2.7. La ciudad triste

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Sentimos un cansancio tremendo. Y no es que estemos fatigados de buscar inútilmente al cura Chiriboga ni es que estemos fatigados de hablar mal del señor Pardo. Es que no hay tranvías que nos lleven y nos traigan. Nos falta electricidad en las calles.
         Sentados frente a nuestra noble y graciosa máquina de escribir, pensamos que tal vez uno de estos días la ciudad se va a quedar también sin electricidad en las casas. Y cerramos los ojos para acostumbrarnos a las tinieblas.
         Sin ruido, sin motín, sin asonada, hay alrededor de nosotros una huelga terrible. El tantán de los carros se ha callado definitivamente. Si vibraran las voces de la jornada cívica, la ciudad sentiría la evocación de los días tumultuosos de los paros generales.
         Hoy no hay jornada cívica; hay paro únicamente.
         Y este es un paro cordial, un paro ecuánime, un paro sereno. Estos huelguistas no gritan ni alborotan. No hay sables ni bayonetas que los amenacen y los hostiguen. No hay gendarmes ni policías que los extorsionen. Los gendarmes y los policías son ahora socialistas y fraternizan con los huelguistas.
         Levantamos la cara y ponemos los ojos en los balcones del Palacio de Gobierno para buscar al señor Pardo. Vemos que tras de los estores el señor Pardo se sonríe. Y comprendemos que no está preocupado ni inquieto.
         Y entonces salimos de la imprenta para interrogar a los transeúntes:
         —¿Le han visto ustedes la cara al régimen? ¿No se han fijado ustedes en que el régimen está muy tranquilo? ¿Es verdad que este paro no es cosa que pueda preocuparlo?
         Los transeúntes no nos responden, pero se sonríen como el señor Pardo, y nosotros nos damos cuenta de que esta huelga no es temible ni es alarmante. Sentimos que parece una huelga salida de un acuerdo tácito entre todos. Entre los huelguistas y la empresa. Entre los huelguistas y la ciudad. Entre los huelguistas y el señor Pardo.
         No parece, sino que todos nos hubiéramos puesto de acuerdo para que hubiese huelga de motoristas y conductores.
         Nadie protesta. Nadie reclama. Nadie se queja.
         Repentinamente no soliviantamos. Así no queremos nosotros las huelgas. Las queremos distintas. Las queremos pujantes. Las queremos bravías y fuertes. Las queremos con trapo colorado y grito socialista. Así no nos parecen cosa de los obreros sino cosa de los patrones o de los vecinos de los patrones.
         Y nos indignamos y nos ponemos a dar gritos en una plazuela que sufre acaso la nostalgia imprecisa de las barricadas:
         —¡Cómo! ¡Esta es una huelga que no chilla! ¡Esta es una huelga que no hace bulla! ¡Esta es una huelga que no cierra los puños!
         No hay siquiera quien nos conteste.
         La ciudad es tan perezosa que cuando no la animan los tranvías parece una ciudad muerta.
         Pero además de perezosa la ciudad es también una ciudad burlona. Basta hacerle cosquillas y sacarle una sonrisa para que se ponga de pie.
         Y es por eso que repentinamente se yergue y habla así para echarse a reír enseguida:
         —Esta es una huelga de solidaridad con el cura Chiriboga que tampoco protesta, que tampoco hace bulla, que tampoco chilla, pero que evidentemente está en huelga…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 11 de junio de 1917. ↩︎