8.11. El pan de cada día

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Creen las gentes que el comité de defensa de la alimentación popular ha dejado de existir. Creen que el señor Maúrtua, vencido por el escepticismo del ambiente, lo ha disuelto sin ceremonia y sin etiqueta. Creen, por lo menos, que ha suspendido hasta nuevo aviso su funcionamiento.
         Pero no están en lo cierto.
         El comité de alimentación subsiste. Y se reúne todos los días. Ocurre tan solo que, convencido de que el público es asaz malévolo y burlón, no quiere que su labor tenga notoriedad y ruido. Huye de la publicidad y de la exhibición. Pero, a puerta cerrada, delibera, trabaja y se agiliza cotidianamente, bajo la presidencia del gran ministro bolchevique.
         Y le sobra razón para recatarse y esconderse.
         Cuando sus gestiones eran relatadas por los cronistas, cuando sus iniciativas eran alabadas en los editoriales y cuando sus órdenes andaban de boca en boca, el comité de alimentación era perseguido inclementemente por las travesuras del buen humor limeño. Se aseveraba que en vez de abaratar los artículos los encarecía. Se le echaba la culpa de que el pescado hubiese desaparecido, de que el pan se hubiese achicado y hasta de que la carne estuviese flaca y desmedrada. Y se hablaba risueñamente de un mitin para pedirle al gobierno, como primera medida contra el encarecimiento, la supresión del comité desventurado.
         El comité era víctima de las más temerarias y acérrimas crueldades. Y, más que el comité, el señor Maúrtua. El señor Maúrtua era llevado y traído en los chistes y en las mentiras de la murmuración criolla. El comentario callejero lo abrumaba con sus chinitas. No parecía, sino que las gentes se habían imaginado que el talento y la ciencia podían bastarle al señor Maúrtua para repetir los bíblicos milagros de la multiplicación de los panes y de los peces y de la pesca copiosa.
         Otro ministro de hacienda se habría soliviantado. Se habría abatido profunda e inconsolablemente. ¡Y se habría dicho que la ingratitud humana era muy grande!
         Mas el señor Maúrtua es siempre un personaje muy original. Así, por ejemplo, en lugar de enfadarse contra las gentes se reía con ellas. Celebraba sus mataperradas y sus bromas. Y les tomaba el pelo a sus colaboradores del comité de alimentación. Y le tomaba el pelo al gobierno. Y se tomaba el pelo así mismo. Las más ingeniosas, audaces y terribles críticas que sonaban en la ciudad eran las suyas.
         Solo que siempre —como no era natural que, desvelándose como se desvelaba, luchando como luchaba y afanándose como se afanaba continuara motejado, pellizcado y confundido—, el comité comprendió, poco a poco, la necesidad de sustraerse a las miradas y a las conversaciones de las gentes. Y tuvo que rogarle al periodismo que respetara su voluntad.
         Y desde ese momento actúa privadamente.
         No cesa de ocuparse de la alimentación del pueblo; pero no quiere que nadie lo sepa. Y acaso ahora se esfuerza más que nunca. Y, sobre todo, más meritoriamente que nunca. Porque sin que nadie lo vea, sin que nadie lo alabe y sin que nadie lo aplauda, importa trigo, protege a los molinos, vigila las panaderías, vende carbón de palo, piensa en la leche y averigua por qué los más sabrosos y gratos peces escasean y encarecen taimadamente.
         Abnegados, solícitos, acuciosos, ejemplares, el alcalde señor Miró Quesada y el director de beneficencia señor Pérez Araníbar acuden puntualísimamente a las citas del señor Maúrtua. Se resignan a cuidar de la alimentación de la ciudad sin que la ciudad se lo agradezca. Se oponen a que la ciudad se entere siquiera de su esfuerzo.
         Y apenas si sonríen amargamente cuando el señor Maúrtua, incorregiblemente mataperro y maligno, se pone delante de ellos con las manos en los bolsillos y les habla así:
         —Pensaba conversar mañana con ustedes sobre el encarecimiento de las legumbres. Pero me he arrepentido. ¡Son ustedes capaces de encarecerlas más todavía!
         Y les agrega:
         —¡Este comité es tan salado que apostaría que en Buenos Aires se han puesto las subsistencias por las nubes desde que ha llegado Montero! ¡Y eso que Montero no puede establecer allá los puestos de la Salinera!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 11 de octubre de 1918. ↩︎