mi capa y mi corazón.
FRANCISCA.— Madre, renuncio al convento.
(Al oidor)
y a los blasones, oidor.
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