6.13. Senador propietario

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Desde su lejana tierra incaica, encaramado sobre un cerro, nos saluda en estos instantes el esclarecido quechua señor don Miguel Domingo González. Y nos avisa con letras de mano que acaba de ser proclamado senador propietario por el linajudo y heroico departamento del Cuzco. Y nos pide que lo pongamos en conocimiento de sus muchos amigos metropolitanos. El alborozo no le cabe dentro del cuerpo.
         Y no es para menos.
         El señor González era senador suplente por su departamento. Su feliz hado de varón sagaz y ladino hizo que permaneciera incorporado casi siempre al Parlamento. Y que, siendo miembro de la minoría leguiísta, saliera elegido secretario de la Cámara. Y que, desde la secretaría de la Cámara, agitara más de una vez la política parlamentaria.
         Este año vacaba en su cargo. Su carrera política, pintoresca y bulliciosa, iba a quedar interrumpida bruscamente si el señor González no se lanzaba bravamente a la lucha. Y para aspirar a su elección, el señor González tropezaba con un inconveniente: la enemistad del gobierno. El gobierno, sin duda alguna, le opondría otro candidato. Pero no en balde el señor González es hombre de muchos recursos. Oportunamente se afilió al leguiísmo. Y con la bandera del leguiísmo en las manos se encaminó al Cuzco. Y solicitó los votos de los cuzqueños, al mismo tiempo que para él, para un personaje acreedor a la devoción del Cuzco: para el señor don Miguel Grau. El señor González sabía perfectamente que las banderas rebeldes poseen un mágico poder de captación en todos los pueblos.
         Ahora el señor González no está, por eso, en la opaca condición de un suplente cesante, sino en la brillante condición de un senador propietario.
         Claro que la elección del señor González no es una elección incontrovertible. El proceso del Cuzco ha sido un proceso dual. Dual en las provincias y dual, por ende, en el departamento. Las credenciales del señor González tienen que ser revisadas, pues, por la Corte Suprema. La Suprema va a filtrar, analizar y pesar los sufragios, los escrutinios y las actas del señor González. Sus adversarios sostendrán la nulidad de las credenciales del señor González.
         Pero esto no importa.
         El señor González desea vivamente introducirse de nuevo, aunque sea por una rendija, en la Cámara de Senadores. Pero si la Corte Suprema, inexorable y terrible, no se lo permite, se conformará con su mala ventura. Le basta con sonar como senador electo por el Cuzco. Le basta con seguir incrustado en la actualidad política. Le basta con que las elecciones de 1919 no hayan trascurrido sin que los pueblos del Cuzco lo discutieran, lo citaran, lo llevaran y lo trajeran. Espera, además, que la suerte le permita, por lo menos, anular también las elecciones contrarias a las suyas. Morir con todos los filisteos entre los escombros del proceso dual. De este proceso dual sacará él, en el peor de los casos, el título preciso para presentarse como candidato en las próximas elecciones.
         Al señor González no lo arredra ni lo descorazona nada. Tiene una energía y una perseverancia de chasqui nutrido con ollucos, cancha y cebada. Las gentes metropolitanas suelen reírse de su obesidad, de su lenguaje, de su cusqueñismo, de sus chaqués, de sus corbatas, de sus medias crudas y de sus huairuros. Al señor González no le importa esto. Menos aún le importa que sus camaradas de la minoría le motejen chaquichampi. El señor González sigue impertérrito su camino. Mantiene relaciones corteses con todos los “ases” de la política, vive conectado con todas las orientaciones, cuenta con amigos en todos los sectores partidaristas. Es lo que en términos criollos se llama una “uta”.
         Hoy que, desde su lejana tierra incaica, nos agita los brazos, deshaciéndose en aspavientos y en visajes, sentimos unas ganas locas de tenerlo aquí en nuestra oficina de redacción, delante de la mesa revuelta en que escribimos, para sacarle un retrato.v          Y para pedirle su autobiografía.


Referencias


  1. Publicado en la La Razón, Nº 30, Lima, 16 de junio de 1919. ↩︎