8.2. Mes de los milagros

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Este mes de octubre es un mes preñado de sorpresas. Durante este mes tiene que llegarnos la noticia de que el señor Leguía ha salido de Londres y durante este mes tenemos que asistir al desenlace de las gestiones en pro de la convención. Y alrededor de ambos acontecimientos tienen que producirse muchas cosas inesperadas y emocionantes.
         El instante es, por eso, de gran expectativa.
         Creía la gente que nos íbamos aproximando, poco a poco, a una simplificación del problema presidencial. Pero andaban engañadas. Y hemos entrado en el mes de octubre sin que se haya retirado de la cancha una sola pretensión ni una sola esperanza. Ahí está siempre, asomada a los balcones de la casa del civilismo, la candidatura del señor Aspíllaga. Ahí está siempre, con cara de malas intenciones, el partido del doctor Durand y de la asamblea del Zoológico. Ahí está siempre, buscando adhesiones verbales, el manifiesto del partido nacional democrático. Ahí está siempre enrareciéndole el aire a la convención, la habilidad silenciosa y sagaz del señor Osores. Ahí está siempre, dando sus puntadas en la sombra el señor Aurelio Miró Quesada. Ahí está siempre, en hombros de sus merecimientos universitarios, la posibilidad de la candidatura del señor Villarán.
         Y ahí está, recién llegado y bien venido, el partido demócrata, con el señor don Isaías de Piérola montado a caballo todavía.
         Nada se ha aclarado, pues, en estos días. Todo se ha complicado y enredado más si se quiere. Y no se encuentra por ninguna parte una palabra que oriente a los que han menester de orientación.
         Don Isaías de Piérola, requerido por nosotros, no nos dice sino esto:
         —Yo no he rechazado ni rechazo la idea de la convención; pero tampoco he comprometido ni comprometo a los demócratas a favorecerla y servirla.
         Y, como nosotros no nos conformamos con tan poco, nos interpela risueñamente:
         —Miren ustedes. Si yo dijera, por ejemplo, que no creo que la convención se realice, ¿no pensarían muchas gentes que mi suposición no era una suposición sino un deseo?
         Y anticipándose a nuestro sí nos agrega:
         —Por eso no lo digo…
         Y, aunque no es un político que huye de los periodistas sino un político que va a las imprentas a buscarlos, se le pinta en el semblante el deseo de que no le molestemos más con nuestras preguntas.
         Otra vez, por consiguiente, después de haber abordado a don Isaías, nos vemos en medio de la calle, despistados e inquietos, sin más certidumbre en el corazón que la certidumbre de que este es el mes de los milagros.
         Hay que esperar uno siquiera de la misericordia del cielo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 2 de octubre de 1918. ↩︎