4.13. Estremecimiento

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Todo se está poniendo tenebroso y trágico. Todo. No son únicamente los submarinos alemanes y sus asechanzas los que conmueven al mundo y no son únicamente los entredichos yanqui-germanos los que propagan grimas e inquietudes. También en el Perú se siente una onda fría y helada que parece el soplo de la intrusa en una obra de Maeterlink.
         ¡Pruuuuuuum!
         ¿Qué pasa?
         La ciudad se agita y se estremece y se llena de angustia.
         Y es que los indios de Huancané se han sublevado. Y es que ha habido muchos muertos y muchos heridos. Y es que se ha conjurado un peligro tremendo. Y es que los indios están muy ensombrecidos. Y es que debe andar por allí el general Rumimaqui con una tea incendiaria en la mano derecha.
         La ciudad, ensordecida por el bullicio de los acontecimientos universales y monopolizada totalmente por la lectura del cable y por su contenido, siente entonces que también el país está conflagrado y se llena de voces malas.
         —¡Una partida de treinta y cinco hombres armados anda por las serranías de Bongará!
         —¡Un período de pendencias, crímenes y desórdenes ha comenzado en Cutervo!
         —¡Ha pasado un piquete de gendarmes por esa carretera!
         —¡Rondan las autoridades de policía y visitan los cuarteles!
         —¡Velan las gendarmerías!
         El miedo cunde en un escalofrío y las voces se paralizan hasta que después de un rato suena una interrogación muy ingenua:
         —¿Todo esto es porque le vamos a declarar la guerra a Alemania?
         La sonrisa torna entonces a los labios que vuelven a abstraerse en la lectura y en el comentario del cable. Y en la lectura y en el comentario de lo que el Perú le dice a Alemania y de lo que el Perú le dice a los Estados Unidos.
         Los ánimos se encienden.
         —¡La guerra! ¡El bloqueo submarino! ¡El Apocalipsis! ¡Alemania! ¡Von Tirpitz!
         Y las viejas sencillas levantan las manos al cielo y claman:
         —¡Misericordia, Señor! ¡Este es el fin del mundo!
         Y el gobierno, que debía ser ecuánime, que debía ser ponderado, que debía ser sereno, parece que les quiere dar la razón a las pobres viejas sencillas que levantan las manos al cielo y dicen que este es el fin del mundo.
         La ciudad se acongoja, se consterna y se aflige de repente con la noticia de que los comandantes de los sumergibles “Ferré” y “Palacios” han sido puestos presos e incomunicados en el fuerte de Santa Catalina.
         Hay un pavor tremendo.
         El fuerte de Santa Catalina tiene un nombre de resonancia dolorosa en el espíritu. Un nombre trágico. Un nombre que asusta. Un nombre que arredra. Un nombre que oprime el corazón como una pesadilla.
         ¡El fuerte de Santa Catalina!
         Basta decirlo sonoro para que haya cierrapuertas enseguida en toda la ciudad.
         Y el gobierno, que seguramente lo sabe, lo ha gritado sorpresivamente para secuestrar en ese cuartel a los comandantes Valdivieso y Monge.
         Todas las gentes se interrogan:
         —¿Por qué han tomado presos a los comandantes Valdivieso y Monge? Y cuando se les responde:
         —Por sus renuncias—, las gentes parece que no lo creyeran y se quedan mirando al Callao como si quisieran ver a la escuadra.
         Y ocurre que la ciudad entera se dedica a atisbar a la escuadra. Se siente como que la ciudad pensara que la escuadra se fuese a mover de repente. Se siente como que la ciudad distinguiera a veces humo en sus chimeneas. Se siente como que la ciudad descubriera sorpresivamente lumbre en sus calderas. Se siente que se siente cosas vagas y perturbadoras.
         Hasta nosotros llegan rumores indescifrables que nos hielan la sangre.
         Y a nosotros nadie nos quita de la cabeza que de todo tienen la culpa los malos nervios del señor Pardo que, seguramente, se pone a mirar el mar todas las noches, sin saber que el mar es en las noches muy inquietante, muy agorero y muy trágico.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 13 de febrero de 1917. ↩︎