6.9. Revolución caliente – El pan nuestro

  • José Carlos Mariátegui

Revolución caliente1  

         Eso de que no hay que fiarse del agua mansa es el evangelio.
         Ancón era famoso por su mar apacible. Ancón era famoso por su mar bueno. Ancón era famoso por su mar sosegado. Y había razón para que así aconteciera. En el mar de Ancón todos hemos hecho siempre el muerto a pierna suelta sin miedo a la menor malaventura ni al menor desabrimiento.
         Y ahora ven usted lo que es Ancón.
         Estábamos pensando tranquilamente en “El Señor del Taxímetro”, en la pena de que el señor Manzanilla se hubiese quedado sin réplica del señor Maúrtua, en la posibilidad de que las puertas de la Cámara de Diputados se abriesen de repente para los insignes señores don Jorge Prado y don Luis Miró Quesada, cuando nos cayó ayer la noticia sensacional:
         —¡Ancón se ha levantado!
         Tuvimos primeramente un gesto incrédulo:
         —¿Ancón? ¿Ancón en armas? ¡No es posible, señores! ¡Ustedes no saben lo que hablan!
         Y soltamos una carcajada.
         Para seguir de broma:
         —¡Se habrá levantado Huarochirí! ¡Se habrá levantado San Mateo! ¡Se habrá levantado Cocharcas! ¡Pero Ancón de ninguna manera!
         Y soltamos otra carcajada.
         Pero, enseguida, nos aventaron todos los periódicos encima.
         Y, después de los periódicos, la ciudad entera nos dijo que unos zapadores que vivían de veraneo perpetuo en Ancón se habían cansado de serle fiel al señor Pardo. Y que esos zapadores habían levantado súbitamente sus picos y sus palas. Y que a la cabeza de ello se había erguido el mayor don Armando Patiño Zamudio. Y que el mayor Patiño Zamudio había repetido, caballero en un brioso caballo, la arenga legendaria de Córdoba:
         —¡Adelante, paso de vencedores!
         Con la garganta anudada preguntamos:
         —¿Entonces los revolucionarios están aquí no más?
         Y nos respondieron para hacernos morir de susto:
         —¡Aquí no más! ¡Casi en la esquina!
         Todos los chicos alegres de la ciudad se echaron a las calles para gritar como si se tratara de un chiste:
         —¡Está la cosa que arde!
         Y se multiplicaron los anuncios.
         Un anuncio dijo Arequipa; otro anuncio dijo el Cuzco; otro anuncio dijo el Cerro de Pasco; otro anuncio dijo Huacho; otro anuncio dijo Cañete; otro anuncio dijo Mala.
         Apenas si se nos vino a la boca una interrogación:
         —¿Todos son zapadores?
         Pero, felizmente, no hubo quien nos contestara.
         A media noche sonaron otras preguntas:
         —¿Y el manifiesto del mayor Patiño? ¿Quién tiene el manifiesto del mayor Patiño? ¿No lo ha leído nadie todavía? ¿O no sabe nadie que circula impreso por la ciudad?
         Y estas preguntas nos sonaron en el corazón como disparos.
         Sobre la máquina de escribir nos caímos privados.

El pan nuestro  

         Estamos a punto de quedarnos sin pan.
         No hemos reparado debidamente en este riesgo porque otros acontecimientos nos han entretenido la mirada, nos han ocupado el pensamiento y nos han distraído el ánima.
         Hemos vivido un día para el problema del cambio y otro día para el proceso de Lima; un día para esperar curiosamente el discurso del señor Manzanilla y otro día para comentar una vez más el inmortal chaqué de notario del señor Fariña; un día para saber que el gobierno quería enredar el ovillo de los dictámenes del Senado sobre las diputaciones por Lima y otro día para enterarnos de que había sido tentado el blando y amoroso corazón del señor Picasso, miembro de una comisión dictaminadora; un día para ver al partido liberal echándose a cuestas el peso de la convención de los partidos y otro día para convencernos de que el señor Manzanilla no había tumbado si quiera el primer artículo del proyecto de emisión.
         No hemos tenido, pues, un segundo libre para mirar a los panaderos, para informarnos de que se aprestaban a apagar sus hornos y a clausurar sus puertas y para reparar en que nos amenazaban con dejarnos sin pan de la noche a la mañana.
         Y, sin embargo, el problema del pan es el problema sumo.
         El señor Maúrtua, nuestro ministro bolchevique, se ha pasado los días recordándonoslo con noble entonación de apóstol socialista:
         —¡Acompáñenme ustedes a pensar en el pan! ¡Acompáñenme ustedes a pensar en el pan de cada día! ¡Acompáñenme ustedes a pensar en el pan de todos ustedes! Un estadista tiene que preocuparse, sobre todas las cosas, del pan de su pueblo.
         Y a nosotros apenas si se nos ha ocurrido corear de esta suerte al señor Maúrtua:
         —¡El pan está muy chico! ¡Hay que echarles una multa a los panaderos!
         Y el señor Maúrtua ha seguido hablándonos evangélicamente:
         —¡Pensar en el pan es pensar muy alto! ¡Pensar en el pan es pensar muy bello! ¡Pensar en el pan es pensar en la harina blanca y generosa! ¡Es pensar en el grano candeal y óptimo! ¡Es pensar en la espiga gentil y esbelta! ¡Es pensar en la era rubia y en el trigal poético! ¡Es pensar en Jesús que les enseñó a los hombres a rezar por el pan de cada día!
         Pero nosotros nos hemos sorprendido entonces:
         —¿Para esto tenemos un ministro como el señor Maúrtua? ¿Para esto tenemos un ministro tan grande? ¿Para esto tenemos un ministro tan famoso? ¿Para qué nos hable del pan y la harina?
         Y el señor Maúrtua ha exclamado en balde:
         —¡Yo quiero ser para ustedes como Jesús para sus discípulos! ¡Yo quiero multiplicar el pan y los peces!
         Todos nos hemos sonreído.
         Y el señor Maúrtua, abrumado por el resentimiento, ha tenido que acabar rogándonos:
         —Bueno. No piensen ustedes en el pan. Piensen ustedes en lo que les parezca. ¡Pero déjenme ustedes pensar no solo en el pan que comerán ustedes sino en el pan que comerán sus hijos y los hijos de sus hijos! Yo deseo que mi pueblo tenga pan para siempre. Y para eso necesito que tenga mucho trigo. Yo mismo voy a subir a las sierras a sembrarlo. Mientras el Perú se cubre de mieses nuestros barcos nos traerán trigo y harina de otras naciones. Habrá blancas y grandes hogazas para todo mi pueblo.
         Y nosotros hemos movido la cabeza:
         —¡No, señor Maúrtua! ¡Para eso no es usted ministro de Hacienda! Y el señor Pardo ha movido la cabeza como nosotros.
         Por eso, ahora que estamos a punto de quedarnos sin pan, le toca al señor Maúrtua ponerse delante de nosotros, con las manos en el bolsillo, para preguntarnos si queremos dejarlo partir a las sierras a sembrar trigo.
         Aunque nosotros seamos capaces de responderle:
         —Preferimos que le replique usted al señor Manzanilla…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 23 de agosto de 1918. ↩︎