2.17. La guerra que pasa
- José Carlos Mariátegui
1Por la aldea había pasado la guerra como un hálito de destrucción y de muerte. Aún repercutía a la distancia el eco de disparos aislados. Era la guarnición belga que defendía su retirada, después de evacuar la pintoresca aldea campesina. El panorama alegre de la campiña mostraba en sus árboles tronchados y en sus sembríos destruidos, las huellas calcinantes del combate. Y en eras y pajonales el incendio languidecía y sus espirales de humo se dirían el alma del paisaje que se esfumaba.
Las calles estaban tristes, solitarias. Interrumpían de rato en rato su silencio las voces de algún grupo de soldados que discurrían lentamente y pasaban con un bronco y descompasado son de hierro. Eran los invasores. En sus ademanes hablaba el cansancio de las jornadas vencidas. Quedaban en el pueblo en espera de otras tropas por llegar. Y disfrutaban con satisfacción de la oportuna tregua.
Un rancho caliente, reparador, que no había tenido la frugalidad del dudoso y tardío de la campaña, habíales brindado un bienestar nuevo.
En un grupo, uno dijo:
—Quiero vino. Tengo una sed vieja.
Y otro forzó de un culatazo la atrancada puerta de una taberna e invitó a beber a los compañeros.
Los soldados bebían ansiosos, insaciables.
Bebían, reían, jugaban y vertían el vino por el suelo.
Caía la tarde. Un crepúsculo triste y nublado extendía un manto de angustia por la cima de la aldea desolada.
Se apagaba el eco de los disparos distantes. Y era cada vez más aislado, cada vez más lontano.
Ahítos de alcohol, los soldados reían, jurando. Algunos vagaban inconscientes, tambaleantes por las calles solas. Y sus siluetas reflejadas en las paredes por la sombra creciente, eran como tenues fantasmas epilépticos.
De vez en cuando, una puerta o una ventana se entreabrían y asomaba tímida una cabeza para esconderse luego.
A lo lejos, en la campiña solitaria, el incendio ponía sus intermitencias rojas y fugaces, sujeto al capricho veleidoso de los vientos.
Las calles estaban tristes, solitarias. Interrumpían de rato en rato su silencio las voces de algún grupo de soldados que discurrían lentamente y pasaban con un bronco y descompasado son de hierro. Eran los invasores. En sus ademanes hablaba el cansancio de las jornadas vencidas. Quedaban en el pueblo en espera de otras tropas por llegar. Y disfrutaban con satisfacción de la oportuna tregua.
Un rancho caliente, reparador, que no había tenido la frugalidad del dudoso y tardío de la campaña, habíales brindado un bienestar nuevo.
En un grupo, uno dijo:
—Quiero vino. Tengo una sed vieja.
Y otro forzó de un culatazo la atrancada puerta de una taberna e invitó a beber a los compañeros.
Los soldados bebían ansiosos, insaciables.
Bebían, reían, jugaban y vertían el vino por el suelo.
Caía la tarde. Un crepúsculo triste y nublado extendía un manto de angustia por la cima de la aldea desolada.
Se apagaba el eco de los disparos distantes. Y era cada vez más aislado, cada vez más lontano.
Ahítos de alcohol, los soldados reían, jurando. Algunos vagaban inconscientes, tambaleantes por las calles solas. Y sus siluetas reflejadas en las paredes por la sombra creciente, eran como tenues fantasmas epilépticos.
De vez en cuando, una puerta o una ventana se entreabrían y asomaba tímida una cabeza para esconderse luego.
A lo lejos, en la campiña solitaria, el incendio ponía sus intermitencias rojas y fugaces, sujeto al capricho veleidoso de los vientos.
En el sótano de su casita pobre, la familia Bonneau cenaba. Era sencilla, era buena la familia Bonneau. La apacibilidad campesina de su vida había sido truncada por la guerra.
El padre, el pobre papá Anatole, la había dejado, siguiendo un éxodo de fugitivos que confiaban tornar pronto a la aldea, cuando los clarines y los tambores de los belgas sonasen nueva y triunfalmente en sus calles
Su hijo, Mauricio, se batía con el ejército. Mauricio era fuerte, era hermoso, era bravo.
Quedaban sólo con la señora Bonneau, Ninette, su hija, y la pequeña Adela, su nieta, hija de Mauricio el ausente.
La pequeña Adela era huérfana de madre.
Tenía seis años. Ella no había sabido darse cuenta de la guerra. Y comía glotona y hablaba atragantándose muy sorprendida de que la señora Bonneau y la tía Ninette no la imitasen y estuviesen tan tristes. Cansada de interrogarlas sin que la contestasen con más que una caricia que alisaba sus cabellos caídos sobre la frente, la niña monologaba o brindaba bocaditos al gato. El gato era grande y negro y era glotón como la pequeña Adela. Pero al revés de ella, era silencioso.
La señora Bonneau callaba.
También callaba Ninette. Ambas tenían una actitud meditabunda. Las viandas de sus platos estaban apenas tocadas.
El gato grande y negro, enarcaba el lomo a compás con su ronco soliloquio de satisfacción y hartazgo.
El padre, el pobre papá Anatole, la había dejado, siguiendo un éxodo de fugitivos que confiaban tornar pronto a la aldea, cuando los clarines y los tambores de los belgas sonasen nueva y triunfalmente en sus calles
Su hijo, Mauricio, se batía con el ejército. Mauricio era fuerte, era hermoso, era bravo.
Quedaban sólo con la señora Bonneau, Ninette, su hija, y la pequeña Adela, su nieta, hija de Mauricio el ausente.
La pequeña Adela era huérfana de madre.
Tenía seis años. Ella no había sabido darse cuenta de la guerra. Y comía glotona y hablaba atragantándose muy sorprendida de que la señora Bonneau y la tía Ninette no la imitasen y estuviesen tan tristes. Cansada de interrogarlas sin que la contestasen con más que una caricia que alisaba sus cabellos caídos sobre la frente, la niña monologaba o brindaba bocaditos al gato. El gato era grande y negro y era glotón como la pequeña Adela. Pero al revés de ella, era silencioso.
La señora Bonneau callaba.
También callaba Ninette. Ambas tenían una actitud meditabunda. Las viandas de sus platos estaban apenas tocadas.
El gato grande y negro, enarcaba el lomo a compás con su ronco soliloquio de satisfacción y hartazgo.
Ninette era muy joven. Era joven y era hermosa. Tenía la frescura lozana de las bellezas campesinas. Y el rictus amable de sus labios y la serenidad azul de su mirada, decían cómo Ninette era buena. Bajo la prisión de su vestido aldeano, se insinuaba la rica euritmia de sus formas núbiles. En plena primavera de su vida y de su hermosura se diría que su virginidad lloraba.
Ninette estaba triste. Recordaba con pena a su padre fugitivo junto con la legión nómade. Recordaba a Mauricio, tan bueno, tan hermoso que agonizaba acaso en el fondo ensangrentado de un reducto. Recordaba a Juan, Juan era su amado. Y Juan, como Mauricio, era también hermoso y fuerte, y era también bueno. Sus varoniles arrogancias habían hablado al corazón de la virgen, se amaban intensa, serena, sinceramente, Juan también estaba en la guerra. Alegre, entusiasta, había pasado por la aldea y había hecho adiós desde muy lejos a Ninette con un pañuelo blanco en que ella había bordado su nombre. Ninette lo había visto partir tan jubiloso que tuvo celos de la patria.
Se abstraía en su meditación. Llegó hasta sus oídos el eco de voces ebrias y tuvo un estremecimiento. Eran los prusianos. Ella los había visto pasar fieros y duros. Algunos eran jóvenes y eran también garridos. ¡Oh, cómo les había hallado hermosos, así en sus trajes sucios, así fatigados, así sudorosos, así bruscos! Pero se había dicho al mismo tiempo que eran enemigos, que debía odiarlos. Quizá si en ese instante otros prusianos habían matado a su padre, a Mauricio, a Juan. Y se había santiguado, arrepentida de encontrarlos hermosos como un pecado mortal. Juan también era hermoso. Era, sin embargo, distinto de estos otros. Los hallaba más varoniles, más arrogantes, dentro de su dureza de ademanes y su desaliño de ropas.
Ninette recordaba la historia reciente de las exacciones que ellos cometían. Rápida había llegado a la aldea, la noticia de cómo arrasaban los pueblos, incendiaban las casas y ultrajaban a las mujeres. En la aldea cercana, a cinco kilómetros tan sólo, habían asesinado al guardián Fermín. Y a Jacinta, su hija, la habían gozado siete prusianos uno tras otro. Ninette tuvo un estremecimiento.
El ruido de los sables y de las voces ebrias sonó nuevamente. Esta vez más cercana. Lo oyó Ninette y lo oyó también la señora de Bonneau. Ambas se agitaron nerviosas, asustadas. La pequeña Adela preguntó qué ocurría.
Los sables y las voces ebrias sonaron más próximas.
La pequeña Adela abría unos ojos muy grandes, unos ojos de miedo y la señora Bonneau y Ninette la acariciaron para tranquilizarla.
El gato se erizaba a los pies de la niña y erguía sus orejas menudas y avizoras.
Eran tres soldados ebrios que apenas podían tenerse y chanceaban incoherentes y bulliciosos. Recostábanse en las paredes y seguían un trecho. Se detenían luego. Eran jóvenes, eran fuertes. No sabían dónde iban. El frío de la noche los invadía. Uno de ellos aguaitó por la ventana de la casita en que vivía la familia Bonneau. Vio dentro un vago destello de luz que indicaba lumbre, y pensó que junto a ella podían calentar sus cuerpos fatigados. Tambaleante, dio un golpe a la puerta endeble.
La puerta no cedió del todo, pero se entreabrió un poco a la violencia del golpe. Sus compañeros le ayudaron. En medio de la inconsciencia de su borrachera, el instinto les decía que tras de esa puerta había lumbre, abrigo y tal vez camas. ¡Si hubiese camas! ¡Hacía tanto tiempo que sus cuerpos no descansaban!
La puerta se abrió al fin. El primer soldado cayó de bruces al ceder la hoja en la cual se apoyaba su cuerpo semi-inerte. Juró furioso e hizo esfuerzos vanos por incorporarse. Los otros entraron.
La estancia estaba casi a oscuras. El destello de luz extendía una penumbra débil. La luz subía del sótano, los soldados avanzaron a la abertura y miraron. Abajo ardía la lumbre y ascendía un olor de hogar y de cena íntima.
Descendieron a tropezones y riendo. Las tres mujeres lanzaron un grito de miedo. La pequeña Adela empezó a llorar.
El gato dio un brinco y ganó la escalera a saltos, pasando por entre las piernas de un soldado.
Los prusianos se quedaron mirando fijamente a las mujeres. Sus pupilas de ebrios tuvieron un destello turbio.
—¿Qué miedo es ese? A ver…
Uno se acercó a Ninette, sonriente y le dijo: ¡Chiquilla! Y le hizo una caricia en las mejillas. Ella se escapó gritando y sus gritos hacían un dúo doloroso con la indignación temblorosa de su madre. La señora Bonneau cogió de la mesa un cuchillo y lo arrojó a la cabeza del soldado. El cuchillo pasó rozándole el cuello y su roce se marcó instantáneo con unas gotas de sangre que brotaban rápidas. El prusiano dio un grito de furia y se llevó la mano a la cintura, buscando su revólver. Y apuntó con él a la señora Bonneau. Disparó una vez, dos, tres, cuatro. La señora Bonneau, se desplomó herida en el pecho, en la cabeza, en el vientre. Estaba muerta. El otro soldado asía a Ninette que luchaba horrorizada, convulsa, por precipitarse sobre la madre muerta.
La pequeña Adela se arrojó sobre el cadáver sangriento y tibio y lo abrazó frenética.
El asesino se acercó a Ninette y le dijo:
—No ha sido mi culpa. Ella quiso matarme antes… Y la besó en los labios brutalmente.
Ninette se desmayó…
Arriba, el gato grande y negro mayaba desesperadamente…
Ninette estaba triste. Recordaba con pena a su padre fugitivo junto con la legión nómade. Recordaba a Mauricio, tan bueno, tan hermoso que agonizaba acaso en el fondo ensangrentado de un reducto. Recordaba a Juan, Juan era su amado. Y Juan, como Mauricio, era también hermoso y fuerte, y era también bueno. Sus varoniles arrogancias habían hablado al corazón de la virgen, se amaban intensa, serena, sinceramente, Juan también estaba en la guerra. Alegre, entusiasta, había pasado por la aldea y había hecho adiós desde muy lejos a Ninette con un pañuelo blanco en que ella había bordado su nombre. Ninette lo había visto partir tan jubiloso que tuvo celos de la patria.
Se abstraía en su meditación. Llegó hasta sus oídos el eco de voces ebrias y tuvo un estremecimiento. Eran los prusianos. Ella los había visto pasar fieros y duros. Algunos eran jóvenes y eran también garridos. ¡Oh, cómo les había hallado hermosos, así en sus trajes sucios, así fatigados, así sudorosos, así bruscos! Pero se había dicho al mismo tiempo que eran enemigos, que debía odiarlos. Quizá si en ese instante otros prusianos habían matado a su padre, a Mauricio, a Juan. Y se había santiguado, arrepentida de encontrarlos hermosos como un pecado mortal. Juan también era hermoso. Era, sin embargo, distinto de estos otros. Los hallaba más varoniles, más arrogantes, dentro de su dureza de ademanes y su desaliño de ropas.
Ninette recordaba la historia reciente de las exacciones que ellos cometían. Rápida había llegado a la aldea, la noticia de cómo arrasaban los pueblos, incendiaban las casas y ultrajaban a las mujeres. En la aldea cercana, a cinco kilómetros tan sólo, habían asesinado al guardián Fermín. Y a Jacinta, su hija, la habían gozado siete prusianos uno tras otro. Ninette tuvo un estremecimiento.
El ruido de los sables y de las voces ebrias sonó nuevamente. Esta vez más cercana. Lo oyó Ninette y lo oyó también la señora de Bonneau. Ambas se agitaron nerviosas, asustadas. La pequeña Adela preguntó qué ocurría.
Los sables y las voces ebrias sonaron más próximas.
La pequeña Adela abría unos ojos muy grandes, unos ojos de miedo y la señora Bonneau y Ninette la acariciaron para tranquilizarla.
El gato se erizaba a los pies de la niña y erguía sus orejas menudas y avizoras.
Eran tres soldados ebrios que apenas podían tenerse y chanceaban incoherentes y bulliciosos. Recostábanse en las paredes y seguían un trecho. Se detenían luego. Eran jóvenes, eran fuertes. No sabían dónde iban. El frío de la noche los invadía. Uno de ellos aguaitó por la ventana de la casita en que vivía la familia Bonneau. Vio dentro un vago destello de luz que indicaba lumbre, y pensó que junto a ella podían calentar sus cuerpos fatigados. Tambaleante, dio un golpe a la puerta endeble.
La puerta no cedió del todo, pero se entreabrió un poco a la violencia del golpe. Sus compañeros le ayudaron. En medio de la inconsciencia de su borrachera, el instinto les decía que tras de esa puerta había lumbre, abrigo y tal vez camas. ¡Si hubiese camas! ¡Hacía tanto tiempo que sus cuerpos no descansaban!
La puerta se abrió al fin. El primer soldado cayó de bruces al ceder la hoja en la cual se apoyaba su cuerpo semi-inerte. Juró furioso e hizo esfuerzos vanos por incorporarse. Los otros entraron.
La estancia estaba casi a oscuras. El destello de luz extendía una penumbra débil. La luz subía del sótano, los soldados avanzaron a la abertura y miraron. Abajo ardía la lumbre y ascendía un olor de hogar y de cena íntima.
Descendieron a tropezones y riendo. Las tres mujeres lanzaron un grito de miedo. La pequeña Adela empezó a llorar.
El gato dio un brinco y ganó la escalera a saltos, pasando por entre las piernas de un soldado.
Los prusianos se quedaron mirando fijamente a las mujeres. Sus pupilas de ebrios tuvieron un destello turbio.
—¿Qué miedo es ese? A ver…
Uno se acercó a Ninette, sonriente y le dijo: ¡Chiquilla! Y le hizo una caricia en las mejillas. Ella se escapó gritando y sus gritos hacían un dúo doloroso con la indignación temblorosa de su madre. La señora Bonneau cogió de la mesa un cuchillo y lo arrojó a la cabeza del soldado. El cuchillo pasó rozándole el cuello y su roce se marcó instantáneo con unas gotas de sangre que brotaban rápidas. El prusiano dio un grito de furia y se llevó la mano a la cintura, buscando su revólver. Y apuntó con él a la señora Bonneau. Disparó una vez, dos, tres, cuatro. La señora Bonneau, se desplomó herida en el pecho, en la cabeza, en el vientre. Estaba muerta. El otro soldado asía a Ninette que luchaba horrorizada, convulsa, por precipitarse sobre la madre muerta.
La pequeña Adela se arrojó sobre el cadáver sangriento y tibio y lo abrazó frenética.
El asesino se acercó a Ninette y le dijo:
—No ha sido mi culpa. Ella quiso matarme antes… Y la besó en los labios brutalmente.
Ninette se desmayó…
Arriba, el gato grande y negro mayaba desesperadamente…
La aldea exhibía las huellas del paso de la barbarie. Sus muchas casas en escombros, su iglesia semidestruida, refería la historia de crueles episodios. Habitaban en ella todavía unos pocos de sus antiguos pobladores y se alzaban en pie escasas casitas, de trecho en trecho, como testigos perennes de la ruina. Los ecos de la guerra llegaban muy distintos. Apenas si la continuación de la lucha daba indicio en el paso por la aldea, de raro en raro, de tropas que marchaban a algunos de los más inmediatos puntos de batalla. Y pasados ya los incendios y pasada ya la lluvia destructora de la metralla y de las balas, la campiña abandonada reverdecía en una poética floración de vida nueva.
La casita solitaria de la familia Bonneau era un evocador vestigio de la antigua aldea. Dentro, Ninette reposaba en un lecho limpio y pobre. A su lado dormía también un niño. Era un niño recién nacido. La pequeña Adela, muy quietecita y muy seria, velaba con gravedad de persona grande. El gato se frotaba runruneante contra sus piernas, nostálgico del voluptuoso regalo de las caricias de su amita.
La luz del sol, un claro sol cenital, que iluminaba los panoramas y ponía su caricia fecunda sobre los campos marchitos, penetraba por la ventana toda abierta.
Ninette se despertó. Volvía en sí después de una noche de dolor y angustia. Fatigada, exhausta, había dormido la mañana entera. Ahora veía a su lado un niño, su hijo que era fruto del crimen maldecido que ensombreció su existencia. Dueña de sus energías, se incorporó en el lecho y afluyeron de un golpe a su cerebro los recuerdos de todo lo pasado. La guerra había arrojado un soplo de dolor sobre su vida.
Ninette reflexionaba. La memoria de su padre, de su hermano, de su novio llenó su mente. De su novio se acordó, inmensamente dolorida. A sus manos habían llegado dos días antes una carta en que le anunciaba que sobrevivía, que seguía luchando, que solo lo alentaba en la lucha su recuerdo. “Tu recuerdo puro, santo que es mi égida”, decía él. Ella había llorado ante la ironía del destino. Juan llamaba puro y santo su recuerdo. Él ignoraba todo.
Entre Ninette y Juan se interponía como un estigma el niño recién nacido, el niño que venía a ser en su vida una fuente de odio inagotable. Él le recordaría para siempre el pasado y sería en suma como una voz de maldición, era el hijo del crimen.
Perturbada por estos sentimientos, resucitada en su mente la tragedia, miró con odio al niño que dormía. Y pensó en matarlo. El pensamiento fue arraigando segundo tras segundo y se hizo resolución. Borraría el crimen con el crimen. Las manos de la puérpera cogieron brutalmente al niño y lo alzaron trémulas para estrellarlo.
El niño dio un grito. Y rompió a llorar. Su llanto detuvo el ímpetu de Ninette. La pequeña Adela la miraba asustada con sus grandes ojazos muy abiertos. Ninette se sintió madre y en su alma de mujer florecieron sentimientos ignorados. El amor la vencía. Y puso un beso loco, un beso ferviente en los labios del niño que lloraba.
Fuera, el sol cenital bañaba la soledad augusta del paisaje que reverdecía. Y la primavera de este florecimiento decía como un himno de vida nueva…
La casita solitaria de la familia Bonneau era un evocador vestigio de la antigua aldea. Dentro, Ninette reposaba en un lecho limpio y pobre. A su lado dormía también un niño. Era un niño recién nacido. La pequeña Adela, muy quietecita y muy seria, velaba con gravedad de persona grande. El gato se frotaba runruneante contra sus piernas, nostálgico del voluptuoso regalo de las caricias de su amita.
La luz del sol, un claro sol cenital, que iluminaba los panoramas y ponía su caricia fecunda sobre los campos marchitos, penetraba por la ventana toda abierta.
Ninette se despertó. Volvía en sí después de una noche de dolor y angustia. Fatigada, exhausta, había dormido la mañana entera. Ahora veía a su lado un niño, su hijo que era fruto del crimen maldecido que ensombreció su existencia. Dueña de sus energías, se incorporó en el lecho y afluyeron de un golpe a su cerebro los recuerdos de todo lo pasado. La guerra había arrojado un soplo de dolor sobre su vida.
Ninette reflexionaba. La memoria de su padre, de su hermano, de su novio llenó su mente. De su novio se acordó, inmensamente dolorida. A sus manos habían llegado dos días antes una carta en que le anunciaba que sobrevivía, que seguía luchando, que solo lo alentaba en la lucha su recuerdo. “Tu recuerdo puro, santo que es mi égida”, decía él. Ella había llorado ante la ironía del destino. Juan llamaba puro y santo su recuerdo. Él ignoraba todo.
Entre Ninette y Juan se interponía como un estigma el niño recién nacido, el niño que venía a ser en su vida una fuente de odio inagotable. Él le recordaría para siempre el pasado y sería en suma como una voz de maldición, era el hijo del crimen.
Perturbada por estos sentimientos, resucitada en su mente la tragedia, miró con odio al niño que dormía. Y pensó en matarlo. El pensamiento fue arraigando segundo tras segundo y se hizo resolución. Borraría el crimen con el crimen. Las manos de la puérpera cogieron brutalmente al niño y lo alzaron trémulas para estrellarlo.
El niño dio un grito. Y rompió a llorar. Su llanto detuvo el ímpetu de Ninette. La pequeña Adela la miraba asustada con sus grandes ojazos muy abiertos. Ninette se sintió madre y en su alma de mujer florecieron sentimientos ignorados. El amor la vencía. Y puso un beso loco, un beso ferviente en los labios del niño que lloraba.
Fuera, el sol cenital bañaba la soledad augusta del paisaje que reverdecía. Y la primavera de este florecimiento decía como un himno de vida nueva…
JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI
Referencias
-
Firmado: José Carlos Mariátegui. Transcrito a base de un recorte conservado en un álbum familiar, pero sin indicaciones sobre procedencia. ↩︎
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