1.18. Un gran penitente

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Estos beatísimos días de oración, de penitencia, de pesadumbre, de abstinencia de carne, de pan de dulce, de sermones de tres horas, de bacalao a la vizcaína y de duelo universal, nos tenían reservada una sorpresa muy grande. Una sorpresa destinada a conmover los corazones cristianos, a desalentar los corazones ateos y a verter el más dulce e inefable contento en los puros y creyentes corazones femeninos de esta República gobernada por el señor Pardo.
        Pasa que el señor don Rodrigo Peña Murrieta, el muy famoso diputado por Huancayo que, desde la presidencia del congreso promulgó la reforma del artículo cuarto de la Constitución, se ha arrepentido de su grave culpa y ha tornado, como una medrosa oveja descarriada, al amoroso aprisco de Nuestra Santa Madre Iglesia.
                Nuestros cronistas, gentes jóvenes y asaces investigadoras, han venido a decírnoslo pertinaz y asombradamente durante estos días:
        —¡Traemos una noticia sensacional! ¡Hemos visto al señor Peña Murrieta asociado a las demostraciones católicas! ¡Lo hemos visto arrodillado, uncioso y compungido! ¡Lo hemos visto recorriendo las estaciones!
        Nosotros hemos apreciado rápidamente la magnitud del acontecimiento y les hemos preguntado a nuestros cronistas:
        —¿Y por qué no le han hecho ustedes un reportaje?
        Y entonces nuestros cronistas han salido corriendo de la imprenta en busca del señor Peña Murrieta y lo han interpelado en una iglesia:
        —¿Por qué viene usted señor Peña Murrieta a los templos católicos? ¿Está usted contrito, señor Peña Murrieta? ¿O está usted solamente enamorado?
        Pero el señor Peña Murrieta no ha querido confesarse con nuestros cronistas. Los ha alejado de sí con las manos. Los ha conjurado para que se apartasen de él. Y hasta ha estado a punto de intentar espantarlos con la señal de la cruz. Probablemente el señor Peña Murrieta ha pensado que pretendían tentarlo, que eran agentes del demonio, que estaban conchabados con el señor Secada.
        Solo que no ha sido necesario que el señor Peña Murrieta se confesase con nuestros cronistas. El acontecimiento de su atrición no requiere confesiones suyas. Es un acontecimiento que la ciudad católica ha valorizado justicieramente. Es un acontecimiento que tal vez, en los siglos venideros, inscribirá el nombre del señor Peña Murrieta en el Año Cristiano.
        Nuestros cronistas, gentes elocuentísimas, después de habernos inoculado su asombro, nos han dicho:
        —¿No será acaso el señor Peña Murrieta un nuevo Saulo? ¿No habrá sido elegido por el cielo para los mismos destinos magnos del apóstol San Pablo? ¿No hallan ustedes parecido entre esta conversión del diputado por Huancayo y la conversión del bíblico y denodado filisteo?
        Nada hemos contestado. Nos hemos sumergido en la más silenciosa investigación de este sonoro y complicado proceso de la celebridad del señor Peña Murrieta. Hemos recordado los días cercanos todavía en que el nombre del señor Peña Murrieta no era todavía un nombre histórico. Hemos recordado luego el día emocionante en que el señor Peña Murrieta, denostado, motejado y agredido por las muchedumbres femeninas, promulgó la libertad de cultos. Y hemos recordado finalmente los días posteriores en que el señor Peña Murrieta, convertido en hombre famoso, vivió malquistado con las damas peruanas que le deseaban toda suerte de malaventuras, caídas y desabrimientos, que le negaban sus favores y que eran con él esquivas, hoscas y malévolas.
        Y hemos pensado en que el proceso de la celebridad del señor Peña Murrieta había llegado a un momento sumo y terminal que la gente bisoña no había sabido aguardar. Un momento que era obra del cielo, aunque el cielo no dispusiese ya de los terribles recursos de la Inquisición. El señor Peña Murrieta, lo mismo que otros insignes varones de la historia católica, se había arrepentido de su pecado y había abjurado su error. Después del pecado había venido la conversión. Después de la conversión podía venir la santificación. Y miraríamos entonces al señor Peña Murrieta transformado en apóstol de la fe como Saulo, el bíblico y denodado filisteo…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 31 de marzo de 1918. ↩︎