10.3. ¿Pasa algo?

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Suponíamos nosotros que el gobierno del señor Pardo vivía sin tribulaciones. Pensábamos que apenas si lo molestarían estos aviesos guarismos del superávit y de las amortizaciones que tienen afligido al señor Tudela y Varela. Y estábamos persuadidos de que, por consiguiente, el gobierno del señor Pardo era un gobierno venturoso en demasía. Sus cuentas –sus cuentas comparadas con las del gran capitán don Gonzalo Fernández de Córdoba para mayor fama de esta administración– no motivarían más que la salida de un ministro y la entrada de otro, acontecimiento vulgar, rutinario y minúsculo.
         Pero he aquí que nos hemos engañado. Ha entrado de repente a esta imprenta, a la estancia donde cotidianamente nos imaginamos que nuestro pensamiento se pone en mangas de camisa, el rumor de que el gobierno del señor Pardo es en estos momentos un gobierno alarmado.
         Sucesivas, pertinaces y autorizadas voces se han acercado a nosotros, solícitos recogedores de toda murmuración, de todo chisme y de toda sandez callejera, para aseverarnos:
         –¡El gobierno cree que se conspira!
         Asombrados y perplejos nos hemos negado a fiar en esta noticia. Hemos movido la cabeza y nos hemos sonreído de la afirmación ambulante. Y, luego, le hemos preguntado a una fotografía del testero desde la cual don Alberto Ulloa –sin barba, sin quevedos y cruzado de brazos– preside nuestros destinos y auspicia nuestras empresas:
         –Pero, ¿no se había acabado y a la época de las conspiraciones? ¿No se había acabado ya la época de los sustos y de las rondas? ¿No se había acabado esa época romántica y cambiadiza de la historia patria con la desaparición de aquel pierolismo listo siempre para montar a caballo y aparecer arremetedor y terrible en Zarumilla o en Locumba?
         Nada nos ha respondido la fotografía. Don Alberto Ulloa, cruzado de brazos, sin barba y sin quevedos, nos ha seguido mirando serena y tranquilamente. Nos hemos sentido lejos de toda palabra capaz de auxiliarnos y socorrernos.
         Y hemos tenido que creer en la afirmación ambulante de que el gobierno del señor Pardo es no solo un gobierno agobiado por la cornucopia del superávit sino también un gobierno agobiado por los presentimientos y por las desazones más conturbadoras. Está persuadido, tan persuadido como nosotros, de que ha pasado la era criolla de las inquietudes nocturnas. Sabe que han desaparecido esos hombres que durante luengos años de la historia de esta democracia de mestizos estuvieron permanentemente dispuestos a irse en un tren a la quebrada, vivero de todos los Mateo Vera que en el Perú han sido. Sin embargo, este gobierno no duerme tranquilo todas las noches porque de vez en cuando sospecha que hay en el país gentes descontentas y arteras que se están conchabando para derribarle.
         Habla la ciudad de que en los últimos días los hombres del gobierno han cogido el hilo de un complot. Agrega que se ha ordenado vigilancia y cautela a los mesnaderos, guardianes, soldados y servidores del Estado. Y se imagina al prefecto de Lima, libre de su sable de gendarme, corriendo a gatas por los techos de Palacio para seguir encontrando más hilos y más madejas.
         Hemos interrogado a algunas gentes:
         –¿Acaso se recela del ejército?
         –Alrededor del ejército ruedan los temores.
         –Entonces todo es una alarma originada por la carta de Leguía.
         –No; es una alarma anterior a la carta de Leguía. La carta de Leguía la ha ahondado no más. Ha llovido sobre mojado.
         Tanta persistencia ha concluido impresionándonos. Nos hemos convencido de que el gobierno del señor Pardo no duerme serena y sosegadamente todas las noches. Y hasta nos hemos preguntado si van a resucitar los días de las aprensiones y de los complots de antaño.
         Mas no hemos abandonado, sin embargo, nuestra persuasión permanente de que este es un gobierno feliz. Feliz, aunque a veces se asuste. Feliz porque, justamente, se asusta de serlo tanto. Y, por eso, su miedo, aunque haya que decirlo con una frase de teatro español, es el miedo de los felices. Que es lo que diríamos nosotros si fuésemos comediógrafos para intranquilidad de nuestra conciencia y agravamiento de todos nuestros pecados.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 5 de febrero de 1918. ↩︎