5.21. ¡28 de Julio!

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Esta vez no escribimos nuestra crónica en la ciudad iluminada, embanderada y jubilosa, ni entre la tarabilla de la nochebuena, ni con una estrofa del himno nacional en los labios, ni con una copa de champaña en la diestra. La escribimos en la sierra agreste, hirsuta y gélida, a no sabemos cuántos miles de pies de altura, durante los precarios momentos de una “pascana”.
         Estamos así, de viajeros, de peregrinos y de caminantes, porque desde hacía mucho tiempo nuestra ánima andaba menesterosa de soledad, nuestros ojos necesitados de panoramas múltiples y nuestro corazón deseoso de sentirse un poquito más bohemio, más trashumante y vagabundo que de costumbre.
         Y porque una de estas mañanas habíamos salido a la calle con nuestra maleta en una mano y con nuestro gabán en la otra y le habíamos dicho a la gente:
         —Nos marchamos.
         Y, sobre todo, porque la gente, muy asombrada, nos había interrogado de esta suerte:
         —¿Se marchan ustedes? ¿Se marchan en vísperas del veintiocho de julio? ¿No quieren pasar en Lima las fiestas patrias?
         Y, ahora, lejos de la ciudad, de su alborozo, de sus retretas, de sus anticuchos, de sus picarones, de sus vasos de chicha, de su Palais Concert, de sus quitasueños, de sus cadenetas y de sus fuegos artificiales, necesitamos pensar en la ciudad, pensar en el mensaje del señor Pardo, pensar en la inauguración del congreso, pensar en la cabeza roja y pelada del señor Teófilo Menacho, pensar en la cabeza híspida y cana del señor Bendezú, pensar en las medias crudas del señor Pérez y pensar en el prendedor de huairuros del señor Luis A. Carrillo.
         Ni siquiera desde la altura riscosa y fría podemos hablarle a la ciudad de lo que nos interesa a nosotros sino de lo que interesa a ella. No podemos hablarle, por ejemplo, de que en estas sierras el cielo es muy azul, el sol muy dorado, el aire muy puro, la luna muy blanca, las almas muy sencillas, los días muy apacibles y las noches muy sosegadas.
         No podemos.
         Tenemos que hablarle de lo que en esta ciudad sucede, en la ciudad se hace y en la ciudad se cuece.
         Y ésta es probablemente la venganza de la ciudad. Nosotros creemos habernos apartado de ella. Y en realidad seguimos en ella lo mismo que antes. Para ella vivimos. Para ella trabajamos. Para ella nos detenemos en un pueblo del camino y pedimos unas cuartillas y un lápiz.
         Para ella le preguntamos al mozo que nos alcanza las cuartillas y el lápiz.
         —Bueno. ¿Y tú qué opinas de la candidatura del señor Aspíllaga?
         Una interrogación que nos sirve para enterarnos de que los mozos del hotel de la sierra no se han formado concepto alguno sobre la candidatura del señor Aspíllaga, a pesar de que un mozo de hotel es un ciudadano y a pesar de que un ciudadano es un elector.
         Y una interrogación que se desdobla luego en muchas interrogaciones:
         ¿Y tú qué opinas de la sonrisa del señor Manzanilla? ¿Y tú qué opinas de los quevedos y los escarpines del señor José Carlos Bernales?
         Todo lo cual nos vale para descubrir que la fama de la sonrisa del señor Manzanilla, de la estatura del señor Maúrtua y de los que ve dos y los escarpines del señor Bernales no ha ascendido a estos ingenuos lugares.
         Del señor Manzanilla se sabe aquí que es un diputado eminente, pero no se sabe ni una palabra de su sonrisa. Del señor Maúrtua se sabe que es ministro de hacienda, pero no se sabe que su talla física se apareja y se compagina con su talla intelectual. Del señor José Carlos Bernales se sabe que es candidato a la presidencia de la República y que es muy excelente y gentil persona, pero no se sabe que usa quevedos y escarpines.
         Mas no podemos demorarnos mucho averiguando lo que se sabe y lo que no se sabe de los hombres en las serranías que atravesamos.
         Y tenemos que volver los ojos hacia la ciudad lontana sin que se nos ocurra una frase que decirle.
         Hasta que, con el alma llena de veintiocho de julio, nos ponemos de pie y pronunciamos las siguientes palabras:
         —¡Ciudad de Pizarro y Santa Rosa! ¡Nosotros, leales y buenos servidores tuyos, nos arrepentimos de haberte abandonado en estos días de holganza y festividades! ¡Debíamos habernos refocilado con tu noche buena! ¡Habernos nutrido con tus tamales, habernos embriagado con tu regocijo y tu chicha morada, haber gustado tus ricas viandas, habernos deslumbrado con tus fuegos, haber cantado el himno nacional en tu Palais Concert y haber estado contigo en el congreso a la hora del mensaje en que el señor Pardo nos dará cuenta y razón de lo mucho que este gobierno se ha desvelado por la ventura de la patria! ¡Oh, ciudad amada y distante! ¡Caballeros en una escoba volveremos ahora mismo a tu seno!
         Pero nos interrumpe una campana que alborota el andén y nos corta el discurso.
         Es el tren que nos reclama, ciudad del alma, ciudad de Pizarro y Santa Rosa, ciudad de la nochebuena.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 28 de julio de 1918. ↩︎