6.4. Místico
- José Carlos Mariátegui
1Están cantando los gallos. La media noche nos pesa como un pecado. Y ajochados por la inminencia del alba tenemos que desperezarnos y ponernos a escribir.
Ha entrado a nuestra estancia la madrugada del jueves santo. Nos parece que hasta el reloj de la pared se ha vuelto menos ruidoso. Hay tal eclosión de sensaciones místicas en nosotros y en nuestro alrededor que querríamos tener a nuestro alcance al señor Secada para convertirlo.
Ayer en la tarde, habríamos gustado de encontrarnos con el señor Secada. Anhelábamos llevarlo a la penitencia. Nos aprestábamos para echarle agua bendita en la cabeza altiva, nerviosa y entrecana. Pero el señor Secada anda tan atareado por las certificaciones del registro civil que no hay ya manera de tenerlo a la mano.
Hubo tiempos felices en que lo embarazaba a uno un pensamiento y en que uno mentalmente invocaba al señor Secada seguro de que encontraría al señor Secada tras de la puerta o tras de una esquina.
El señor Secada era oportunísimo. El señor Secada estaba siempre suelto. Tan suelto que si el señor Secada hubiera sido el diablo nada habría quedado en su sitio sobre la faz del planeta, como dice el señor Pasquale.
Ahora el señor Secada es un hombre abrumado por las labores. Puede uno recorrer todo Lima, todo el Callao y toda La Punta sin encontrarlo. De claro en claro le preocupan y le afanan las partidas del registro civil. Fulano nacido en esta fecha. Mengano nacido en esta otra. Zutano nacido en la de más allá.
Nadie podría traernos a esta hora de la madrugada al señor Secada. Y nosotros, pensando en él y en el jueves santo, no nos explicamos en estos momentos que con una efusión de sentimientos místicos haya venido a nuestra alma el recuerdo de tan ilustre amigo.
Pero luego hallamos la explicación. Necesitamos al señor Secada para convencerle, para salvarle, para aturdirle con la fuerza de nuestros argumentos y de nuestra dialéctica.
Han dado las 2 de la mañana.
Y han entrado a nuestra estancia los contertulios acostumbrados. Ninguno ha traído recogimiento. Todos han llegado con aspavientos y bullas.
Esto nos ha turbado.
Más tarde todos han querido hablarnos de política y sobre todo hablarnos mal del señor Pardo, del señor Riva Agüero, del general Puente y de otros hombres que podrán ser muy equivocados gobernantes pero que son siempre hermanos nuestros.
Nosotros no hemos querido escuchar a estos contertulios maledicentes y bulliciosos que han llegado a interrumpir la paz de nuestro espíritu.
Ellos nos preguntan:
—¿Saben ustedes lo que se dice del gabinete?
Y nosotros los atajamos:
—No queremos saberlo. Hoy es día santo.
Ellos insisten:
—¿Saben ustedes lo que se dice del señor Prado?
Tornamos a atajarlos:
—Hoy es día santo.
Y ellos no se cansan detentarnos sin que nosotros cesemos de defendernos con todas nuestras palabras y con todos nuestros ademanes.
Han seguido cantando los gallos. Todos ellos nos han hablado del gallo que le recordó su deber a San Pedro. Hemos sentido que estaban saludando al jueves santo. Y nos hemos preguntado nerviosamente a quiénes les estarían recordando su deber los gallos de esta madrugada.
Ha entrado a nuestra estancia la madrugada del jueves santo. Nos parece que hasta el reloj de la pared se ha vuelto menos ruidoso. Hay tal eclosión de sensaciones místicas en nosotros y en nuestro alrededor que querríamos tener a nuestro alcance al señor Secada para convertirlo.
Ayer en la tarde, habríamos gustado de encontrarnos con el señor Secada. Anhelábamos llevarlo a la penitencia. Nos aprestábamos para echarle agua bendita en la cabeza altiva, nerviosa y entrecana. Pero el señor Secada anda tan atareado por las certificaciones del registro civil que no hay ya manera de tenerlo a la mano.
Hubo tiempos felices en que lo embarazaba a uno un pensamiento y en que uno mentalmente invocaba al señor Secada seguro de que encontraría al señor Secada tras de la puerta o tras de una esquina.
El señor Secada era oportunísimo. El señor Secada estaba siempre suelto. Tan suelto que si el señor Secada hubiera sido el diablo nada habría quedado en su sitio sobre la faz del planeta, como dice el señor Pasquale.
Ahora el señor Secada es un hombre abrumado por las labores. Puede uno recorrer todo Lima, todo el Callao y toda La Punta sin encontrarlo. De claro en claro le preocupan y le afanan las partidas del registro civil. Fulano nacido en esta fecha. Mengano nacido en esta otra. Zutano nacido en la de más allá.
Nadie podría traernos a esta hora de la madrugada al señor Secada. Y nosotros, pensando en él y en el jueves santo, no nos explicamos en estos momentos que con una efusión de sentimientos místicos haya venido a nuestra alma el recuerdo de tan ilustre amigo.
Pero luego hallamos la explicación. Necesitamos al señor Secada para convencerle, para salvarle, para aturdirle con la fuerza de nuestros argumentos y de nuestra dialéctica.
Han dado las 2 de la mañana.
Y han entrado a nuestra estancia los contertulios acostumbrados. Ninguno ha traído recogimiento. Todos han llegado con aspavientos y bullas.
Esto nos ha turbado.
Más tarde todos han querido hablarnos de política y sobre todo hablarnos mal del señor Pardo, del señor Riva Agüero, del general Puente y de otros hombres que podrán ser muy equivocados gobernantes pero que son siempre hermanos nuestros.
Nosotros no hemos querido escuchar a estos contertulios maledicentes y bulliciosos que han llegado a interrumpir la paz de nuestro espíritu.
Ellos nos preguntan:
—¿Saben ustedes lo que se dice del gabinete?
Y nosotros los atajamos:
—No queremos saberlo. Hoy es día santo.
Ellos insisten:
—¿Saben ustedes lo que se dice del señor Prado?
Tornamos a atajarlos:
—Hoy es día santo.
Y ellos no se cansan detentarnos sin que nosotros cesemos de defendernos con todas nuestras palabras y con todos nuestros ademanes.
Han seguido cantando los gallos. Todos ellos nos han hablado del gallo que le recordó su deber a San Pedro. Hemos sentido que estaban saludando al jueves santo. Y nos hemos preguntado nerviosamente a quiénes les estarían recordando su deber los gallos de esta madrugada.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 5 de abril de 1917. ↩︎