2.1. Juan Manuel

  • José Carlos Mariátegui

  

         1En aquel pueblo de San Luis, viejo, apacible y serenamente pintoresco, era Juan Manuel, desde hacía quince años, el médico.
         Quince años antes, Juan Manuel terminaba sus estudios y, modesto y abúlico como era, acogió de muy buen grado el nombramiento de médico titular que algunos influyentes amigos le consiguieron.
     Y habitó desde entonces en San Luis, sin que nada turbara su vida monótona e invariable, compartiendo su tiempo entre las visitas a sus enfermos, que degeneraban en familiar tertulia con los deudos del paciente, las charlas con el boticario que, gordo, bonachón y todo, era sin duda la persona más culta del pueblo, y la lectura de periódicos y libros de tan extrañas y revolucionarias teorías filosóficas, que escandalizaban al párroco e intrigaban al gobernador, incapaz de comprender teoría alguna, como casi todos los gobernadores.
         Juan Manuel gustaba de vivir solitario. Le acompañaban únicamente una vieja de aquellas que tan bien estofan un pollo como preparan una cataplasma, vieja buena, aunque habladora, que hacía a la vez de ama de llaves, cocinera y zurcidora de medias, y un gato rojo, considerado por todos como un modelo de longevidad en este género de felinos. El ama se llamaba Ramona y Relámpago el gato, y eran los dos seres tranquilos, ordenados e inofensivos que se distinguían entre ellos sólo por la misteriosa tranquilidad del uno, mal avenida con su nombre desde luego, y la bulliciosa charlatanería de la otra.
         Juan Manuel tenía un carácter raro. No era precisamente un misántropo, y ni siquiera llegaba a huraño. Frecuentaba las veladas de la casa del cura y de don Belisario Rodríguez, negociante en ganados, que gustaba del briscán, rocambor y juego de prendas. Don Belisario vivía con su esposa y un hijo, Andrés, que lo representaba en sus negocios, y tenía educándose en Lima a una hija, llamada Rosalía, a quien conoció Juan Manuel antes de que abandonara el pueblo y cuando no tenía más de diez años.
         El médico estaba encariñado resueltamente con su libertad y temía al matrimonio, entre otras causas, por miedo a que la esposa utilizara en menesteres domésticos sus revistas científicas, echara al fuego los libros que escandalizaban al cura, y desordenara la mesa vasta y negra de su escritorio, que tenía cierto fúnebre carácter sin duda porque en ella escribía la casi totalidad de sus recetas. Para Juan Manuel, una mujer estaría quizá demás en su casa, ya que no consideraba tal a doña Ramona, a quien íntimamente definía en un género de vertebrados, bastante extraño, pero más útil e inofensivo en su concepto. Seriamente, nunca pensó en la posibilidad de adquirir matrimonio, ni en que pudiese hacerle falta.
         Pese a su afanoso anhelo de emborracharse en la lectura de libros tremendos y de perder toda credulidad, era Juan Manuel un hombre bueno y sencillo, que se santiguaba al bostezar, y hablaba con religioso respeto de Santa Rosa de Lima y San Antonio de Padua, a quien Ramona prendía todos los días una lámpara de aceite.


 

         Juan Manuel fue despertado un día a media noche con urgencia inusitada. Un muchacho había ido a decirle que don Belisario se hallaba grave y le esperaba sin tardanza. Se vistió de prisa y salió a la calle sin perder segundo. Echó a andar, seguido por el muchacho, en demanda de la casa del ganadero. La luna derramaba su luz blanca sobre los tejados donde los gatos maullaban dolorosamente y los grillos decían el monorritmo interminable de su canción.
         Don Belisario se moría sin remedio. Su casa estaba toda llena de gente y Juan Manuel hubo de abrirse, dificultosamente, paso para llegar hasta el lecho del paciente.
         El diagnóstico fue comunicado solo a Andrés, el hijo de don Belisario. No había esperanzas. El viejo industrial se moría, entre la consternada desolación de los suyos, y las lamentaciones bulliciosas de las gentes del pueblo que llenaban la casa, más por veletería que por condolencia.
         Don Belisario dijo a su mujer su último deseo. Quería ver a su hija antes de morir. Quería verla.
         Y Rosalía fue llamada por telégrafo, enseguida.


 

         Muy pocos días después Rosalía llegaba al pueblo. Era joven, buena y lozanamente hermosa. Y tenía el solo defecto de haberse habituado mucho a la vida de la ciudad y de encontrar desesperante la monotonía de San Luis.
         Al verla, el médico se sintió por primera vez un poco conmovido, sin que atinara a explicarse por qué.
         Aquel día olvidó la lectura de sus libros revolucionarios y se durmió pensando en la tristeza de su vida sin recompensa y sin cariño.


 

         Juan Manuel se había despertado muy temprano, tan temprano que la vieja y el gato, con ser madrugadores por excelencia, dormían tranquilamente.
         El médico salió al jardincillo que hacía entrada a la casa y por primera vez reparó en la mal cuidada almáciga de trinitarias que ponía en un trecho su nota de color y poesía. Antes nunca le habían preocupado las flores. Y esta vez, la primera, Juan Manuel sintió que eran bellas y se hizo el propósito de cuidarlas.
         Una matita muy pequeña perecía entre el exuberante florecimiento de las demás. Juan Manuel sintió pena por ella, y, con solicitud cariñosa, la trasplantó a un tiesto. Y también, por primera vez, creyó haber hecho una obra buena en su vida.


 

         Don Belisario se murió como estaba previsto. Toda la casa se llenó de gente y Rosalía, pálida y enlutada, recibió las condolencias de las personas del pueblo. Primero el cura, luego el boticario, después el médico. Juan Manuel tendió la mano a Rosalía y se estremeció al contacto de la suya, pequeña y carnosa.
         Varios días después Juan Manuel volvió a casa de Rosalía. La viuda había ido con Andrés al cementerio. Rosalía estaba sola. Entre los dos medió un silencio embarazoso por largo tiempo. Juan Manuel fue el primero en hablar y sus palabras temblaron acariciadoras y entrecortadas…
         Gradualmente, el diálogo se animaba y crecía. Juan Manuel y Rosalía se hicieron confidencias del pasado y dedicaron una cariñosa frase a cada recuerdo.
         Por una ventana, entreabierta, penetraba un haz de luz que atenuaba la penumbra de la sala. La ventana enmarcaba un trozo florecido del valle, en medio del cual serpenteaba el camino. Todo en el paisaje contrastaba con la fúnebre tristeza de la estancia. Se diría un himno mudo al amor y a la vida.


 

         Era el crepúsculo cuando Juan Manuel volvió a su casa. Antes de entrar, el médico acarició con solicitud mimosa la plantita recién trasplantada. Retoñaba lozana y entre las hojas tiernas y verdes se hinchaban los primeros botones.


Referencias


  1. En La Prensa, Lima, 1 de agosto de 1914. Y en las Páginas Literarias, seleccionadas por Edmundo Cornejo Ubillús (Lima, 1955), p. 58-64. ↩︎