3.30.. A media noche

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Las gentes trasnochadoras siguen empeñadas en asustarnos y amedrentarnos. No se dan tregua en la empresa de hacernos sufrir grimas y alarmas espantosas. Ora nos cuentan un sueño, ora nos refieren un presagio, ora nos hablan de los eclipses, ora nos señalan el cielo con el dedo índice, ora nos invitan a que escrutemos el porvenir, aunque sea desde el techo de la imprenta.
         Todas estas gentes desalmadas nos están haciendo vivir en zozobras.
         Vamos a tener que acabar pidiéndole garantías a la policía por mucho que la policía no sea capaz de entender nuestras desazones.
         Una madrugada las gentes trasnochadoras han venido corriendo a la imprenta para decirnos:
         —¡Hemos visto a un hombre embozado!
         Y se han puesto a acezar y se han enjugado el sudor con el pañuelo para llenarnos de inquietud antes de continuar.
         —¡Hemos visto a un hombre embozado entrar a un cuartel! Han querido graduarnos la emoción.
         Y como nosotros nos hemos callado ellas han seguido:
         —¡Este hombre embozado ha ido al cuartel en un automóvil! ¡Y ha ido solo!
         Y han hecho otra pausa para decirnos luego:
         —¡Y le han abierto la puerta del cuartel obedientemente!
         Nosotros hemos seguido callados y nuestros visitantes han tenido que interrogarnos para romper nuestro silencio:
         —¿Quién será este hombre?
         Para asombrar y “epatar” a estas gentes que quieren alarmarnos y ponernos neurasténicos, hemos contestado con mucha naturalidad y mucha displicencia:
         —¡Será un hombre que conspira!
         Asombradas y “epatadas”, las gentes alarmistas han tenido que dejarnos.
         Y nosotros hemos levantado los brazos al cielo en acción de gracias.
         Como estas gentes son muy porfiadas han regresado otra madrugada, más acezantes, más sudorosas, más pálidas, más malignas.
         Y nos han dicho:
         —¡El mismo automóvil del otro día se ha parado a la puerta de un cuartel! ¡Y de él ha bajado el mismo hombre embozado del otro día! ¡Y le han abierto la puerta inmediatamente! ¿Quién será este hombre?
         Hemos tornado a contestar haciendo de tripas corazón:
         —¡Será un hombre que conspira! ¡Bah! ¡No hagan ustedes caso! ¡Vayan a dormir tranquilamente!
         Mas las gentes trasnochadoras han seguido visitándonos en las madrugadas tenazmente.
         Y una vez nos han dicho:
         —¡El hombre embozado tiene apostura marcial!
         Y otra vez:
         —¡Ha pasado por la Plaza de Armas!
         Y otra vez:
         —¡Ha entrado a otro cuartel!
         Y otra vez:
         —¡Tiene ademán de autoridad!
         Y otra vez y otra vez y otra vez:
         —¡Será como ustedes dicen, un hombre que conspira!
         Por contradecirnos y reírnos les hemos contestado a veces:
         —¡Será un fantasma! ¡Será un ánima que pena! ¡Será un espíritu malo! Hay que espantarlo con la señal de la santa cruz.
         Mas somos débiles.
         Al fin y al cabo, esta conjuración de los chismes de la ciudad nocherniega nos ha dado susto y curiosidad simultáneamente.
         Y una noche hemos salido a la calle con algunas de las gentes trasnochadoras que nos traen las inquietudes para ver si encontrábamos al fantasma de sus desazones. Hemos salido con fortuna. Frente a un cuartel hemos visto parado un automóvil y nos hemos detenido.
         Nuestros acompañantes nos han dicho:
         —¡Este es el automóvil!
         Hemos avanzado un poco.
         Y hemos esperado con una zozobra tremenda.
         Muy pronto ha salido del cuartel un hombre. Un hombre marcial como las gentes nos habían dicho. Pero ha salido francamente y sin recatos. La luz le ha dado en la cara. Le hemos reconocido. Y hemos soltado la carcajada:
         —¡Si es el ministro de guerra! ¡Si es un funcionario del régimen! ¡Si no es ningún fantasma! ¿Cómo quieren ustedes que un ministro de Guerra vigilante y cauto no visite de vez en vez los cuarteles? ¿Cómo quieren ustedes?
         Las gentes de nuestra mala compañía se han quedado mirando el automóvil que se iba por no resistir nuestra mirada burlona y por no vernos la cara.
Y nosotros no hemos tenido para ellas sino un apóstrofe:
         —¡Zonzos!


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 30 de enero de 1917. ↩︎