5.13. Oyendo a las gentes - Optimismo

  • José Carlos Mariátegui

Oyendo a las gentes1  

         La política no quiere serenarse. Sigue agitada, encrespada, atorbellinada. Hay momentos en que se aguarda su calma inminente. Pero en vano. La política no quiere dar un armisticio al comentario público y a la agitación periodística.
         Nosotros sentimos a veces que necesitamos una tregua. Nos encerramos en nuestra alcoba para hacer de ella un remanso. Y es inútil. El clamor ciudadano nos alcanza siempre y nos quita todo el sosiego y toda la quietud anhelada.
         Tenemos que salir a la calle. Tenemos que venir a esta imprenta que es peor que salir a la calle, tal la invaden y animan los hombres que hablan de política. Tenemos que vivir oyendo a las gentes sin descanso. Tenemos que sentirnos solidarizados con sus intranquilidades y sus turbaciones y sus ensueños.
         Y el clamor ciudadano no halla límites ni se rinde a la fatiga. Suena, suena y suena. Y anuncia obstinadamente cosas tremendas.
         Nos han atajado en una esquina:
         ―¡Esto no es para que ustedes se rían!
         ―Bueno.
         ―¡Esto es para que ustedes reflexionen!
         ―Magnífico.
         ―¡El señor Pardo le deja el gobierno al primer vicepresidente de la República!
         ―¡Absurdo!
         Nos hemos echado a reír indignando a quienes nos han atajado.
         Y hemos sentido en todas partes el mismo anuncio sigiloso del probable alejamiento, del señor Pardo, de Palacio. El viaje del señor Bentín en estos instantes continúa perturbando a las gentes. Nadie fía en su inocencia. Se le ha encontrado móvil. Se le ha inventado un origen. Se le ha rodeado de suspicacia.
         El señor Bentín se va a encontrar a su regreso con un mar revuelto. Lo van a acechar los periodistas. Lo van a mirar los curiosos. Lo van a saludar con más genuflexiones sus amigos.
         No es para menos.
         Todo el mundo se ha echado a decir:
         ―¡El señor Bentín viene a ser presidente de la República!
         Las gentes saborean la frase y repiten luego:
         ―¡El señor Bentín!
         Y más tarde:
         ―¡El señor don Ricardo Bentín!
         Unas a otras las gentes se anuncian:
         ―¡El señor Pardo se va de la presidencia de la República!
         Nosotros hemos descubierto que solo lo hacen por preguntarse luego:
         ―¿Definitivamente?
         Y por responderse después:
         ―No; únicamente por tres meses.
         La noticia es persistente, obstinada, tenaz, perseverante, sonora. Nos persigue en todas partes. Nos asedia. Nos marea.
         El señor Pardo se va. El señor Pardo se va.
         El señor se va. La noticia es como una obsesión.
         Y oyéndola en los labios de los amigos del gobierno no hemos podido decir sino esto:
         ―¡Buenos deseos!

Optimismo  

         Ya todos estamos otra vez llenos de fuerza, de energía y de grandeza después de tanta amargura. Repentinamente nos hemos puesto optimistas. El optimismo se señorea entre nosotros y nos tonifica. Y en las calles y en las casas se respira un optimismo que es el que nos contagian los candidatos.
         El señor Torres Balcázar dice en una esquina:
         ―¡Yo soy ya diputado por Lima! ¡Sin asamblea de contribuyentes, sin juntas electorales, sin ubicación, sin simpatía gubernativa, sin favores celestiales! ¡El pueblo es mío! ¡Y yo soy diputado por Lima!
         El señor Balbuena dice en otra esquina:
         ―¡Una diputación es mía! ¡Solo la otra se encuentra en discusión! ¡Una es mía! ¡Solo me faltan las credenciales!
         El señor Miró Quesada dice en una confitería:
         ―¡Mi candidatura es inconmovible!
         Y se sonríe tranquilamente porque sabe que no necesita añadir argumento alguno.
         El señor Paz Soldán, que también es candidato y que encomienda su éxito al partido constitucional, corre por La Victoria, visita Abajo el Puente y se pierde en el dédalo de los Barrios Altos, convenciendo a las gentes de que deben hacerlo diputado por Lima.
         Todos los candidatos se parecen.
         Lo mismo que los candidatos a las diputaciones por Lima piensan los candidatos a las demás representaciones de la carta. Con sus cartas, con sus actas y con sus telegramas anonadan a las gentes y las persuaden de que su popularidad y su valimiento son incontrastables.
         Y el señor Torres Balcázar, redondo en la entonación y en el ademán, grita muy sonoramente:
         —¡Yo soy el candidato más fuerte!
         Y da un puñete tan tremendo que no es posible poner en duda que dice la verdad.
         El optimismo se extiende y esta ciudad que parecía una ciudad de escépticos se trastorna y se altera. Las gentes se tornan optimistas y comienzan a encontrar nuevamente risueñas las cosas.
         Ese hombre que pasa por allí era un escéptico. Vamos a llamarlo para ver si también se ha transformado. Y ahora que está aquí vamos a interrogarlo:
         —¿No es cierto que este país se pierde?
         Seguramente nos responde:
         —¡Mentira! ¡Este país se salva! ¿Para qué vivimos nosotros?
         Así andan todos los hombres, singularmente cuando son candidatos. El optimismo se torna una religión fortalecedora, amable, generosa y magnífica. El optimismo nos hace sonreír incesantemente. El optimismo nos tiene felices. El optimismo nos hace olvidarnos de los acontecimientos aflictivos.
         Y somos optimistas para juzgar la universalidad de las cosas y de los hombres.
         Únicamente no somos optimistas para pensar que este gobierno del señor Pardo es un gobierno bueno, patriarcal, bondadoso y benefactor.
         Ni nosotros ni los candidatos.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 17 de marzo de 1917. ↩︎