4.1. Salmo de David – Ruido de espadas

  • José Carlos Mariátegui

Salmo de David1  

         No crean ustedes que el señor Aspíllaga ha acometido así no más la empresa de aspirar otra vez a la presidencia de la República. Tengan la seguridad de que la ha acometido en el nombre de Dios. En el nombre de Dios que hizo toda cosa como dice el verso y en el nombre de Dios Todopoderoso como dice el señor Criado y Tejada cuando el destino le depara el honor de presidir una sesión de la Cámara de Diputados.
         El señor Aspíllaga no le pedirá la presidencia de la República al pueblo sino después de pedírsela a Dios. Como buen conservador cree en el carácter divino de toda autoridad. Y piensa que si Dios quiere que él sea presidente de la República no podrá evitarlo nadie. Ni el señor Leguía. Ni el señor Bernales. Ni el señor Durand. Ni el mismo señor Pardo.
         Y es por esto que el señor Aspíllaga se pone muy bien con Dios. Es por esto que más que ganarse la voluntad de la tierra trata de ganarse la voluntad del cielo. Es por esto que se preocupa más que nunca de hacer gratas su persona, su ánima y su actuación a los ojos de Dios.
         Tras del señor Aspíllaga penetramos anteayer, jueves de Corpus Christi, en la escuela normal de mujeres. Nos imaginamos que el señor Aspíllaga iba a tomarle el pulso a su popularidad entre las normalistas. Y nos imaginamos que las madres le regalarían una “pastilla” y las normalistas una estampa.
         Pero dentro de la escuela reparamos en que había una procesión y que el señor Aspíllaga iba a tomar parte en ella. No había allí política. Allí no había sino religiosidad. El señor Aspíllaga no era en ese momento un político. No era un estadista. No era un millonario. Era únicamente un buen cristiano.
         Caímos de rodillas piadosa y contritamente.
         Y pasó delante de nosotros, entre música, unción e incienso, la procesión de Corpus Christi. Primero la cruz alta. Después el palio. Y, entre los devotos caballeros que cargaban el palio, el señor Aspíllaga.
         Alzamos los ojos para mirar al señor Aspíllaga.
         Y, como amamos tanto los salmos de David, nos pareció que cantaba:
         —¡Más cerca de Ti, Dios mío!
         Y que lo cantaba en inglés:
         —¡Nearer to Thee my God!
         Como los náufragos del “Titanic”.

Ruido de espadas  

         Ahora sí que se puede decir que el general Cáceres está con la espada desenvainada. Pero no contra el señor Pardo sino contra el enemigo. Porque para arremeter contra el señor Pardo no necesita desenvainar la espada.
         Enamorado mira el partido constitucional a su héroe. Le alisa filialmente las barbas. Le acomoda el hongo. Y le da la mano para que no se tropiece.
         Y abre la boca en las calles para exclamar:
         —¡Oh, nuestro general!
         Además, nos despierta todas las mañanas un toque de clarín.
         Y nos anuncian un día:
         —¡Habla el general Pizarro!
         Y otro día:
         —¡Habla el general Canevaro!
         Y es que todos nuestros viejos generales se han soliviantado con el programa guerrero de un coronel que probablemente se halla en mitad del camino de general.
         Entusiasmados le gritan:
         —¡Bravo, Ballesteros!
         Y el público los corea así:
         —¡Olé, Ballesteros!
         Porque el coronel Ballesteros tiene apellido de torero fenómeno, de torero trágico, de torero emocionante. Su discurso no ha sido para nuestra ciudad un discurso. Ha sido un molinete belmontino. Tanto que al oírlo no han pensado las gentes que el coronel Ballesteros atina ni que el coronel Ballesteros acierta, sino que el coronel Ballesteros “se arrima”. Ballesteros no acierta, sino que el coronel Ballesteros “se arrima”.
         No podemos menos que decirnos:
         —¡Si tuviéramos un coronel Belmonte!
         Mas no se lo repetimos a nadie para que no cunda nuestro sentimiento.
         Mucha fue la fama de Ballesteros; pero mayor es la fama de Belmonte. Hasta nosotros llegó el nombre de Ballesteros; pero hasta nosotros ha llegado Belmonte en persona. Y delante de nosotros Belmonte ha parado los pies, ha estirado los brazos y se ha ceñido.
         Por ende, si un coronel Ballesteros nos ha arrebatado tanto, apenas si podemos imaginarnos todo lo que nos arrebataría un coronel Belmonte.
         Y no continuamos porque el ambiente no está para estas reflexiones.
         Todo se ha vuelto arengas guerreras, estruendos marciales y músicas sonoras. Nuestros generales se han acordado de sus días de andanza y de combate. El partido constitucional ha carraspeado bélicamente. Y no hay quien ose contradecir la necesidad de que nos armemos.
         Nosotros le echamos la culpa de este enardecimiento militar a nuestro gran nigromante y teosofista señor Corbacho:
         —¡Usted no más ha sido el causante de este laberinto! ¡Usted que anda diciendo que la historia se repite!
         Y hasta al señor Corbacho lo encontramos muy serio, muy grave, muy solemne, como si el enemigo que ha puesto al general Cáceres con la espada desenvainada estuviera ya golpeándonos la puerta.
         Solo uno de nuestros amigos se ha servido darnos un rato risueño con esta reflexión:
         —Ya tenemos dos programas sintéticos. Uno el del señor Escardó y Salazar: ¡Rieles, rieles y adentro! ¡Programa de carrilano! Y otro el del coronel Ballesteros: ¡Cañones, cañones y cañones! ¡Programa de artillero!
         Nosotros nos hemos puesto en una mano el programa de los rieles y en la otra mano el programa de los cañones.
         Y las dos manos se nos han caído al suelo.
        Posiblemente porque los dos programas pesan muchísimo.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 1 de junio de 1918. ↩︎