2.9. El hombre que enamoró de Lily Gant
- José Carlos Mariátegui
1Seis y 30 p.m. Parpadeaba la penumbra del cinema. Tanda vermouth. Lunes de moda. Hebea. Pathé Fréres. París.
En una fila media de la platea repleta, sin lagunas, Arnaldo se abandonaba con pereza sobre su asiento. Y entornaba los ojos —ojos grandes, verdes, vivaces, almendrados en el trazo—, como si soñara.
Arnaldo era joven. Treinta años decía su rostro afeitado, en el cual ponían su nota de cansancio las huellas de una juventud intensa. Y eran atildados y eran pulcros su traje y su ademán.
Por el ecran desfilaban escenas animadas y fugaces que Arnaldo miraba apenas. Pero surgió de pronto en una de ellas la figura esbelta, risueña y elegante de Lily Gant, y Arnaldo se incorporó en su asiento de platea y la siguió con los ojos —ojos grandes, verdes, vivaces y almendrados en el trazo—, que sonreían a la imagen de la artista.
Y Lily Gant, que hacía el papel de niña engañada en la historia folletinesca y cursi de la película, ponía en cada gesto y en cada ademán un matiz de su gama artística.
Era Lily Gant frágil y hermosa como una muñeca. Pero, al revés de una muñeca, era intensamente expresiva. Blonda, leve, aérea, pasaba por la luminosa fantasmagoría del ecran con los prestigios de lo misterioso, de lo desconocido, de lo irreal.
Arnaldo la seguía vehemente. Se diría que por el alma de este hombre elegante y pulcro pasaba una onda de extraño y refinado romanticismo.
Y en la sala, la concurrencia burguesa, vulgar y plácida, no perdía detalles de la historia folletinesca y cursi de la película. Un beso furtivo y quedo, cambiado en la penumbra protectora por dos enamorados, hizo vagar por un instante un leve perfume de juventud y de amor, de carne y de deseo.
Arnaldo era un gourmet del amor. Llegaba a los treinta años, maceradas sus carnes lívidas en los éxtasis locos de las locas caricias. Y llegaba célibe, irreductible en su soltería y en su ansia de libertad, después de deshojar pétalo por pétalo la flor exangüe de todos los placeres.
Hasta los treinta años no supo del amor su corazón. Arnaldo era sólo un cerebral, un refinado, un exquisito. El gourmet que decían sus amigos. La crisis sentimental se esbozó en su adolescencia, espoleada por los encantos de Rosa, su prima joven y bella. Pero Arnaldo conjuró inmediatamente la crisis seduciendo a la prima joven y bella.
Y ahora, el gourmet, el refinado, el exquisito, llegaba a los treinta años y se preguntaba si no habría hecho una tontería al no casarse con la prima de su primer episodio donjuanesco y si no era muy pobre, muy infecunda y muy estéril su vida sin cariño y sin recompensa.
Un día, por primera vez, pensó Arnaldo en que le convendría casarse, poseer un hogar, una familia. Él no tenía padres y en su vida de célibe, su alma de ficticia misoginia daba los primeros indicios de hastío. Y pensó unirse con Isabel Saravia, que contaba cinco años menos que él y que era muy hermosa.
Al día siguiente, pidió a Isabel Saravia, con la misma serenidad indiferente con que hacía un cable a Buenos Aires, adquiriendo un caballo nuevo, tres años, familia número 3, pedigrí garantizado.
Isabel no amaba seguramente a Arnaldo. Pero había despertado en ella el interés que en todas las mujeres casaderas de veinticinco años despierta un hombre de treinta con reputación de don Juan y vasta leyenda de conquistas, amantes y adulterios.
Los dos conseguían a ratos hacerse la ilusión de quererse. Y a la hora del five o‘clock tea se partían de una misma galleta de vainilla y hasta se daban un beso.
En una fila media de la platea repleta, sin lagunas, Arnaldo se abandonaba con pereza sobre su asiento. Y entornaba los ojos —ojos grandes, verdes, vivaces, almendrados en el trazo—, como si soñara.
Arnaldo era joven. Treinta años decía su rostro afeitado, en el cual ponían su nota de cansancio las huellas de una juventud intensa. Y eran atildados y eran pulcros su traje y su ademán.
Por el ecran desfilaban escenas animadas y fugaces que Arnaldo miraba apenas. Pero surgió de pronto en una de ellas la figura esbelta, risueña y elegante de Lily Gant, y Arnaldo se incorporó en su asiento de platea y la siguió con los ojos —ojos grandes, verdes, vivaces y almendrados en el trazo—, que sonreían a la imagen de la artista.
Y Lily Gant, que hacía el papel de niña engañada en la historia folletinesca y cursi de la película, ponía en cada gesto y en cada ademán un matiz de su gama artística.
Era Lily Gant frágil y hermosa como una muñeca. Pero, al revés de una muñeca, era intensamente expresiva. Blonda, leve, aérea, pasaba por la luminosa fantasmagoría del ecran con los prestigios de lo misterioso, de lo desconocido, de lo irreal.
Arnaldo la seguía vehemente. Se diría que por el alma de este hombre elegante y pulcro pasaba una onda de extraño y refinado romanticismo.
Y en la sala, la concurrencia burguesa, vulgar y plácida, no perdía detalles de la historia folletinesca y cursi de la película. Un beso furtivo y quedo, cambiado en la penumbra protectora por dos enamorados, hizo vagar por un instante un leve perfume de juventud y de amor, de carne y de deseo.
Arnaldo era un gourmet del amor. Llegaba a los treinta años, maceradas sus carnes lívidas en los éxtasis locos de las locas caricias. Y llegaba célibe, irreductible en su soltería y en su ansia de libertad, después de deshojar pétalo por pétalo la flor exangüe de todos los placeres.
Hasta los treinta años no supo del amor su corazón. Arnaldo era sólo un cerebral, un refinado, un exquisito. El gourmet que decían sus amigos. La crisis sentimental se esbozó en su adolescencia, espoleada por los encantos de Rosa, su prima joven y bella. Pero Arnaldo conjuró inmediatamente la crisis seduciendo a la prima joven y bella.
Y ahora, el gourmet, el refinado, el exquisito, llegaba a los treinta años y se preguntaba si no habría hecho una tontería al no casarse con la prima de su primer episodio donjuanesco y si no era muy pobre, muy infecunda y muy estéril su vida sin cariño y sin recompensa.
Un día, por primera vez, pensó Arnaldo en que le convendría casarse, poseer un hogar, una familia. Él no tenía padres y en su vida de célibe, su alma de ficticia misoginia daba los primeros indicios de hastío. Y pensó unirse con Isabel Saravia, que contaba cinco años menos que él y que era muy hermosa.
Al día siguiente, pidió a Isabel Saravia, con la misma serenidad indiferente con que hacía un cable a Buenos Aires, adquiriendo un caballo nuevo, tres años, familia número 3, pedigrí garantizado.
Isabel no amaba seguramente a Arnaldo. Pero había despertado en ella el interés que en todas las mujeres casaderas de veinticinco años despierta un hombre de treinta con reputación de don Juan y vasta leyenda de conquistas, amantes y adulterios.
Los dos conseguían a ratos hacerse la ilusión de quererse. Y a la hora del five o‘clock tea se partían de una misma galleta de vainilla y hasta se daban un beso.
Arnaldo acompañó un día a su novia al cine. Lo había puesto a elegir entre acompañarla al cine o a casa de sus primas las Miravales. Arnaldo se acordó de que las Miravales eran muy tontas y que todavía sus novios eran más tontos que ellas. Y prefirió llevar a Isabel al cine.
Ya en el cine, Isabel le dijo que exhibirían una cinta nueva: “El debut de Lucy”. Y que interpretaba a la protagonista, Lily Gant. —“Una gran artista! ¿No la conoces tú?”— Arnaldo no la conocía, pero por decir algo dijo que la había oído nombrar mucho. Isabel la ponderó entusiasta, hasta que apagaron las luces y comenzaron a sucederse las escenas de la película que se estrenaba ese día.
Arnaldo vio surgir a poco en el ecran la figura primorosa de Lily Gant, simulando una Lucy, que debutaba en el Folies Bergeres. Y esta Lucy de Folies Bergeres recibía un billete de un cansado amante que la abandonaba. Arnaldo nunca iba al cine. No conocía a Lily Gant y la encontró deliciosa.
Hubo un momento en que la figura de Lily Gant agrandada, luminosa y fantástica, apareció envuelta en un halo parpadeante y sonrió enviando un beso con sus dedos leves. Arnaldo sintió en sus ojos la mirada de los ojos de Lily Gant, que adivinó garzos. Y se sintió un poco niño. Le parecía estar preso de la misma impresión que cuando conoció en su adolescencia lontana a su prima joven y bella. Y que la mirada de Lily Gant era la misma mirada de su prima cuando se posó en la suya tímida. También los ojos de Rosa eran grandes, garzos, expresivos. Arnaldo recordó entristecido el día en que Rosa, su prima, la de los ojos grandes, garzos y expresivos como estos que ahora la miraban, se le entregó sumisa, inconsciente, amante.
Pero Lily Gant era más frágil. Lily Gant era más bella. Sólo sus ojos se parecían a los de Rosa, cuando Rosa era adolescente. Porque desde que Rosa se había casado, cuatro años antes, con un hombre rico, con lentes y con un abdomen muy grande, sus ojos tenían una mansa, una dulce, una beata expresión de animal doméstico.
Terminó la película. Salieron todos. Arnaldo con Isabel entre los últimos. Isabel le hablaba de Lily Gant: “¡Qué bonita! ¿No?” Arnaldo miró con pena a su novia y no le dijo nada.
Arnaldo regresó al día siguiente al cine para ver nuevamente a Lily Gant. Y volvió después muchas veces. A ratos se preguntaba si no sería infantil dejarse sugestionar así por una sombra que vagaba una hora o más entre el vertiginoso conjunto de la “fila”. Se acordaba de que tenía treinta años, de que iba a casarse, y se decía que no iba a derrotarlo un sentimentalismo ridículo e ingenuo, después de haber sido él tan fuerte y cerebral. Pero volvía a mirarse en los grandes ojos garzos de Lily Gant y se sentía otra vez niño, como cuando sintió en la suya la mirada de Rosa, su prima joven y bella.
Y día a día, le interesaba menos su novia. Se convenció más de que no la amaba. Faltó a menudo a los five o‘clock tea a su lado, y no volvieron a partirse de una galleta de vainilla ni a darse un beso, el pobre beso melancólico que compartieron a veces, indiferente él, temblorosa y espoloneada por el deseo ella.
Ya en el cine, Isabel le dijo que exhibirían una cinta nueva: “El debut de Lucy”. Y que interpretaba a la protagonista, Lily Gant. —“Una gran artista! ¿No la conoces tú?”— Arnaldo no la conocía, pero por decir algo dijo que la había oído nombrar mucho. Isabel la ponderó entusiasta, hasta que apagaron las luces y comenzaron a sucederse las escenas de la película que se estrenaba ese día.
Arnaldo vio surgir a poco en el ecran la figura primorosa de Lily Gant, simulando una Lucy, que debutaba en el Folies Bergeres. Y esta Lucy de Folies Bergeres recibía un billete de un cansado amante que la abandonaba. Arnaldo nunca iba al cine. No conocía a Lily Gant y la encontró deliciosa.
Hubo un momento en que la figura de Lily Gant agrandada, luminosa y fantástica, apareció envuelta en un halo parpadeante y sonrió enviando un beso con sus dedos leves. Arnaldo sintió en sus ojos la mirada de los ojos de Lily Gant, que adivinó garzos. Y se sintió un poco niño. Le parecía estar preso de la misma impresión que cuando conoció en su adolescencia lontana a su prima joven y bella. Y que la mirada de Lily Gant era la misma mirada de su prima cuando se posó en la suya tímida. También los ojos de Rosa eran grandes, garzos, expresivos. Arnaldo recordó entristecido el día en que Rosa, su prima, la de los ojos grandes, garzos y expresivos como estos que ahora la miraban, se le entregó sumisa, inconsciente, amante.
Pero Lily Gant era más frágil. Lily Gant era más bella. Sólo sus ojos se parecían a los de Rosa, cuando Rosa era adolescente. Porque desde que Rosa se había casado, cuatro años antes, con un hombre rico, con lentes y con un abdomen muy grande, sus ojos tenían una mansa, una dulce, una beata expresión de animal doméstico.
Terminó la película. Salieron todos. Arnaldo con Isabel entre los últimos. Isabel le hablaba de Lily Gant: “¡Qué bonita! ¿No?” Arnaldo miró con pena a su novia y no le dijo nada.
Arnaldo regresó al día siguiente al cine para ver nuevamente a Lily Gant. Y volvió después muchas veces. A ratos se preguntaba si no sería infantil dejarse sugestionar así por una sombra que vagaba una hora o más entre el vertiginoso conjunto de la “fila”. Se acordaba de que tenía treinta años, de que iba a casarse, y se decía que no iba a derrotarlo un sentimentalismo ridículo e ingenuo, después de haber sido él tan fuerte y cerebral. Pero volvía a mirarse en los grandes ojos garzos de Lily Gant y se sentía otra vez niño, como cuando sintió en la suya la mirada de Rosa, su prima joven y bella.
Y día a día, le interesaba menos su novia. Se convenció más de que no la amaba. Faltó a menudo a los five o‘clock tea a su lado, y no volvieron a partirse de una galleta de vainilla ni a darse un beso, el pobre beso melancólico que compartieron a veces, indiferente él, temblorosa y espoloneada por el deseo ella.
Ese día Arnaldo —le acariciaba la penumbra parpadeante del cine de seis—, se dijo que estaba enamorado de Lily Gant.
Pero ¿se había podido enamorar de una vaga, de una incorpórea, de una intangible mujer, de una sombra del ecran, él que no se había enamorado de ninguna otra real, de ninguna otra por hermosa que fuera? Arnaldo pensó que Isabel Saravia era también muy hermosa. Y que era su novia, y que iba a ser su esposa. ¿Iba a ser su esposa Isabel Saravia? Arnaldo, por primera vez, tímidamente, se arrepintió no poco de haberla pedido.
El cálculo razonador y frío, del hombre fuerte, del hombre cerebral, reaparecía. ¿Cómo podía enamorarse de una mujer que conocía solo por las imágenes oscilantes de las películas? Era un tonto. No volvería al cine. Lily Gant sería sin duda una cortesana asequible a los caprichos de un millonario bruto, con lentes y con un abdomen muy grande como el marido de Rosa, y al mismo tiempo amaría a un “macró” elegante que le pegaría y le quitaría el dinero. Arnaldo se encontró ridículo, infantil, y se ratificó en su propósito de no volver al cine. Esta vez sería la última. Estrenaban “La pobre Margot”, una película en la cual Lily Gant interpretaba a la protagonista, como la noche aquella en que acompañó a su novia y vio por primera vez a Lily Gant.
Las escenas del folletín de la película, grotesco y vulgar como el de la otra vez, comenzaron a pasar rápidas. Y Lily Gant surgió en el lienzo blonda, frágil, aérea. Arnaldo volvió a sentirse infantil y enamorado.
Lily Gant era “la pobre Margot”. Las aventuras de un amorío romántico y contrariado pasaron primero. Luego surgió la figura de un elegante, cínico, hermoso. Era el novio que sus padres imponían a “la pobre Margot”. Y Margot lo aceptaba sumisa, triste, apenada. Un día ambos tomaban té en una terraza. Él le hablaba mimoso, acariciador, y ella lo escuchaba sufrida, melancólica. Él quiso darle un beso y ella lo esquivó. Espoleado por la resistencia… él la abrazó violentamente. Y le dio brutal, uno, dos, tres besos crueles, ansiosos. Arnaldo miraba trémulo, enloquecido, inquieto. Sintió en la suya la mirada triste de los ojos garzos de Lily Gant. Y los ojos de Lily Gant miraban como miraron a Arnaldo los ojos de Rosa, de su prima joven y bella, aquel día en que se le entregó sumisa, inconsciente, amante. La escena desapareció entre un parpadeo fantástico de luz y un estremecimiento nervioso de sombra.
Pero ¿se había podido enamorar de una vaga, de una incorpórea, de una intangible mujer, de una sombra del ecran, él que no se había enamorado de ninguna otra real, de ninguna otra por hermosa que fuera? Arnaldo pensó que Isabel Saravia era también muy hermosa. Y que era su novia, y que iba a ser su esposa. ¿Iba a ser su esposa Isabel Saravia? Arnaldo, por primera vez, tímidamente, se arrepintió no poco de haberla pedido.
El cálculo razonador y frío, del hombre fuerte, del hombre cerebral, reaparecía. ¿Cómo podía enamorarse de una mujer que conocía solo por las imágenes oscilantes de las películas? Era un tonto. No volvería al cine. Lily Gant sería sin duda una cortesana asequible a los caprichos de un millonario bruto, con lentes y con un abdomen muy grande como el marido de Rosa, y al mismo tiempo amaría a un “macró” elegante que le pegaría y le quitaría el dinero. Arnaldo se encontró ridículo, infantil, y se ratificó en su propósito de no volver al cine. Esta vez sería la última. Estrenaban “La pobre Margot”, una película en la cual Lily Gant interpretaba a la protagonista, como la noche aquella en que acompañó a su novia y vio por primera vez a Lily Gant.
Las escenas del folletín de la película, grotesco y vulgar como el de la otra vez, comenzaron a pasar rápidas. Y Lily Gant surgió en el lienzo blonda, frágil, aérea. Arnaldo volvió a sentirse infantil y enamorado.
Lily Gant era “la pobre Margot”. Las aventuras de un amorío romántico y contrariado pasaron primero. Luego surgió la figura de un elegante, cínico, hermoso. Era el novio que sus padres imponían a “la pobre Margot”. Y Margot lo aceptaba sumisa, triste, apenada. Un día ambos tomaban té en una terraza. Él le hablaba mimoso, acariciador, y ella lo escuchaba sufrida, melancólica. Él quiso darle un beso y ella lo esquivó. Espoleado por la resistencia… él la abrazó violentamente. Y le dio brutal, uno, dos, tres besos crueles, ansiosos. Arnaldo miraba trémulo, enloquecido, inquieto. Sintió en la suya la mirada triste de los ojos garzos de Lily Gant. Y los ojos de Lily Gant miraban como miraron a Arnaldo los ojos de Rosa, de su prima joven y bella, aquel día en que se le entregó sumisa, inconsciente, amante. La escena desapareció entre un parpadeo fantástico de luz y un estremecimiento nervioso de sombra.
Cuando concluyeron las escenas del folletín grotesco y cursi de la película, salieron del cine las gentes plácidas y satisfechas. Se habían marchado todas cuando Arnaldo salió de la sala sombrío, inconsciente, como loco. Dio a un chauffer las señas de su casa e hizo que lo llevaran a ella. Cuando el automóvil se detuvo, entró a su casa de prisa y escribió a Isabel Saravia una carta muy breve. Le devolvía su palabra de matrimonio. No podía casarse con ella, porque era hereditariamente epiléptico. “Antes no había querido decírselo… ¡La amaba tanto!”…
Referencias
-
En La Prensa, Lima, 4 de agosto de 1915. En Lulú, Nº 48, pp. 18-20, Lima, 18 de mayo de 1916. En El Tiempo, Lima, 25 de agosto de 1916. En las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús (Lima, 1955), p.21-39. Y en la Revista Diplomática Peruana, Nº 36, pp. 14-15, Lima, 2 de abril de 1972. ↩︎