5.18. A puerta cerrada
- José Carlos Mariátegui
1Uno de estos días va a comenzar a salir excomuniones. El gobierno del señor Pardo se ha dado cuenta de que vive en medio de una atmósfera blasfema. Ha comprendido que aquí basta saber pensar para gritar en las calles. Y que basta saber escribir el pensamiento para decirlo en un papel impreso.
La megalomanía de los hombres del gobierno ha sufrido una crisis de hiperestesia. Todos los peruanos tenemos la culpa. Los hombres de gobierno, engreídos y bondadosos, nos habían ido consintiendo que los tuteásemos. Se despojaron de los tratamientos. Nos dieron la mano de igual a igual. Suavizaron la majestad del gesto aristocrático.
Pero todos los peruanos sentimos un día que estos hombres del gobierno eran unos hombres responsables. Empezamos a pregonarlo. Y lo que es más grave, empezamos a censurarlo.
—¡Mal hecho! —gritamos.
El señor Pardo, sorprendido de la irreverencia, nos preguntó, llevándose la mano a la oreja cual si hubiese oído mal:
—¿Cómo?
Insolentemente nos ratificamos:
—¡Mal hecho!
El señor Pardo no prestó fe a sus oídos y siguió interrogándonos:
—¿Cómo?
No le hicimos caso.
Y de la censura pasamos a la acusación y de la acusación al apóstrofe.
El señor Pardo y los hombres del gobierno se quedaron estupefactos y pusieron el grito en las nubes:
—¡Esto es la diatriba! ¡Esto es el ultraje! ¡Esto es el denuesto!
Pensaron luego en restablecer los tratamientos. Sintieron toda la gravedad de las blasfemias. Se llevaron las manos a la cabeza. Invocaron el recuerdo de su origen divino y de su derecho santo.
Hoy los hombres del gobierno son ya otros. Nada de complacencias. Nada de tolerancias. Nada de dulzura. Ceño adusto. Gesto airado. Ademán déspota.
Y somos nosotros los pobres escritores de El Tiempo los que concitamos las mayores indignaciones. Nos rodean. Nos gritan. Nos ajochan. Si no estuviéramos bien guardados dentro de nuestras oficinas ya nos habríamos muerto de miedo.
Unas gentes nos dicen:
—¡Impostores!
Y luego les parece que nos han dicho poco y nos llaman:
—¡Impúdicos!
Estas gentes han salido de Palacio y han salido también del presupuesto.
Nosotros tenemos que sonreírnos sin levantar la cabeza y sin quitar los ojos del papel en que escribimos.
Mas no es esto solo.
Estalla de repente entre los hombres del gobierno una algazara tremenda. Todos hacen un gran corrillo en rededor de un hombre sonoro. Lo guapean. Lo aplauden. Lo miran con orgullo. Le tocan los bíceps. Le ajustan la armadura. Y le ponen una espada en una mano y una pluma en la oreja.
Suena un clamor unánime:
—¡Aquí hay un hombre bravo!
La ciudad se alborota y las ventanas, los balcones y los umbrales de las puertas se llenan de gentes que salen a mirar la calle. Parece que hubiera estallado una revolución. Parece no más. Los que hacen la bulla no son las gentes que no quieren al gobierno sino las gentes del gobierno mismo.
Hay una algazara tremenda. Si estas gentes no fuesen aristocráticas nosotros diríamos que esta es una jornada cívica. Son aristocráticas. No podemos decirlo.
Apenas si nos quedamos con la boca abierta viendo al hombre bravo que sale de las filas de Palacio como salió el gigante Goliat de las filas de los filisteos.
Y como no hemos nacido con alma de héroe ni de predestinados, nos sentimos muy chicos para salir de estas otras filas como salió David de las filas de los israelitas.
Nos callamos. Nos sonreímos. Y nos ponemos a escribir a puerta cerrada.
La megalomanía de los hombres del gobierno ha sufrido una crisis de hiperestesia. Todos los peruanos tenemos la culpa. Los hombres de gobierno, engreídos y bondadosos, nos habían ido consintiendo que los tuteásemos. Se despojaron de los tratamientos. Nos dieron la mano de igual a igual. Suavizaron la majestad del gesto aristocrático.
Pero todos los peruanos sentimos un día que estos hombres del gobierno eran unos hombres responsables. Empezamos a pregonarlo. Y lo que es más grave, empezamos a censurarlo.
—¡Mal hecho! —gritamos.
El señor Pardo, sorprendido de la irreverencia, nos preguntó, llevándose la mano a la oreja cual si hubiese oído mal:
—¿Cómo?
Insolentemente nos ratificamos:
—¡Mal hecho!
El señor Pardo no prestó fe a sus oídos y siguió interrogándonos:
—¿Cómo?
No le hicimos caso.
Y de la censura pasamos a la acusación y de la acusación al apóstrofe.
El señor Pardo y los hombres del gobierno se quedaron estupefactos y pusieron el grito en las nubes:
—¡Esto es la diatriba! ¡Esto es el ultraje! ¡Esto es el denuesto!
Pensaron luego en restablecer los tratamientos. Sintieron toda la gravedad de las blasfemias. Se llevaron las manos a la cabeza. Invocaron el recuerdo de su origen divino y de su derecho santo.
Hoy los hombres del gobierno son ya otros. Nada de complacencias. Nada de tolerancias. Nada de dulzura. Ceño adusto. Gesto airado. Ademán déspota.
Y somos nosotros los pobres escritores de El Tiempo los que concitamos las mayores indignaciones. Nos rodean. Nos gritan. Nos ajochan. Si no estuviéramos bien guardados dentro de nuestras oficinas ya nos habríamos muerto de miedo.
Unas gentes nos dicen:
—¡Impostores!
Y luego les parece que nos han dicho poco y nos llaman:
—¡Impúdicos!
Estas gentes han salido de Palacio y han salido también del presupuesto.
Nosotros tenemos que sonreírnos sin levantar la cabeza y sin quitar los ojos del papel en que escribimos.
Mas no es esto solo.
Estalla de repente entre los hombres del gobierno una algazara tremenda. Todos hacen un gran corrillo en rededor de un hombre sonoro. Lo guapean. Lo aplauden. Lo miran con orgullo. Le tocan los bíceps. Le ajustan la armadura. Y le ponen una espada en una mano y una pluma en la oreja.
Suena un clamor unánime:
—¡Aquí hay un hombre bravo!
La ciudad se alborota y las ventanas, los balcones y los umbrales de las puertas se llenan de gentes que salen a mirar la calle. Parece que hubiera estallado una revolución. Parece no más. Los que hacen la bulla no son las gentes que no quieren al gobierno sino las gentes del gobierno mismo.
Hay una algazara tremenda. Si estas gentes no fuesen aristocráticas nosotros diríamos que esta es una jornada cívica. Son aristocráticas. No podemos decirlo.
Apenas si nos quedamos con la boca abierta viendo al hombre bravo que sale de las filas de Palacio como salió el gigante Goliat de las filas de los filisteos.
Y como no hemos nacido con alma de héroe ni de predestinados, nos sentimos muy chicos para salir de estas otras filas como salió David de las filas de los israelitas.
Nos callamos. Nos sonreímos. Y nos ponemos a escribir a puerta cerrada.
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 23 de marzo de 1917. ↩︎