5.14. Primavera

  • José Carlos Mariátegui

 

        1Aunque no se han alborozado los universitarios, ni ha habido victorias que paseen a la juventud por el jirón de la Unión, ni han sonado voces de jornada cívica, ni ha cantado al Sol ningún poeta, ha anunciado ya el calendario el advenimiento de la primavera para esta tierra de indolentes mestizos gobernada por el señor Pardo y protegida desde el cielo por una criolla mística, enamorada, santa y bonita.
        Todavía no sabemos si habla de nuestra buena o de nuestra malaventura este advenimiento de la primavera sin festejos, sin cohetes, sin discursos, sin desfiles, sin himnos, sin estudiantes, sin trovadores y sin gritos. Únicamente sentimos que, sin la aseveración del calendario, en cuya rectitud y honradez debemos creer, no habríamos podido darnos cuenta exacta y oportuna de que había empezado para nosotros la primavera.
        Vemos tan amortecidas, tan lánguidas y tan enfermas todas las cosas y todas las almas que estamos a punto de pensar que para nosotros no se ha acabado aún el mes de agosto, ese mes de las lasitudes y de las murmuraciones, ese mes de las solemnidades y de los fastos, ese mes de los desmayos y de las abulias que está palpitando hasta ahora.
        El calendario peruano, un calendario con el escudo nacional, el retrato del señor Pardo, el permiso de la Iglesia Católica y la bendición del arzobispado, nos dice desde un testero de la estancia:
        —¡Ya ha llegado la primavera!
        Salimos entonces a la calle para buscar la primavera que, según el calendario, ha venido para alegría de los universitarios, deliquio de los poetas, soliviantamiento de la pubertad y reinado del Arcipreste de Hita en los labios catedráticos y socarrones del señor don Manuel Bernardino Pérez.
        Pero pasa en un automóvil el señor Pardo y, a pesar de que pasa en automóvil, no miramos en él primavera sino envejecimiento y otoño. Vemos al señor Pardo desmejorado y marchito. Advertimos que se han ido de su espíritu, de su fisonomía y de su gesto la gallardía y el ímpetu de otrora.
        Análogas sensaciones tenemos si pasa luego el señor Concha. En el señor Concha se han borrado ya todos los atributos de presidente del Centro Universitario que antes resplandecían inmanentes. También el señor Concha se ha envejecido. Si no hubiera presidido un congreso estudiantil podríamos suponer que jamás había sido estudiante. Y ni aun secretario del señor Pardo de otros tiempos parece el señor Concha. Apresuradamente está adquiriendo trazas de diputado. Y de diputado de la mayoría.
        Momentáneamente sentimos una nota joven en la voz del señor Seguín que ha venido de Arequipa y que grita:
        —¡Gentes de Lima! ¡Somos los hombres del Sur! ¡Somos el Cuzco incaico, Puno nevado y Arequipa revolucionaria! ¡Somos también el Madre de Dios! ¡Somos, por ende, de la fortaleza de Sacsayhuamán, ¡el lago Titicaca y el volcán Misti! ¡Y siendo todo esto no queremos sino la descentralización!
        Mas esta nota joven se apaga enseguida.
        Y la voz del señor Seguín nos anuncia luego desengañada:
        —Me voy la semana entrante en un vapor directo…
Inmediatamente pasan delante de nosotros el señor don Rafael Villanueva, ruinoso y fosilizado; el señor don Manuel Bernardino Pérez, lerdo y obeso; el señor don Wenceslao Valera, arzobispal y plenipotenciario; el señor don Emilio Sayán y Palacios amojamado y zancudo; el señor don Belisario Phillips, nuestro favorito, poseur y risueño; y el señor don Felipe Barreda y Laos, didáctico y doctoral.
        Pensamos ansiosamente en el señor Manzanilla y el señor Manzanilla pasa en victoria, pero con levita y tarro. Invocamos al señor Balbuena y el señor Balbuena pasa, pero en automóvil burgués y charolado. Y ni aun llega hasta nosotros para entretenernos la nerviosidad fosforescente y anticlerical del señor Secada. El señor Secada pasa, pero por la acera del frente y con una prisa tremenda y sin mirar nuestra casa que se está volviendo para él una ascua roja, imprudente y temeraria.
        Comprendemos que así no es posible pensar en la primavera. Para rejuvenecernos y alegrarnos no suena siquiera la palabra displicente del señor Maúrtua, ni se pone escarpines el señor Augusto Durand, ni le declara la guerra a Alemania el señor Tudela y Varela, ni publica un manifiesto el señor José de la Riva Agüero, ni se decide a ser alcalde el señor don Manuel Prado, ni reaparece en la política el talle elegante del señor Aspíllaga, ni se suma a la lista de candidatos a la Presidencia de la República el señor Criado y Tejada que acaba de presidir la Cámara de Diputados en el Nombre de Dios Todopoderoso.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 24 de septiembre de 1917. ↩︎