2.1. Aventura extraña

  • José Carlos Mariátegui

 

         1Hemos tenido en las manos un retrato de Tórtola Valencia. Lo hemos mirado de cerca y de lejos, lo hemos mimado, lo hemos engreído.
         Un amigo se ha acercado a nosotros y nos ha preguntado:
         —¿De quién es ese retrato? ¿Del señor Pardo? ¿Del señor Leguía?
         Hemos respondido:
         —¡Es el retrato de Tórtola Valencia!
         Y nuestro amigo nos ha dicho:
         —Perdón. Es que acabo de ver dos retratos. Uno del señor Pardo y otro del señor Leguía. Uno grande y uno chico. Uno con dedicatoria y otro sin dedicatoria.
         Hemos guardado el retrato en un cajón de nuestro escritorio y hemos comentado despreocupadamente la noticia.
         —Ajá.
         Entonces nuestro amigo nos ha hecho una invitación:
         —¡Vengan ustedes conmigo a ver esos retratos! ¡Son muy interesantes! ¡Son muy sugerentes! ¡Inspiran múltiples filosofías! ¡Vengan ustedes conmigo!
         Hemos echado llave a nuestro escritorio y nos hemos parado resignadamente.
         —Vamos.
         Y nos hemos preguntado si se nos llevaba a una fotografía.
         Pero no se nos ha llevado a una fotografía. Nos han llevado a la casa del general Cáceres. Nos han metido subrepticiamente en ella. Hemos entrado furtivamente a su salón como unos apaches. Y le hemos preguntado a nuestro amigo, desconcertados e inquietos:
         —¿Qué va a pasarnos? ¿Qué va a sucedernos?
         Nuestro amigo nos ha tranquilizado como en los folletines misteriosos:
         —Nada.
         Y luego nos ha enseñado un retrato del señor Pardo. El retrato del señor Pardo era chico y tenía dedicatoria. Y estaba sobre una mesita frágil y rinconera. Y nos ha enseñado enseguida un retrato del señor Leguía. El retrato del señor Leguía era grande y no tenía dedicatoria. Y estaba en el testero.
         Hemos escrutado los dos retratos. Los hemos mirado de cerca y de lejos. Los hemos admirado. Y después hemos dicho:
         —¡Muy bonitos! ¿Son de Courret? ¿Son de Goyzueta?
         Pero nuestro amigo nos ha contemplado con asombro y nos ha preguntado:
         —¿Y no me dicen ustedes nada? ¿No deducen ustedes nada? ¿No sienten ustedes nada?
         Nos hemos quedado estupefactos como unos infelices y hemos respondido:
         —Nada.
         —¡No puede ser! ¡Abran ustedes los ojos! ¡Ábranlos bien grandazos! ¡Abran ustedes el entendimiento! ¡Ábranlo bien grandazo! ¡El retrato del señor Leguía está en el testero! ¡El retrato del señor Pardo está en una rinconera! ¡El señor Leguía está en Europa! ¡El señor Pardo está en Palacio!
         Nos hemos quedado con la boca abierta.
         Y hemos vuelto a mirar el retrato del señor Leguía y el del señor Pardo. El del señor Leguía en el testero y el del señor Pardo en una mesita.
         Y nuestro acompañante seguía exclamando:
         —¡El retrato del señor Leguía grande, majestuoso, severo! ¡El retrato del señor Pardo elegante, bonito, gracioso! ¡Y el general Cáceres ha puesto a aquel en el testero y a este en una mesita! ¡En otra mesita está un retrato bijou!
         Este hombre tremendo nos ha zarandeado, nos ha gritado, nos ha hecho mil aspavientos.
         Y cuando hemos salido de la casa del general Cáceres, sigilosamente, presurosamente, medrosamente, como unos apaches, nuestro amigo nos ha dicho en una oreja:
         —Ya han entrado ustedes en el alma del general Cáceres!
Nos hemos callado y hemos volteado la cara para ver el portero.


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 1 de diciembre de 1916. ↩︎