4.9. La ciudad alegre…

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Los hombres sabios han constatado ya que aquí somos muy ecuánimes, muy tranquilos, muy prácticos, muy ponderados.
         Aquí no sabemos de idealismos, de sentimentalismos ni de las otras puerilidades que el siglo ha destruido.
         Y solo de chicos hemos leído, para entretenimiento y para risa, al Quijote, libro que a nuestros ojos no ha tenido más importancia que Las mil y una noches y que El ratoncito Pérez.
         El ilustre caballero don Quijote de la Mancha nos parece un hidalgo chiflado tan hilarante como “Rinsin Renacuajo” aunque menos valiente que “Tartarín de Tarascón”. Y Sancho Panza nos parece en cambio un sujeto razonable, discreto y redomado, sin otra tontería que la de haber seguido a don Quijote, por lo cual bien castigado anduvo y halló en el pecado la penitencia.
         Y no es que hayamos llegado a esta serenísima majestad por educación, por régimen ni por energía.
         Hemos llegado a ella por causas extrañas y ocultas que nadie acierta a determinar con precisión.
         Apenas si hay de vez en cuando un diagnóstico que puede ser del doctor Carlos Enrique Paz Soldán:
         —El clima.
         Y este otro que puede ser del mismo doctor Paz Soldán:
         —El agua.
         Y sobrevienen momentos en que pasa por las calles una lamentación idealista que suele ser del Dr. Belaunde:
         —¡Este es un pueblo de asentimentales!
         Los hombres sabios se sienten entonces satisfechos y regocijados, y exclaman ufanamente:
         —¡Aquí todos somos cerebrales!
         Y la ciudad sonríe con alegría como si se diera cuenta de todas estas cosas.
         Ahora, más que nunca, sentimos que somos muy prácticos y muy ecuánimes. Los alemanes nos han hundido una barca y muchos hemos estado a punto de echarnos a reír. Los demás nos hemos limitado a murmurar que los alemanes son muy malas personas.
         Otra ciudad violenta, apasionada, idealista, habría sufrido una convulsión, una sacudida, un estremecimiento. Habría hecho mítines, habría dado gritos, habría lanzado apóstrofes, habría cerrado el puño. Una vibración de cólera la habría agitado y le habría descompuesto la fisonomía.
         Nuestra ciudad apática, indolente, musulmana y serenísima no puede hacer nada de esto. Está persuadida de que el corazón es una víscera inservible y ociosa. Y se agarra la cabeza para asegurarse de que piensa y de que se gobierna con el cerebro.
         Como somos católicos, aunque transigimos resignadamente con la libertad de cultos, hemos debido leer muchas veces el libro de Job.
         Algunas gentes se arrojan a las calles a gritar cual pregoneras en todas las esquinas:
         —¡Aquí no hay sangre en las venas! ¡Aquí no hay carácter! ¡Aquí no hay espíritu!
         Pero la ciudad indiferente y fría no las escucha y si las escucha les recomienda cura para los nervios.
         Todo nos hace mucha gracia. Todo. Vivimos en eutrapelia. Tenemos un chiste para cada cosa, para cada nombre y para cada situación. Un chiste para el señor Pardo. Otro chiste para el señor García y Lastres. Otro chiste para la dictadura fiscal. Otro chiste para la guerra europea. Otro chiste para el bloqueo submarino que apenas si nos amenaza con paralizar nuestro comercio.
         Estamos muy contentos con que nos hayan hundido un buque y con que hayan ofendido nuestra bandera y hasta exclamamos:
         —¡Un honor para el Perú! ¡El primer barco sudamericano que han hundido los submarinos alemanes ha sido un barco peruano! ¡Un honor inmenso! ¡Ya lo sabrá todo el mundo!
         Nada nos saca de quicio.
         Nada.
         La ciudad vive siempre risueña y tranquila.
         Solo la conmueven de rato en rato los temblores.
         Y de los temblores la defiende el Señor de los Milagros.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 9 de febrero de 1917. ↩︎