6.17. Dos telegramas

  • José Carlos Mariátegui

 

         1El señor don Octavio Alva es un dechado de diputados peruanos. Es un diputado sagaz, diplomático y avisado que nunca está mal con ningún bando político. Que goza de los favores de los gobiernos y de las consideraciones de la oposición. Que mantiene relaciones igualmente cordiales con los representantes de la izquierda y los representantes de la derecha. Se sitúa siempre en la zona templada de la política. Y huye de la zona tórrida.
         Su escuela política es la escuela cajamarquina del señor Rafael Villa nueva. Pero el señor Alva no se encierra intransigentemente dentro de ella. A veces toma de otras escuelas políticas tal o cual sistema o tal o cual ardid. Y sigue siendo villanuevista en su táctica y en su filiación.
         Además, el señor Alva es un varón muy cortés y zalamero. No es su afabilidad la afabilidad donairosa y cortesana del señor Manzanilla, ni es la afabilidad festiva y donjuanesca del señor don Juan Durand, ni es la afabilidad estruendosa y tremebunda del señor Peña Murrieta. La afabilidad del señor Alva es mesurada, opaca y anodina. Pero de toda suerte es afabilidad.
         Y, claro, una persona tan galante, tan equilibrada y tan comedida, a pesar de su experiencia y de su práctica política, no se encuentra a gusto dentro de las situaciones de lucha y de contienda. Ahora, por ejemplo, el señor Alva querría complacer a todos los candidatos. A todos los candidatos visibles y a todos los candidatos invisibles. Más aún. Querría que todos triunfasen. Que todos llegasen a presidentes de la República.
         Durante las últimas elecciones, el señor Alva estaba en Contumazá. Y se sabe de él que no votó por ninguno de los candidatos. No votó por el Sr. Leguía ni por el Sr. Aspíllaga. No votó por el señor Piérola ni por el señor Bernales. No votó siquiera por su grande y buen amigo el señor Larco Herrera. Se abstuvo de votar.
         Mas, eso sí, después de las elecciones, el señor Alva no pudo contenerse. Sintió la necesidad apremiante de enviar al señor Aspíllaga, candidato del partido civil que es su partido, un telegrama de felicitación. Y no supo resistir esta necesidad.
         Depositó sin tardanza en el telégrafo el siguiente mensaje:
         “Ántero Aspíllaga. —Lima— Triunfo espléndido. Felicítole. — Octavio Alva”.
         Mas con este telegrama no quedó totalmente satisfecho el señor Alva. El señor Alva recordó que también era amigo del señor Leguía. Que había formado parte de la histórica mayoría liberal—leguiísta de don Roberto Leguía. Que había concurrido al congreso de Pando. Y que el señor Leguía era un caudillo.
         Y, sin vacilar, depositó este otro mensaje:
         “Augusto Leguía. —Lima— Triunfo espléndido. Felicítole. —Octavio Alva”.
         Total: dos telegramas iguales del señor Alva. Uno para el señor Aspíllaga, candidato del gobierno. Otro para el señor Leguía, candidato de la oposición. El primero representa la adhesión disciplinaria del señor Alva, civilista, al jefe de su partido. El segundo representa la adhesión afectuosa del señor Alva, antiguo leguiísta, a uno de sus más ilustres amigos personales.
         Pero todos los conflictos de deberes no se resuelven con un telegrama. Y hoy el señor Alva se halla en otro conflicto. Tiene que decidirse por un solo candidato. Para él la solución sería emitir dos votos. Mas esto no es posible. Los votos no son como los telegramas…


Referencias


  1. Publicado en la La Razón, Nº 39, Lima, 26 de junio de 1919. ↩︎