4.9. El pecado mortal

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Este señor Pardo, presidente de la Cámara de Diputados, es un gran tentador. Por eso es nuestro señor Don Juan. Por eso es tan grande la fama que ha ganado ablandando corazones y conciencias. Solo por eso.
         Un católico fervoroso, un católico austero, un católico de buena cepa, el señor Fariña cayó ayer en una tentación del señor don Juan Pardo.
         El señor Pardo le había dicho antenoche:
         —Bueno. ¿No quiere usted callarse? Pues hablará usted mañana domingo.
         Y la ciudad, buena cristiana, se había preguntado cómo iba a desobedecer el señor Fariña los divinos preceptos que le mandan santificar el domingo.
         Hasta se había cambiado apuestas:
         —No hablará el señor Fariña.
         —Hablará.
         Y en la tarde de ayer el señor Fariña apareció, como de costumbre, en su escaño de diputado por Chucuito, acomodó en su carpeta, sus papeles y sus guarismos y se sentó sobre los faldones de su chaqué en espera de que se reabriese la sesión.
         Algunos diputados, hondamente sorprendidos, lo interpelaron:
         —¿Pero usted no es católico entonces?
         —¡Católico hasta la consumación de los siglos! ¡Católico aunque se venga el mundo abajo! ¡Católico siempre!
         —¿Y así va usted a violar el mandamiento del descanso dominical?
         —¡Únicamente por la patria! ¡Por la patria y para la patria!
         —¡Ah, señor Fariña! ¡Primero es Dios!
         Y quedó conturbado el señor Fariña.
         Mas, enseguida, tan luego como el señor Pardo reabrió la sesión permanente, el señor Fariña se puso de pie para reanudar su discurso.
         Otra vez se crispó su puño en el nombre de nuestros próceres. Otra vez se enardeció sofísticamente su jurídico chaqué plomo. Otra vez atoró el debate con sus toneladas de números. Otra vez llamó en su auxilio a los manes de los fundadores de la Independencia.
         Y la Cámara le descubrió el propósito de no pasar de la segunda etapa de su discurso.
         Tímidamente aventuró el señor Fariña esta súplica:
         —Acabaré mañana. Déjenme reposar.
         Y le cayó encima una negativa unánime:
         —¡No, señor! ¡Hoy habla usted hasta que acabe!
         Pero el señor Larrañaga, que sin dejar de ser circunspecto suele cometer algunas travesuras, pidió la palabra.
         Y le preguntaron a la sordina:
         —¿Va usted a hablar mucho rato?
         Y el señor Larrañaga respondió muy serio:
         —Dos días.
         Naturalmente el señor Fariña vio el cielo abierto.
         Y, después de agregarle un corto capítulo más a su discurso, hizo una venia, abrió los brazos y se sentó desfalleciente.
         Solo que la respuesta del señor Larrañaga había sido una broma. Y el señor Larrañaga no habló sino unos cuantos minutos. Sobria, sonora y enérgicamente.
         Hubo a continuación una pausa angustiosa para el señor Fariña.
         Y el señor Pardo dio el punto por discutido.
         Con un campanillazo muy fuerte.
         Y con una mirada socarrona al señor Fariña que, alzando los ojos a la farola, se acordó de su pecado y exclamó arrepentido como las viejas:
         —¡Castigo del cielo! ¡Castigo patente!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 10 de junio de 1918. ↩︎