2.11. Marcha triunfal

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Todos salimos ayer de campaña.
         El señor Pardo, el general Puente, la gente grande, la minoría parlamentaria y nosotros.
         Todos, todos, todos.
         La conmemoración de la batalla de Ayacucho nos había soliviantado belicosamente. Y ya que no podíamos ver una batalla queríamos por lo menos ver un simulacro.
         Los automóviles madrugaban. Y las gentes se ponían gorra y cubre–polvo y se quedaban sin oír misa.
         El camino era largo y polvoriento.
         El paisaje, monótono.
         Tapias, sementeras, árboles, ganado.
         Y los automóviles a todo correr jadeaban y acezaban.
         ¡Paf! ¡paf! ¡paf! ¡paf!
         Nosotros pensamos que este era el día 9 de diciembre, que los calendarios se habían equivocado, que habíamos tenido un engaño unánime. El general Puente había querido, sin duda alguna, conmemorar la batalla de Ayacucho con un gran simulacro. Y había querido tener su minuto de gran capitán, aunque fuese de mentiras. Acaso tenía lista en los labios la arenga de Córdoba:
         —¡Adelante, paso de vencedores!
         Triunfalmente llegó el tren presidencial. Un convoy de generalísimo. Y el señor Pardo y el general Puente, rodeados de un estado mayor muy grande, aparecieron en el campo de maniobras.
         Cortejo gallardo. Sonoros clarines. Bravos atambores. La Marcha Triunfal de Rubén Darío orquestada por la escolta del presidente de la República.
         Y todas las gentes curiosas que se habían reunido en el teatro de las operaciones, esperando el paso del señor Pardo, de su general de brigada, de sus edecanes y de sus amigos:
         —¡Ya viene el cortejo! ¡Ya viene el cortejo!
         Más tarde, el simulacro.
         Allá el partido A. Acá el partido B.
         Heroísmo. Denuedo. Táctica.
         El general Puente, insuflado por tanta gloria, levantando un brazo lleno de majestad.
         Y las gentes mal habladas haciendo una crítica estrafalaria:
         —¡No hay telegrafía inalámbrica!
         —¡No hay convoyes blindados!
         —¡No hay automóviles militares!
         —¡No hay servicio aéreo!
         —¡No hay zeppelines!
         —¡No hay cañones del 42!
         Solo faltaba advertir la falta del mariscal Hindenburg o del generalísimo Joffre.
         La minoría de la Cámara de Diputados, en dos automóviles muy grandes y muy vibrantes, tomaban apuntes en los puños.
         Tras el simulacro, la minoría quiso oír la crítica de las maniobras y se acercó a la tienda presidencial.
         El señor Pardo, al verla, le dijo al general Puente:
         — ¡Allí están ellos!
         El general Puente quiso tener una displicencia:
         — ¿Ellos?
         El señor Pardo aclaró:
         — ¡Ellos! Salazar y Oyarzábal, Químper, Ruiz Bravo, Borda, Basadre.
         Y haciendo la enumeración observó que no estaba el señor Torres Balcázar y preguntó:
         — ¿Por qué no habrá venido Torres Balcázar?
         Y luego quiso que se llamase a la minoría a su tienda y se le dijese que estaba muy mal a la intemperie.
         Pero en esos mismos momentos la minoría se alejaba en sus automóviles.
         El viento la había advertido de que el paso de las tropas la iba a envolver en grandes nubes de polvo.
         Y la minoría no se deja envolver nunca.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 11 de diciembre de 1916. ↩︎