2.4. Mancomunados y solidarios

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Aguardaba la gente de la ciudad —además, por supuesto, de la muy distinguida gente del malecón de Chorrillos— que los departamentos del sur le devolviesen al señor don Carlos Concha más joven, más optimista y más fuerte que nunca. Pensaba la gente que la terma cordial, la campiña virgiliana, la cordillera fría, la nieve hialina y diáfana, la mesa ingenua y generosa, el trato hospitalario, las costumbres sencillas y los corazones blandos habrían inoculado en el cuerpo y en el espíritu del secretario del señor Pardo una savia vigorosa, tónica y reparadora que habría puesto lozanía en su semblante, ardimiento en su palabra, robustez en su pensamiento y retoñamiento vernal en su juventud.
        Pero he aquí que no ha pasado lo que esperaba esta gente de noble discernimiento y de buena intención. Aunque las termas de Yura, de Jesús y de Huacachina, la chicha de la regionalista Arequipa del señor Seguín y los huertos del místico Yanahuara del poeta Percy Gibson, le han tratado gentil y amistosamente, le han prodigado sus tiernos regalos y le han dejado gustar sus más dulces excelencias, el señor Concha no ha regresado regocijado y placentero, sino dolido y malcontento.
        Y no anda dolido y malcontento el señor Concha porque lo hayan mirado en el sur como un portador de recados políticos, ni porque lo hayan juzgado algunas veces con malevolencia y hostilidad, ni porque haya oído voces enojadas contra el señor Pardo de quien lo han creído embajador y comisario.
        Dolido y malcontento anda el señor Concha porque lo han acusado de profanar con injusticia desmesurada. Porque esta acusación ha sonado en los recogidos días de la semana santa. Porque ha encendido contra él enconos acérrimos. Porque lo han puesto a punto de ser exorcizado. Y porque ha podido granjearle las execraciones de una pastoral de Monseñor Ballón a todos los pastores y a todas las ovejas de su grey peruana.
        Tal como en los días de noviembre, en los piadosos días consagrados a la conmemoración de los muertos, se soliviantó esta ciudad virreinal contra la gente que visitó de noche el cementerio acompañando a la Rouskaya; en los días de marzo, en los unciosos días de la semana santa, se ha soliviantado la ciudad incaica contra el señor Concha.
        Cuentan los periódicos que el señor Concha no cometió profanación alguna. Que no fue mala su obra ni pecador su propósito. Que no quiso sino conocer el muy famoso púlpito de San Blas, que constituye una de las más preciadas reliquias del Cuzco. Y que para conocerlo tuvo que subir a él.
        Mas aconteció que el pueblo cuzqueño, que se hallaba dentro del templo dominado por la atrición, por el fervor y por la penitencia, no tuvo a bien que el señor Concha apareciera en el púlpito, trajeado de americana. Supuso que el señor Concha trataba de pronunciarle una plática contraria a la doctrina católica. Tomó al señor Concha como a un apóstol del mal.
        Y, por este motivo, el señor Concha ha venido del Cuzco motejado de profanador. De profanador del púlpito de San Blas. De profanador del púlpito de San Blas en día santo. En día santo y en presencia de la muchedumbre arrepentida.
        Gracias a que el prefecto del Cuzco no es un gendarme susceptible de contagios pueriles y gracias a que en el Cuzco no hay ministro de gobierno, el señor Concha no ha sufrido las persecuciones de la policía. Y, gracias a que en el episcopado del Cuzco no hay ningún Rasputín, no ha sido contundido por ninguna pastoral. Apenas si ha estado en peligro de ser inscrito en el índice Criollo su libro sobre el régimen local que tan cuerda y sazonadamente estudia el problema de los cabildos.
        Solo la acusación de profanador lo ha agredido, lo ha maltratado y lo ha perseguido. Pero esa acusación sobra para desagradarlo y para desazonarlo. Porque es una acusación ingrata al oído de la gente de sentimiento cristiano. Porque es ligera y porque es injusta.
        Y, recordando la vecindad, la fraternidad y la semejanza que hay entre esta profanación del púlpito de San Blas y la profanación del cementerio, nos sentimos obligados a solidarizarnos con el dolor del señor Concha.
        También nosotros fuimos inculpados de una profanación que no había existido ni en nuestro pensamiento ni en nuestra obra, por haber llevado a Norka Rouskaya al cementerio, por haber creído en su belleza y haber buscado su alucinación hierática. También a nosotros nos condujo al panteón un móvil artístico. También a nosotros nos motejaron con dureza y demasía.
        Y también nosotros habríamos sido capaces de subir con el señor Concha al púlpito de San Blas de la grande e hijadalgo ciudad del Cuzco.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 6 de abril de 1918. ↩︎