3.1.3. Cuadro Primero
- José Carlos Mariátegui
Calle antigua de solariegos portales y balcones vetustos que avanza hacia el fondo, confundiéndose con otras callejuelas igualmente tortuosas y típicas. A la lateral derecha, fastuosa mansión de los de Alvarado: ancha puerta con escudo nobiliario; a su izquierda ventana de reja de apropiado estilo; sobre la puerta, balcón de la época, labrado como una arquilla para encerrar tesoros de amor. Las celosías y la ventana, practicables; por esta última debe trepar al balcón un personaje. Al foro, izquierda, sobre una esquina, alumbrado por una lámpara de aceite, un Cristo en su hornacina, testigo de caballerescos desafíos y nocturnas aventuras. Perspectiva de ciudad española: campanarios, minaretes, miradores, etc. Es noche de luna. Un rayo de luz cruza la escena.
Bajo del balcón florido
aguarda tu caballero
viene a ofrecerte rendido
su corazón de trovero.
RAMIRO.
Fue en una noche serena
y clara de luna llena
aquella en que os conocí.
Mostraos, señora, a mis ojos
y perdonad mis antojos
que os amé desde que os vi.
Con una mano en la espada
y la otra en el corazón
tu galán, señora amada,
espera bajo el balcón.
DON RAMIRO.— (en el balcón) ¡Isabel!
DOÑA ISABEL.— ¡Ramiro…! (Don Ramiro penetra sigilosamente en el balcón).
TROVADOR 1º.— (mostrando el bolsillo de oro) Mirad, gandules:
oro. Este es el pago que don Ramiro da a los trovadores.
TROVADOR 2º.— ¡Un bolsillo lleno! Es rumboso el caballero.
TROVADOR 1º.— No le hubo igual en otros tiempos.
TROVADOR 2º.— Ha de ser muy hermosa la dama que así abre
su corazón y su bolsillo.
TROVADOR 1º.— ¿No la conocéis? ¿No visteis cuando se abrió la celosía un rayo de sol jugando en una rosa?
TROVADOR 3º.— ¡Oh, sí, la casa es esta de don Javier de Alvarado!
¿Acaso su hija doña Isabel?
TROVADOR 1º.— No os asombre. Sólo doña Isabel ha podido cautivar a don Ramiro.
TROVADOR 2º.— Belleza es la suya que opaca la de todas.
TROVADOR 1º.— No sé si sabréis que de ella también está prendado don Fernando.
TROVADOR 2º.— ¿El Aventurero?
TROVADOR 1º.— El Aventurero le llaman y a fe que lo es en todo género de empresas; en guerra y en amor. Milagro será que no venza a don Ramiro.
TROVADOR 2º.— Don Ramiro es el preferido por doña Isabel, pero don Fernando sabe darse tal maña que partido sacará de la aventura. Mas eso es cuenta de ellos: repartidnos pronto el dinero que se os va a derretir entre las manos.
TROVADOR 3º.— Sí, daos prisa, el canto ha secado mi garganta y está pidiendo vino.
TODOS.— Repartidnos pronto.
TROVADOR 1º.— ¡Eh, calmaos! Tiempo habrá. No sea que el vino os trastorne la cabeza. Escuchad. Don Ramiro ronda ahora el corazón de la dama y si le hallase frío, repetiremos la serenata hasta prender en él la llama del amor.
TROVADOR 2º.— ¿Hemos de cantar aún?
TROVADOR 1º.— Es lo pactado. Vamos a la plaza a distraer un rato
y a una señal de don Ramiro volveremos.
TROVADOR 2º.— Como queráis.
TROVADOR 3º.— Tendremos tiempo de echar una partida (Hacen medio mutis hacia la izquierda).
BRAULIO.— (Apareciendo por la derecha, con un candil en la mano). ¿Soñando estoy o despierto?
¡Majaderos!
TROVADORES.— ¿Eh?
BRAULIO.— ¿Qué menguado os envía a turbar el reposo de mi señora? ¿Para quién dais esas voces de beodos frente a esta noble casa?…
TROVADORES.— (Con una reverencia profunda y burlona). ¡Gran
señor!…
BRAULIO.— ¿Os burláis?
TROVADOR 1º.— (Cómicamente) Gran Caballero, explicaos mejor y os aseguro que os daremos tantas y tan buenas razones, que satisfecho quedaréis de nuestra conducta.
TROVADOR 2º.— No tal, que ello fuera un ultraje a vuestro
lustre.
TROVADOR 3º.— La tinta que manchó vuestros pergaminos no la hay en toda España.
TROVADOR 1º.— Señor, os besamos las manos…
BRAULIO.— ¡Chusma!
TROVADOR 2º.— Probablemente vuestro escudo está grabado en un papel ahumado de cocina.
BRAULIO.— ¡Me haréis echar rayos por la boca!
TROVADOR 1º.— En los cielos tormentosos tienen su albergue rayos y centellas.
BRAULIO.— Chusma sois y venís a presumir de trovadores. Decidme, ¿quién os ha mandado?
TODOS.— ¡Ja, ja, ja!
BRAULIO.— Retiraos que la paciencia pierdo y os haré dar tantos palos con mi amo, que no contaréis la escena.
TROVADOR 1º.— Callad presto, o un bozal os pondremos por remedio. Don Ramiro es quien nos manda, don Ramiro el mejor caballero de esta corte, el más arrogante con las damas, el que tras ese balcón recibe un beso de amor de tu señora.
BRAULIO.— ¿Qué decís?…¿Don Ramiro se ha atrevido?…
¡Por las once mil vírgenes!
TROVADORES.— ¡Ja, ja, ja!
TROVADOR 1º.— Ve a decirle a tu amo que don Ramiro ha vencido.
TROVADOR 2º.— Y verás los palos que la noticia te cuesta.
BRAULIO.— ¡Ralea, gentuza, mala casta!
Dichos y don Fernando el Aventurero, (embozados, por la izquierda. A los trovadores)
D. FERNANDO.— ¡Bergantes!
BRAULIO.— (ap.) ¡Don Fernando!
TROVADORES.— Caballero.
D. FERNANDO.— ¿Qué riña es esa? (a Braulio) ¿Qué pretende esta turba de villanos en este sitio y a esta hora?… ¿Habéis previsto por vuestra vida el peligro que corréis? Explicaos pronto si no queréis salir de aquí como alma que lleva el diablo.
TROVADOR 1º.— Señor, no es nuestra misión reñir, sino tender escalas de voces al amor. Somos trovadores nocturnos, instrumentos de amor de damas y galanes.
TROVADOR 2º.— No empuñamos la espada, señor, solo sabemos pulsar las fibras del corazón.
TROVADOR 3º.— En las noches de luna damos al viento nuestra serenata sentimental.
D. FERNANDO.— ¡Basta! No hagáis gala en mi presencia de inspiración tan pobre. Responded al punto, ¿quién os mandó aquí…?
TROVADOR 1º.— No os inmutéis, señor, que honrados nos sentiremos si dais fe a nuestras palabras.
D. FERNANDO.— Hablad, pues.
BRAULIO.— Yo lo diré. Esta gentuza, con sus voces gangosas, dio una serenata a doña Isabel.
D. FERNANDO.— ¿A doña Isabel?
TROVADOR 1º.— Otro caballero, como vos digno y valiente, nos dio el encargo.
D. FERNANDO.— ¡Ah, comprendo! Don Ramiro os ha comprado.
TROVADOR 1º.— Don Ramiro.
D. FERNANDO.— ¿Por cuánto?
TROVADOR 1º.— Por este bolsillo.
D. FERNANDO.— ¿Y ya habéis cumplido vuestra misión?
TROVADOR 1º.— Al pie de la letra.
D. FERNANDO.— (Ofreciéndole otro bolsillo). Bien. Tomad.
TROVADOR 1º.— ¿Qué nos dais?
D. FERNANDO.— Más dinero.
TROVADOR 3º.— Dios premie vuestra largueza.
D. FERNANDO.— Pero juradme que no habrá nota en vuestra garganta, ni lamento en vuestras guitarras que míos no sean.
TROVADORES.— Lo juramos.
TROVADOR 1º.— Contad con nosotros para toda empresa de amor.
D. FERNANDO.— Bien, retiraos, pero no os alejéis demasiado. A un aviso mío volveréis para cantar a doña Isabel la misma serenata que os pagó don Ramiro.
TROVADOR 1º.— Así lo haremos.
TROVADORES.— A vuestros pies, don Fernando.
TROVADOR 2º.— Pardiez, paga mejor que don Ramiro.
TROVADOR 3º.— Con don Fernando nos quedaremos.
(Hacen mutis los trovadores por la izquierda, último término, cuchicheando alegremente y sonando las monedas).
BRAULIO.— Perdonadme, señor. Soy un zopenco.
D. FERNANDO.— Un castigo mereces.
BRAULIO.— Toda la noche estuve con el ojo atento, pero rindiome el sueño y don Ramiro diose prisa en traer a esos bergantes bajo el balcón. Doña Isabel escuchó la serenata, abrió la celosía y…
¡soy un zopenco!
D. FERNANDO.— ¿Dices que doña Isabel salió al balcón?
BRAULIO.— Sí, a escuchar la musiquita.
D. FERNANDO.— ¿Y habló con don Ramiro?
BRAULIO.— Sí, es decir… no… es decir, sí…
D. FERNANDO.— Acaba.
BRAULIO.— Sí, habló pero casi nada… ¡fueron pocas palabras! Solo que… se las dijo en el balcón.
D. FERNANDO.— ¿En el balcón?… ¡Voto a bríos! ¿Y qué más?
BRAULIO.— Y… nada… y cerró la celosía.
D. FERNANDO.— ¿Doña Isabel?
BRAULIO.— No, don Ramiro.
D. FERNANDO.— ¿Qué dices?
BRAULIO.— La verdad, don Fernando, vuestro rival está allí dentro.
D. FERNANDO.— ¿Es posible?… ¡Ah, tunante! El juego es de escaso ingenio y lo desprecio.
BRAULIO.— Sí, señor, mejor es que le despreciéis.
D. FERNANDO.— Don Fernando no desprecia, castiga.
BRAULIO.— Teneos, señor, llena está vuestra historia de hazañas de amor y de guerra, pero esta no es digna de vos. Yo os suplico, yo os ruego que renunciéis…
D. FERNANDO.— Se me ocurre una idea. Corre a ver a don Javier a su lecho y le dices que su hija con don Ramiro se halla.
BRAULIO.— ¿Yo señor?… queréis que me desuelle vivo.
D. FERNANDO.— Quiero confundir a ese bribón.
BRAULIO.— Que le confunda el demonio, señor.
D. FERNANDO.— Date prisa. Te lo ordena don Fernando.
BRAULIO.— Pero si don Javier ignora que don Fernando…
D. FERNANDO.— Haz lo que mando.
BRAULIO.— Es que… perdéis el tiempo, señor.
D. FERNANDO.— Vamos, vuela.
BRAULIO.— Escúcheme su merced un momento. Es vano empeño; don Javier cela tanto a su hija que hoy mismo decía que antes será de la tumba que de ningún caballero.
D. FERNANDO.— Ideas de viejo rancio.
BRAULIO.— Ha jurado don Javier que la meterá a un convento para acabar con su inquietud amorosa.
D. FERNANDO.— Pues hasta el convento iría don Fernando.
BRAULIO.— Ya lo veis, señor, pretendéis un imposible. Y como ya en nada os puedo servir, me vuelvo al lecho (medio mutis por la derecha).
D. FERNANDO.— ¡Vil esclavo! Has tratado de distraerme con tus mentiras. Vamos, ve a cumplir mis órdenes…
BRAULIO.— Pero si don Javier es un tronco y si se despierta…
¡me destronca!
D. FERNANDO.— Que la paciencia pierdo… (le amenaza).
BRAULIO.— (haciendo mutis por la derecha) ¡Ay, esta noche
no la cuento!
DOÑA MERCEDES.— (de saya y manto, por el foro izquierda)
¡Don Fernando!
D. FERNANDO.— Mercedes, vuestro manto no sabe disfrazaros a mis ojos.
Adivino tras él, el vuestro encanto que enciende tan fanáticos antojos.
DOÑA MERCEDES.— No desmentís vuestra galantería.
D. FERNANDO.— ¡Quién podrá desmentirme ante el portento de luz y de belleza y picardía que sois, señora, y que a admirar me siento!
DOÑA MERCEDES.— Callaos, amigo, y no subáis el tono por más que me digáis lisonjas bellas tengo prisa en marchar y os abandono.
(medio mutis por la izquierda).
D. FERNANDO.— Me dejaréis sin luz si las estrellas de vuestros ojos para mí no brillan.
¿Será que otro reclama sus fulgores y en pos del cual os vais ansiosamente?
DOÑA MERCEDES.— Vuestra galantería es indiscreta.
(ap.) ¡Oh, Ramiro, a quien busco inútilmente!
D. FERNANDO.— ¿Será tal vez quien cautivó el hechizo de vuestra gracia un capitán bizarro, un trovero alocado y tornadizo un oidor que blasonó Pizarro, quien sabe un caballero decidido que os aguarda embozado en una esquina? ¿Quién será el mortal favorecido esta noche por vos?… ¿Quién lo adivina?
DOÑA MERCEDES.— (sonriendo) ¡Dejad de imaginaros aventuras y cantad una endecha a vuestro dueño!
(señalando el balcón).
Y no deis en decirme más locuras que es ocioso, señor, el vuestro empeño! (hace mutis por la derecha).
D. FERNANDO.— (viéndola alejarse).
Siempre seréis doña Mercedes loca
y tendréis cada día otros amores
y brindaréis la miel de vuestra boca
DON JAVIER.— (apareciendo por la puerta de la casa, seguido de Braulio, a don Fernando).
¿Es posible que un minero menguado
deshonre la mansión de mis mayores y
así manche el blasón de un Alvarado que
ha sido de virreyes y oidores?
D. FERNANDO.— Perdonad, don Javier, si os ha turbado
mi aviso sin querer, pues solo quiero
impedir que un bergante
ofenda la mansión de un caballero.
(Don Ramiro se descuelga sigilosamente del balcón).
¡Sed sereno, señor! Sale el tunante.
(Pausa. Don Javier y Don Fernando acechan a don Ramiro que baja. Cuando está en tierra).
DON JAVIER.— ¡Osado! que mi casa sola riega mancháis con vuestras plantas, atrevido.
ISABEL.— (en el balcón) ¡Oh, mi padre!
DON JAVIER.— La cólera me ciega
ante tal villanía.
BRAULIO.— (ap.) ¡Estoy perdido!
DON RAMIRO.— (respetuoso) ¡Don Javier!
DON JAVIER.— No os escucho. El desacato
que me habéis inferido, es miserable.
Vuestra planta en mi hogar y mi recato
ha dejado una ofensa imperdonable.
Jamás un Alvarado recibiera
un ultraje más vil a su blasón,
jamás un Alvarado permitiera
la osadía canalla de un bribón.
Os creí caballero y mi creencia
me hizo un día estrechar la vuestra
mano.
No esperaba de vos la irreverencia
de escalar mi mansión como un villano.
D. FERNANDO.— (a Braulio)
Haz señal a la gente que aquí espero.
(Braulio hace mutis, muerto de miedo, por la izquierda tercer término).
DON RAMIRO.— No es ultraje, señor, ni es osadía.
Mal podría inferirlo a quien venero.
Es tan solo el amor el que me guía
y vibra en este pecho que es sincero.
Perdonadme, si acaso el pobre empeño
de postrarme a los pies de mi adorada
me hizo turbar de vuestra casa el sueño,
en pos de una caricia regalada.
¡Perdonadme, señor!
DON JAVIER.— Un Alvarado
no sabe perdonar, ni es indulgente
si es fiel a su leyenda.
D. FERNANDO.— Sois menguado
y sois cobarde al humillar la frente.
DON RAMIRO.— No es a vos a quien pido este perdón.
¡No reclamo merced de aventureros!
D. FERNANDO.— Os exponéis, bribón,
a que os diga que son los caballeros.
DON RAMIRO.— No os tolero, señor. ¡Callad, os mando!
D. FERNANDO.— Nadie me hablará igual.
DON RAMIRO.— ¡El honor mío!
D. FERNANDO.— Sois un advenedizo y don Fernando
soy yo!
DON RAMIRO.— ¡A don Fernando desafío!
(Le arroja un guante.)
D. FERNANDO.— Recojo el reto.
DON RAMIRO.— ¡Adiós! (se va por la derecha)
(a don Fernando) Os agradezco
vuestra noble actitud.
D. FERNANDO.— Deber ha sido.
(Suena dentro la serenata que se acerca).
DON JAVIER.— ¿Qué serenata es esa?
D. FERNANDO.— La que ofrezco
a vuestro honor.
DON JAVIER.— Os soy agradecido.
A mi casa pasad que hay siempre en ella
buen vino y amistad para el amigo
caballero, que se hace digno de ella.
D. FERNANDO.— Me obligáis, don Javier.
(Ap., en tanto entra don Javier en la casa).
¡Mi fin consigo!
¡Para ella la canción de mis troveros!
Venga ahora el gallardo desafío, pues
no venzo tan solo caballeros
¡también los corazones!
ISABEL.— (en el balcón). ¡Él! ¡Dios mío!
(Los trovadores cantan dentro un motivo de la serenata. En el balcón se ve llorar a doña Isabel).