5.1. “Yo soy aquel…”

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Somos los mismos. Los mismos que en otro diario, de cuyo nombre no queremos acordarnos, nos reíamos de los políticos de la calle y de los políticos de la casa. Los mismos que le poníamos cómicas apostillas al diario de los debates. Los mismos que comentábamos con ingenua travesura los carpetazos de la mayoría automatizada y los gritos de la minoría acéfala. Los mismos que engrandecíamos solemnemente la noble fama del ilustre parlamentario criollo, don Manuel Bernardino Pérez. Los mismos que teníamos a mucha y muy grande honra llamarnos risueñamente bolcheviques. Somos los mismos.
         Los que están ahora lejos de nosotros no quieren creerlo. Murmuran que no es cierto: que no somos los mismos. Pero es que jamás supieron cómo éramos nosotros. Creyeron siempre que éramos como ellos. Y a nosotros, por supuesto, hasta en nuestros instantes de más cristiana y evangélica humildad, nos hizo muy poca gracia esta creencia.
         A la casa y al periódico que hospedaron, hasta hace tres meses, nuestra palabra y nuestro pensamiento nos llevó esta sana y buena inquietud que de nosotros vive señoreada. Éramos entonces más jóvenes que ahora. Y decir que éramos más jóvenes es decir que éramos más ilusos. Nos sedujo la idea de acometer una empresa denodada y atrevida. Nos poseyó el convencimiento de que habíamos nacido para la lucha. Nos pareció muy bien eso de escribir como nos viniese en gana.
         Pero muy pronto sentimos, consternados y tristes, que en esa casa y en ese periódico no podíamos vivir a gusto. Comprendimos, poco a poco, que nuestro hogar no era ése. Pensamos que allí nos faltaba oxígeno, nos faltaba luz y nos faltaba todo contentamiento. Procuramos, como el poeta de las flores del mal, formarnos con nuestras ideas y nuestros ensueños una tibia y grata atmósfera propia. Mas fue en balde. Desde ese instante anduvimos en lucha con nosotros mismos. Nuestra abulia y nuestra pereza nos sujetaban y aprehendían. Adormecían nuestras ansias de independencia. Prolongaban nuestra solidaridad con gentes y con actitudes malavenidas con nuestro temperamento.
         Hasta que llegó un día en que esta sana y buena inquietud consiguió libertarnos. Un día en que, convencidos de que esa casa no era nuestra casa y ese periódico no era nuestro periódico, cerramos la máquina de escribir acuciosa, disciplinada y colaboradora que tan fidelísimamente nos sirviera, y cogimos nuestro sombrero. Un día que nosotros habríamos querido que fuera un día vulgar, pero que el Destino resolvió que fuera un día ruidoso.
         Quienes no habíamos podido ser amigos de la persona, del arte y de la gracia de Norka Rouskaya sin escándalo y sin estrépito, y quienes por un simple artículo de semanario nos habíamos echado encima terribles enojos, violentas ojerizas y desmesuradas responsabilidades, no podíamos abandonar una imprenta desapercibida y silenciosamente. Nuestra renuncia no podía ser solo una renuncia. Tenía que ser una ruptura. Y no podía ser únicamente una ruptura. Tenía que ser un cisma. Y tenía que ser un cisma sonoro.
         Por eso escribimos ahora desde esta columna. La columna es otra. El diario es otro. La imprenta es otra. La oficina es otra. Y hasta la máquina de escribir, a pesar de ser muy Underwood muy norteamericana y muy solícita, es también otra.
         Pero nosotros somos los mismos. Los mismos siempre. Y aquellos que pretenden negarlo, parecen, en cambio, ¡qué mudados!, ¡qué distintos! Y son, sin embargo, los mismos igualmente…


Referencias


  1. Publicado en la La Razón, Nº 1, Lima, 14 de mayo de 1919.
    Y en la revista Buelna, Nº 4-5, pp. 44-45, Mexico, marzo de 1980. ↩︎