2.1. La gran embajada

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Tenemos al señor Tudela y Varela con el pie en el estribo. Uno de estos días dejará de ser presidente del Consejo de ministros para ir de embajador a los Estados Unidos. Probablemente se habría quedado entre nosotros si le hubiéramos ofrecido la Presidencia de la República. Pero, como no se la tenemos ofrecida, prefiere marcharse. Marcharse de la manera más decorosa. Marcharse de embajador. De embajador ante el presidente Wilson.
         El señor Tudela y Varela quería hacernos el favor inestimable de gobernarnos. No le importaba inmolarnos su tranquilidad, su sosiego y su reposo. Estaba abnegadamente resuelto a tolerarnos que sufragásemos por él en las elecciones. Más no ha sido posible que cumpla su propósito. Vivimos muy agradecidos de la bondad del señor Tudela y Varela, pero no somos capaces de permitir su sacrificio. Nos basta con su intención. Vemos que nos ha probado su amor. Y detenemos su holocausto. Probablemente es que a veces, igual que al señor Cornejo, nos gusta inspirarnos en las láminas de la Historia Sagrada. Y en este caso nos inspiramos en una lámina muy conmovedora. La lámina en que Jehová contiene el brazo de Abraham trágicamente suspendido sobre el cuello de su hijo Isaac.
         Pero el señor Tudela y Varela insiste en portarse magnífica y graciosamente con nosotros. Y, por eso, ya que no puede hacernos el favor inestimable de gobernarnos, va a hacernos el favor también inestimable de representarnos ante el presidente Wilson. El señor Tudela y Varela no nos regatea ni nos escatima sus mercedes.
         Andábamos menesterosos de un gran embajador en los Estados Unidos. Lo buscábamos mentalmente con afán. Desesperábamos de encontrarlo tan meritorio y eminente como lo apetecíamos.
         Y el señor Tudela y Varela no ha vacilado en ofrendarnos su persona:
         —Yo no me niego a ser ese embajador. ¿Ustedes creían que yo era capaz de negarme? Se engañaban ustedes en demasía. Yo no me niego.
         Y no hemos podido menos que responderle:
         —Muchas gracias, señor Tudela y Varela.
         Solo que al señor Tudela y Varela le ha salido enseguida un imitador: el señor don Lino Velarde. Parece que el ejemplo del señor Tudela y Varela ha conmovido al señor don Lino Velarde. Y así como el señor Tudela y Varela no tiene inconveniente para ser nuestro embajador, el señor Lino Velarde no tiene inconveniente para ser secretario. Lo dice un diario local. No lo dicen únicamente las lenguas murmuradoras.
         El señor Velarde no es presidente del Consejo como el señor Tudela y Varela. No es catedrático de la Universidad de San Marcos como el señor Tudela y Varela. No es diputado por Pallasca como el señor Tudela y Varela. Pero es siempre un varón dueño de mil títulos para ser secretario de la embajada del Perú en los Estados Unidos. Es prefecto del Callao. Es amigo y confidente del señor Pardo. Es sargento mayor del ejército. Es sobreviviente de la Guerra del Pacífico. Es hermano del excelente caballero don Carlos A. Velarde. Y es, sobre todo, un personaje de espíritu análogo al del señor Tudela y Varela.
         Sus palabras, por lo menos, deben ser idénticas a las del señor Tudela y Varela:
         —Yo no me niego a ser el secretario de la Embajada. ¿Ustedes creían que yo era capaz de negarme? Se engañaban ustedes en demasía. Yo no me niego.
         Y nuestra contestación debe ser idéntica también:
         —Muchas gracias, señor don Lino Velarde.
         Con toda el alma.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 2 de noviembre de 1918. ↩︎