4.24. La intrusa

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Todo se va poniendo trágico en el Perú.
         La política, las elecciones, la vida.
         Todo.
         Ya no es solo que los submarinos alemanes nos amenacen con la invasión de estos tranquilos y orgullosos mares nuestros.
         Ya no es solo que Alemania y los Estados Unidos estén en un conflicto que quiere envolvernos también a nosotros.
         Ya no es solo que nuestro canciller se sienta a un milímetro de la declaratoria de guerra a ese país tan agresivo y tan déspota de Alemania.
         Ya no es solo que nuestra escuadra se mueva a media noche y que los hombres cautos, vigilantes y previsores del Ministerio de Guerra y Marina la agarroten en la madrugada.
         Ya no es solo que se ronde las calles, que se vigile a las gentes, que se recorra los cuarteles y que se atisbe detrás de las rendijas.
         Ya no es solo que se anuncie sonoramente a la ciudad que se ha descubierto un plan de rebeldía.
         Ocurren cosas más graves, más inquietantes, más temibles.
         Mueren los candidatos en la lucha electoral que no ha sido nunca una lucha cruenta.
         Y cuando no se mueren, los matan.
         Unas veces un candidato puede llamarse el señor Merino Reyna y otras veces puede llamarse el señor Bazán.
         Tiros, tiros, tiros.
         Y un candidato y un partidario suyo caen muertos al suelo.
         Y, como no ha llegado todavía la reunión de las asambleas, siguen los tiros.
         Hay en el Cuzco un candidato, el señor Rafael Grau, que mira su provincia como quien mira una caverna insondable. Y, naturalmente, se queda en el cráter.
         Así hay muchas otras provincias, tantas como luchas intensas, y pasan corriendo por las serranías partidas de hombres armados que parecen montoneros.
         Los mismos candidatos, frente a los que han muerto, se asustan, se consternan y se preguntan si será posible que una democrática acción del sufragio resulte una acción cruenta.
         El país se va poniendo todo trágico.
         Y las gentes claman alarmadas:
         ―¡Señor, misericordia!
         Como si hubiese empezado un temblor sordo e inquietante.
         Pero hay entre todos estos semblantes turbados varios semblantes tranquilos.
         Son los semblantes del hombre del gobierno que cree aún que este es, efectivamente, como lo soñó el país, sinceramente o no, un régimen de conciliación, de paz, de ternura, de convalecencia, de amor, de bienaventuranza, de fraternidad, de olvido y de perdón.
         Y nosotros, que somos muy sugestionables, nos obstinamos también en poner una cara muy risueña a pesar de que nuestros dientes están castañeteando y nuestros nervios están con calofrío.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 26 de febrero de 1917. ↩︎