3.5. Malestar - Otra prórroga

  • José Carlos Mariátegui

Malestar1  

         Un día gritamos todos contra la dictadura fiscal. Levantamos los brazos hasta el cielo y le pedimos al cielo su justicia. El país se llenó de protestas. Gritó la minoría. Gritó el futurismo. Gritaron los constitucionales. Gritamos nosotros. Sobre el alto de papeles del señor Heráclides Pérez que traían envuelta a la dictadura fiscal, cayó un aluvión de apóstrofes y de expectaciones. Y cuando ya parecía que la algazara iba a calmarse, se reanimaba y se consolidaba.
         Pero llegó por fin un día en que las gentes nos cansamos de gritar. Nos persuadimos de que estábamos predicando en el desierto. No nos conformamos con la dictadura fiscal, pero nos resignamos a esperar la justicia de Dios. Y nos callamos. Apenas si de rato en rato siguió sonando una protesta.
         Mientras vibró la algazara, el señor Pardo estuvo risueño, tranquilo, desdeñoso. Se sintió libre de toda culpa, de toda responsabilidad, de toda falta. Y mirando los papeles de la dictadura fiscal se dijo que ni siquiera su firma estaba al pie de ellos.
         Ha sido ahora, cuando se ha hecho el silencio, que el señor Pardo se ha inquietado. No diremos que ha sentido miedo, pero sí que se ha inquietado. La bulla lo aturdía sin turbar su majestad. El silencio le ha conducido a la meditación y al recelo. Y le ha inducido a desdeñar a Miraflores y a buscar a La Punta.
         El señor Pardo, tan fuerte, tan ecuánime, tan sereno hasta anteayer, está arredrado y perturbado desde hoy. No entra a un cuarto oscuro por ningún motivo. Y cuando entra a un cuarto iluminado se detiene un momento en el umbral. Y a solas en su gabinete de Palacio cuando nadie lo mira, cuando nadie lo observa, se para de repente y le pregunta a su retrato:
         —¿Quién me quiere mal? ¿Quién me acecha? ¿Quién me amenaza?
         Y el retrato se queda callado para que el señor Pardo pierda el sosiego, ignorando quién lo quiere mal, quién lo acecha, quién lo amenaza.
         El señor Pardo está lleno de sigilos, de reservas, de desconfianzas. En esta hora en que el país vive tranquila y sufridamente, el señor Pardo vive fastidiado e inquieto. Y, como cree que hay muchas gentes que se están juntando contra él, las llama generosa y dulcemente a todas con una invocación evangélica y tierna:
         —¡Vengan ustedes a mí! Yo los amo con todo el corazón. Yo soy hermano de ustedes. Y los espero con los brazos abiertos. Cogidos de las manos vamos a trabajar por la felicidad de la patria. ¡Vengan ustedes a mí! ¡Rodéenme! ¡Yo los quiero mucho!
         Las gentes se quedan paradas y le dicen únicamente:
         —Bueno.
         Y el señor Pardo entonces se solivianta, se exalta y les grita:
         —¡Ustedes me odian! ¡Ustedes son mis enemigos! ¡Ustedes me están preparando la guerra!
         Así le ha pasado al señor Pardo con el señor Osores. El señor Osores se había ido a Chosica. El partido del general Cáceres, que es también el partido del señor Osores, había protestado contra la dictadura fiscal. El señor Pardo les preguntó a sus áulicos:
         —¿Por qué Osores está en Chosica?
         Unos áulicos le contestaron:
         —Será porque está enfermo.
         Y otros áulicos:
         —Será por imitar al señor Prado y Ugarteche.
         Y el señor Pardo hizo llamar al señor Osores, que fue cortés, solícito y obediente para la invitación presidencial. El señor Pardo lo recibió entre sus brazos. Lo llamó su hermano. Lo proclamó su confidente. Le dijo que paseara la mirada por el país. Le pidió que estuviera a su lado.
         Pero el señor Osores estuvo huraño, reticente, esquivo. La ternura del señor Pardo no lo enterneció. La preocupación del señor Pardo no le preocupó. La emoción del señor Pardo no lo emocionó.
         El señor Pardo perdió entonces la ecuanimidad. Y le preguntó sorpresivamente al señor Osores:
         —¿Usted conspira?
         Un gesto histórico.
         Y el señor Osores que supo comprenderlo, el señor Osores que tiene la salud muy mala, el señor Osores que es en estos momentos como todos los ciudadanos del Perú una persona pacífica, el señor Osores que vive tan tranquilo en una aldea reparadora, triste, tuvo que responder por amor propio y con una sonrisa muy breve:
         —Todavía no.

Otra prórroga  

         Nuestra ánima, nuestra pobre ánima, nuestra maltrecha ánima, ha sufrido un nuevo quebranto. Ha estado mucho rato apesadumbrada, abatida, compungida. Y ha sido causante de su aflicción el señor Manzanilla, muy amado suyo.
         Tanto como habíamos alborotado nosotros contra la prórroga del presupuesto de la república, tanto como habíamos dicho que era un atentado enorme, tanto como habíamos ocurrido donde el mismo señor Manzanilla para pedirle que nos dijera que ese atentado era insensato, y ahora el señor Manzanilla nos sorprende con otra prórroga de presupuesto. Ha prorrogado el presupuesto de la Cámara de Diputados. Y lo ha prorrogado sorpresivamente, que es en lo único en que se ha diferenciado del señor Pardo y del señor Heráclides Pérez.
         No esperábamos esta nueva prórroga de presupuesto. No la presentíamos. No la imaginábamos. El señor Manzanilla ha querido sorprendernos.
         Y es ahora cuando estamos convencidos de lo que pesa el mal ejemplo. Ahora es cuando estamos convencidos del daño que hace. Ahora es cuando estamos convencidos de lo que consigue.
         El señor Manzanilla no habría prorrogado el presupuesto de la Cámara, si el señor Pardo y el señor Heráclides Pérez no hubieran prorrogado el presupuesto de la república.
         Este razonamiento nos ha llenado de un rencor profundo contra el señor Pardo y contra el señor Heráclides Pérez.
         Nos hemos echado a las calles a gritar como unos locos:
         —¡El ejemplo del señor Pardo ha arrastrado al señor Manzanilla! ¡El señor Pardo ha perdido al señor Manzanilla! ¡El país debe ponerse a llorar a mares! ¿Por qué no se ha puesto todavía el país a llorar a mares?
         Poco nos ha importado que las gentes ecuánimes nos hayan sujetado para decirnos:
         —El señor Manzanilla tenía que prorrogar el presupuesto de la cámara. Si la cámara no funcionaba, ¿qué podía hacer el señor Manzanilla?
         No hemos transigido con esta manera de pensar:
         —¡Ha debido convocar a la Cámara! ¡Ha debido reunirla de algún modo! ¡Ha debido hablar con todos los diputados! ¡Ha debido hacer cualquier cosa para no prorrogar el presupuesto!
         Y, después de muchas exclamaciones desoladas que nos han hecho enronquecer, hemos ido en busca del señor Manzanilla para oír su palabra y para saber su explicación.
         Apenas le hemos visto hemos corrido a su encuentro ansiosamente. Y el señor Manzanilla nos ha recibido con estas palabras efusivas:
         —¡Pídanme órdenes!
         Nosotros, sin hacerle caso, le hemos preguntado anhelantes:
         —¿Por qué ha prorrogado usted el presupuesto de la cámara? ¿Por qué ha hecho usted lo mismo que el señor Pardo? ¡Usted que tiene todos nuestros afectos! ¡Usted que tiene todas nuestras admiraciones!
         Pero el señor Manzanilla se ha reído mucho y no nos ha contestado sino esto:
         —¡Pídanme órdenes! ¡Me embarco el jueves para La Habana! ¡Pídanme órdenes! ¡O vénganse mejor conmigo!
         Y luego nos ha agregado una frase de copla de zarzuela:
         —¡A La Habana me voy! ¡Te lo vengo a decir!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 5 de enero de 1917. ↩︎