4.12. Una estrella

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Miremos al cielo.
         Despeguemos los ojos de la tierra parda, de la tierra desabrida, de la tierra hostil donde se consume y se sobrecoge nuestro corazón, punzado cotidianamente por el destino con la artera punta de una cañita de anticucho.
         Es un gran negocio, señores, mirar al cielo.
         Mirando al cielo la vida se ennoblece, el ánimo se ensancha y la cabeza se ilumina. Y, además, en el cielo puede encontrarse de repente un sol nuevecito y brillante. Mientras que en la tierra no se encuentra nunca un real.
         Aries, por ejemplo, que se pasa las horas atisbando el infinito, es un hombre feliz y bueno. No le preocupa la emisión de billetes. Ignora todos los discursos parlamentarios del elocuentísimo señor don Víctor Criado y Tejada. Confunde al señor Fariña con un notario que usa los mismos chaqués y a quien se le caen las tiras del calzoncillo. Cree en el carácter vitalicio de la sonrisa del señor Manzanilla. No comparte el convencimiento teosófico del señor Corbacho de que “la historia se repite”. Es amigo del artista Arias de Solís. No tiene la menor noticia del ex ministro de hacienda señor don Germán Arenas. Apenas si la tiene de Belmonte y del molinete. No se explica por qué el señor don Manuel Bernardino Pérez no lanza su candidatura a la presidencia de la República. Se imagina que don Pedro de Ugarriza es millonario. Jamás lee el diario de los debates. Y anda tan prendado del cielo que no tiene tiempo para enamorarse de dama alguna, mestiza o extranjera.
         Además, Aries escribe sobre lo que le da la gana. Como sus artículos no se ocupan sino de los astros no pueden granjearle ningún incidente personal. Y en cambio pueden asombrar a la humanidad con el anuncio de que ha aparecido en el cielo una estrella grandaza y bellísima que es, seguramente, más estrella que una tonadillera.
         Nosotros, pobres periodistas obligados a escribir todos los días sobre la política peruana, sobre el gobierno del señor Pardo, sobre la candidatura del señor Aspíllaga y sobre el discurso del coronel Ballesteros, envidiamos en sumo grado la suerte de Aries.
         Y para parecernos a él de alguna manera nos subimos a la azotea. Levantamos los ojos al cielo. Y buscamos el astro que sus ojos zahoríes de astrónomo han descubierto.
         Pero nos vence nuestra miopía.
         De tanto mirar las cosas perecederas de la tierra no podemos ya mirar las cosas inmortales del cielo. Nuestros ojos habituados a la contemplación consuetudinaria de los escarpines del señor don Óscar Víctor Salomón no pueden llegar a la altura familiar a los ojos de Aries.
         Y desfallecemos de pena.
         Pero, poco a poco, renace en nuestra ánima ensombrecida un brote de optimismo y se nos ocurre que esta estrella que se ha clavado de la noche a la mañana en el cielo de Lima es una estrella que va a conducirnos, como la estrella de oriente de los reyes magos, a la bienaventuranza.
         Y creemos en la estrella, aunque continuamos sin verla. Porque la fe en el cielo es lo único que nos queda.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 13 de junio de 1918. ↩︎