3.3. Adiós, adiós

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Todavía estamos con el pañuelo de los adioses en la mano.
         Apenados y entristecidos, nos hemos dejado caer en el hospitalario sillón de nuestra estancia, pensando en las bienamadas personas que se han ido.
         Hemos puesto los ojos en el impreciso punto del Sur para sentir la partida irremediable del señor don Felipe de Osma, y hemos puesto los ojos en el impreciso punto del Norte para sentir la partida irremediable del señor don Carlos Rey de Castro.
         Y en seguida hemos visto alejarse también al maestro Alomía Robles y al poeta Bustamante Ballivián y hemos tenido la obsesión desesperante de que nos íbamos quedando solos poco a poco en este país del señor Pardo, del cura Chiriboga y de las jornadas cívicas.
         Adiós para el señor Osma que se iba al Sur. Adiós para el señor Rey de Castro que se iba al Norte. Adiós para el señor Osma que regresaba a La Paz. Adiós para el señor Rey de Castro que regresaba a la guerra. Adiós en la tarde. Adiós en la mañana.
         Nuestra ciudad vivió ayer un día de despedidas. Despedidas trascendentales y despedidas ordinarias. Una despedida grande fue la del señor Rey de Castro y otra despedida grande fue la del señor Osma.
         Rituales, despedidas de rituales procesos.
         Gentío cortesano en la estación de La Colmena. Apretones de mano. Promesas y galanterías. Carro extraordinario. Muelle de guerra. Botes, automóviles y marineros del resguardo. Cámara del vapor. Champaña. Abrazos. Y finalmente, trémulos pañuelos.
         Nosotros hemos regresado a la imprenta hace mucho rato y aún tenemos el pañuelo en la mano.
         Reflexionamos en que ayer no más vino el señor Osma a esta tierra y que ayer no más lo recibimos persuadidos de que venía para gobernarnos. Vimos en su continente gravedad de presidente del consejo de ministros. Vimos en su ademán arrogancia de primo hermano del señor Pardo. Vimos en su sonrisa discreción de hombre que entra a Palacio para quedarse dentro.
         Estábamos engañados.
         No ha querido gobernarnos el señor Osma. No ha querido asociarse al señor Pardo en la empresa de mandarnos. No ha querido recoger la faja que le ofrecía el señor don Enrique de la Riva Agüero.
         Y nos ha dejado.
         También el señor Rey de Castro vino para ser gobierno. No para ser gobierno de la república sino para ser gobierno de un periódico tan grande casi como la república. Pero gobierno siempre.
         No procedía, como el señor Osma, de La Paz, sino de Europa, que es como quien dice de la guerra.
         Y aquí en Lima, sagaz con toda la sagacidad de sus bigotes, gentil con toda la gentileza de sus guantes plomos y circunspecto con toda la circunspección de sus chaqués severos, se hizo querer y aplaudir por la ciudad.
         Habló bien del señor Pardo, recomendó este gobierno a la gloria, se sentó todas las noches en una butaca de primera fila de la Pavlova, compartió con nosotros la amistad del señor Balbuena y corrigió austeramente las pruebas de sus editoriales.
         Pensaba el señor Rey de Castro, seguramente, que no era posible hacer algo más en esta tierra.
         Y se hacía ilusiones.
         El país lo ha vuelto a enviar a la guerra europea y le ha dado las gracias por sus servicios, tal como suele hacerse en los decretos palatinos.
         Ha acontecido así que un mismo día ha sido de adiós para el señor Rey de Castro que llegó de la guerra y para el señor Osma que llegó de La Paz.
         Uno estuvo en el Perú seis meses y otro estuvo en el Perú seis días. Uno fue llamado para gobernarnos desde un periódico y otro fue llamado para gobernarnos desde la presidencia del consejo de ministros. Uno se ha aburrido y otro se ha decepcionado.
         Y los dos se han regresado, uno a la guerra y otro a La Paz, por igual camino, sin pena, sin dolor y sin lamento.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 4 de julio de 1917. ↩︎