5.14. El porvenir dirá
- José Carlos Mariátegui
1Ya le hemos dado la espalda al pasado. Y es que en el pasado hay muchos cadáveres y existen entre nosotros quienes quieren sentirlos lo más lejanos que sea posible.
Caminamos.
A veces se nos ocurre que vamos a un aquelarre cabalgados sobre una escoba. Pero es un sueño. Caminamos vulgarmente como en el jirón de la Unión sin prisa, sin ideal, sin fatiga, sin orientación y sin alegría.
Tenemos únicamente una esperanza que es la esperanza de olvidarnos de lo que hemos visto y de lo que hemos oído. La esperanza de olvidarnos de todas las cosas que aquí han pasado. La esperanza de sentirnos otros.
Un recuerdo impertinente surge de rato en rato y nos da a todos malestar. Se enseñorea de nosotros. Nos tortura. Nos oprime. Nos tiraniza. Nos confunde. Nosotros nos defendemos de él con las manos.
Y suenan frases que nosotros no quisiéramos ya oír más.
Es que queremos llegar lo más pronto posible al olvido.
Un hombre nos interroga como si nos interrogase de cosas muy viejas:
―¿Y la junta directiva del partido civil?
Nosotros le contestamos:
―Como siempre: cogida de las manos.
Él torna a interrogarnos:
―¿Y el señor Prado y Ugarteche?
Nosotros le contestamos:
―Como siempre: en medio de sus libros y de sus huacos. En la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido…
Y él otra vez:
―¿Y el señor Pardo?
Y nosotros:
―Como siempre: en la Presidencia de la República.
Él y nosotros suspiramos:
―¡Todo como siempre!
Hay una pena muy grande en la atmósfera y en los corazones. Una pena obstinada. Una pena que solo puede traducirla la guitarra. Una pena que se recata en el día y se ensancha en la noche.
Llenos de negligencia nos llevamos la mano a un bolsillo para sacar el reloj. Vemos la hora. Y pensamos en que ya ni siquiera tenemos una hora esperada.
Recalcitrantemente burlona, la ciudad siente la necesidad de reírse y se ríe. Mas se ríe sin ganas. Nosotros que nos reímos con ella lo comprendemos. La ciudad no tiene ganas de reírse. No llora porque no sería viril que llorase. Y se ríe trágicamente como los payasos.
Entonces nos damos cuenta de que en el Perú hay risa, pero no hay alegría. El chiste y la eutrapelia le ponen un antifaz a la tristeza. Pero no traducen un alborozo. Y el optimismo, el sano optimismo, el robusto optimismo, el generoso optimismo, es solo cosa que nos contagian los candidatos, sobre todo cuando son candidatos a las diputaciones por Lima.
Confiamos en que los tiempos se bonifiquen solos y nos sentimos absolutamente incapaces de bonificarlos nosotros. Caminamos cruzados de brazos. Y decimos resignada y abúlicamente:
―El porvenir dirá.
Antes decíamos:
―Dios dirá…
Mas la ciencia, la razón y el progreso y la moda nos han hecho modificar la frase. Únicamente no nos han hecho modificar nuestra resolución de aguardarlo todo de la Divina Providencia.
Y vivimos tan indolente y lánguidamente, que a estas horas todos decimos abriendo la boca con mucha pereza:
―¡Esperamos el día!
Y estamos seguros de que más tarde diremos:
―¡Esperamos la noche!
Caminamos.
A veces se nos ocurre que vamos a un aquelarre cabalgados sobre una escoba. Pero es un sueño. Caminamos vulgarmente como en el jirón de la Unión sin prisa, sin ideal, sin fatiga, sin orientación y sin alegría.
Tenemos únicamente una esperanza que es la esperanza de olvidarnos de lo que hemos visto y de lo que hemos oído. La esperanza de olvidarnos de todas las cosas que aquí han pasado. La esperanza de sentirnos otros.
Un recuerdo impertinente surge de rato en rato y nos da a todos malestar. Se enseñorea de nosotros. Nos tortura. Nos oprime. Nos tiraniza. Nos confunde. Nosotros nos defendemos de él con las manos.
Y suenan frases que nosotros no quisiéramos ya oír más.
Es que queremos llegar lo más pronto posible al olvido.
Un hombre nos interroga como si nos interrogase de cosas muy viejas:
―¿Y la junta directiva del partido civil?
Nosotros le contestamos:
―Como siempre: cogida de las manos.
Él torna a interrogarnos:
―¿Y el señor Prado y Ugarteche?
Nosotros le contestamos:
―Como siempre: en medio de sus libros y de sus huacos. En la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido…
Y él otra vez:
―¿Y el señor Pardo?
Y nosotros:
―Como siempre: en la Presidencia de la República.
Él y nosotros suspiramos:
―¡Todo como siempre!
Hay una pena muy grande en la atmósfera y en los corazones. Una pena obstinada. Una pena que solo puede traducirla la guitarra. Una pena que se recata en el día y se ensancha en la noche.
Llenos de negligencia nos llevamos la mano a un bolsillo para sacar el reloj. Vemos la hora. Y pensamos en que ya ni siquiera tenemos una hora esperada.
Recalcitrantemente burlona, la ciudad siente la necesidad de reírse y se ríe. Mas se ríe sin ganas. Nosotros que nos reímos con ella lo comprendemos. La ciudad no tiene ganas de reírse. No llora porque no sería viril que llorase. Y se ríe trágicamente como los payasos.
Entonces nos damos cuenta de que en el Perú hay risa, pero no hay alegría. El chiste y la eutrapelia le ponen un antifaz a la tristeza. Pero no traducen un alborozo. Y el optimismo, el sano optimismo, el robusto optimismo, el generoso optimismo, es solo cosa que nos contagian los candidatos, sobre todo cuando son candidatos a las diputaciones por Lima.
Confiamos en que los tiempos se bonifiquen solos y nos sentimos absolutamente incapaces de bonificarlos nosotros. Caminamos cruzados de brazos. Y decimos resignada y abúlicamente:
―El porvenir dirá.
Antes decíamos:
―Dios dirá…
Mas la ciencia, la razón y el progreso y la moda nos han hecho modificar la frase. Únicamente no nos han hecho modificar nuestra resolución de aguardarlo todo de la Divina Providencia.
Y vivimos tan indolente y lánguidamente, que a estas horas todos decimos abriendo la boca con mucha pereza:
―¡Esperamos el día!
Y estamos seguros de que más tarde diremos:
―¡Esperamos la noche!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 18 de marzo de 1917. ↩︎