1.10.. Trueque desventurado

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Dolido anda el señor don Germán Arenas de haber cambiado la tranquila cartera de gobierno por la desapacible y azarosa cartera de hacienda. Acosado por los discursos contrarios al proyecto de emisión, perseguido por las miradas del público y acechado por las acérrimas burlas del señor Secada, evoca tristemente el señor Arenas los buenos días en que no se hallaban bajo su dirección los guarismos sino los gendarmes de la república. Y, espoleado por estos recuerdos, se arrepiente de haber caído en la mala y dura tentación de pasar del ministerio de gobierno al ministerio de hacienda.
        Para el señor Arenas este ha sido realmente un trueque desgraciado. Aunque el ministerio de gobierno es siempre embarazoso y temible, como bien debe sentirlo el señor García Bedoya, en los actuales tiempos ha dejado casi de serlo por concentrarse alrededor de los superávits y de los billetes las principales responsabilidades gubernativas. El país piensa que en la administración de la hacienda pública cumple el gobierno del señor Pardo sus mayores pecados, yerros y desmanes.
        Por eso el señor Arenas pudo librarse de que lo llevaran a la versátil y tumultuosa Cámara de Diputados las interpelaciones de la oposición. Escudado por la gracia y el auspicio de la mayoría se mantuvo exento de golpes, de caídas y de desazones. Ni siquiera llegaron a perturbarlo las interpelaciones del formidable diputado iqueño señor Maúrtua, soliviantado por el menosprecio que se hacía de una ley suya destinada a moralizarnos y purificarnos mediante la destrucción del señorío nacional del pisco.
        Apenas si el señor Secada, fosforescente y acerbo, y el señor Químper, burlón y travieso, se preocupaban a veces de ensombrecer la felicidad del señor Arenas amenazándolo con conducirlo de repente a la Cámara para que diese rienda suelta a esa elocuencia que guarda y esconde con una perseverancia que ha inducido al señor Secada a aseverar que este funcionario del señor Pardo tiene un hondo parentesco espiritual con el muy afamado personaje de Eça de Queiroz señor Alves Pacheco.
        En aquellos buenos días del ministerio de gobierno era la vida del señor Arenas, bajo todo concepto, una vida plácida, sosegada y burguesa. Durante el día las facultades mentales del señor Arenas funcionaban consagradas al ordenamiento de los gendarmes que velan por la seguridad gubernativa, por el orden público y por el decoro urbano. Y durante la noche el señor Arenas se daba a las holganzas del teatro, de la cena, del rocambor y de la cama. Consuetudinariamente, en todos los entreactos del Municipal, lo veíamos circular por los oscuros pasillos de la galería, atisbando al gentío de la platea y de los palcos, y luego ocultarse como un ratoncillo asustado y presuroso, en la discreta reja deparada por el favor de los empresarios a la policía limeña.
        Todos estos placeres, todos estos regalos, todas estas venturas, se han visto interrumpidas por el avieso ministerio de hacienda. El señor Arenas ha perdido bruscamente toda su dicha de funcionario. Los superávits de las cuentas, los billetes, el cambio, el oro, la plata y el níquel lo tienen agobiado, aturdido y confuso.
        Y, desde la Cámara de Senadores, pone los ojos, enojado y envidioso, en el excelente señor don Samuel Sayán y Palacios, afortunado ministro de gobierno, cuyos días transcurren sin que un reproche lo fastidie, sin que una queja lo inquiete y sin que una interpelación lo conmueva, solicitado diariamente por los banquetes de sus amigos y entregado a las delicias digestivas del pantagruelismo criollo…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 14 de marzo de 1918. ↩︎