1.10.. Cancha libre
- José Carlos Mariátegui
1Los candidatos a las diputaciones de Lima cabían primero en la victoria del señor Balbuena. Más tarde ya no cabían en el automóvil del señor Miró Quesada. Ahora están a punto de no caber en un ómnibus.
Y no es que estos candidatos sean enemigos y que haya temor de que se pellizquen. Es que son tantos que dentro de poco va a bastar que se reúnan todos ellos para que la ciudad se alarme y haya un cierrapuertas.
La cancha libre, acordada al parecer por el señor Pardo, ha sido el origen de esta multiplicación de los candidatos. Todos los postulantes se sienten amparados por la promesa de imparcialidad del señor Pardo.
Lima va a verse en duro atrenzo para otorgar sus votos. Dos son las representaciones vacantes. Y varios son los pretendientes para quienes la voluntad popular tiene toda devoción y toda simpatía.
Los electores piensan a veces que a última hora van a tener que jugar a los dados sus votos.
Y esto ha alarmado a los candidatos, sobre todo al señor Balbuena que es el que más protestas hace contra tales pensamientos.
—¡Perdón, señores! ¡No confíen ustedes a la suerte sus decisiones! ¡El juego es fatal! ¡El juego es pernicioso! ¿No han visto ustedes que el parlamento ha querido suprimir el juego? ¡Los dados interviniendo en los movimientos electorales! ¡Horror, señores! ¡Lo improbaría la Suprema! ¡Se anularían las elecciones!
Y a última hora ha asomado la cabeza de una candidatura más. Una candidatura bien grande y bien fuerte. Una candidatura valiente y denodada. Una candidatura buena moza. Todavía no se ha descubierto totalmente. Apenas ha descubierto totalmente. Apenas si ha aguaitado la ciudad desde su ventana.
Esta candidatura que comenzó a alborotar a sus bulliciosas y regocijadas predecesoras es la del señor Jorge Prado y Ugarteche, hermano de don Javier, de don Victoriano y de don Manuel y persona de aliento esclarecido.
Una de estas mañanas saldrá de su casa en automóvil y recorrerá la ciudad alborozadamente.
Sintiéndola inminente, los electores reflexionan en que el trance de decidir sus votos se hace más difícil cada día. Jamás pensaron que los candidatos a las diputaciones de Lima fuesen tantos y tan notables y amados ciudadanos.
Los electores se suben a las azoteas y desde ellas miran pasar a los candidatos.
Y mirándolos pasar a unos en coche, a otros en automóvil y a otros a pie, piensan gravemente en sus calidades y en sus merecimientos.
Viendo pasar al señor Torres Balcázar, redondo, colorado y solemne, piensan que es un tribuno esforzado, generoso e idealista y que es dueño por antonomasia de una credencial parlamentaria.
Viendo pasar al señor La Jara y Ureta, risueño, afable y gallardo, piensan que es un príncipe de la oratoria galante, sonora y florida, y evocan el humorista donaire de su prosa.
Viendo pasar al señor Balbuena, solícito, cariñoso y alborozado, piensan que es el más joven e ilustre de los diputados liberales y recuerdan su democrático amor al criollismo y la propaganda modernista de sus relojes niquelados.
Viendo pasar al señor Miró Quesada, grave, pequeño y elegante, piensan en su condición de burgomaestre y piensan en la ciudad pavimentada y barrida.
Viendo pasar al señor Riva Agüero, gordo, buen mozo y rosado, piensan que es fresco y lozano como una flor de conservatorio o como una manzana de California.
Viendo pasar al señor Pérez Palacio, sereno, ponderado y discreto, piensan que es amo y señor de los campos y que en defensa de su candidatura vendrán a la ciudad todas las arboledas.
Y viendo pasar al señor Prado y Ugarteche, el más nuevo de todos, el más joven de todos, el más inesperado de todos, piensan que es poseedor de títulos máximos e inmarcesibles.
Y después de asistir a este cotidiano desfile, los electores se sienten más indecisos e irresolutos.
A pesar de todas las protestas del señor Balbuena, acabarán confiando a los dados la decisión de sus votos.
As, dos, tres, cuadra, quina, sena.
El señor Balbuena les tendrá que hacer a los electores esta súplica transaccional:
—¡Un favor, señores! ¡Yo quiero ser el as!
Y no es que estos candidatos sean enemigos y que haya temor de que se pellizquen. Es que son tantos que dentro de poco va a bastar que se reúnan todos ellos para que la ciudad se alarme y haya un cierrapuertas.
La cancha libre, acordada al parecer por el señor Pardo, ha sido el origen de esta multiplicación de los candidatos. Todos los postulantes se sienten amparados por la promesa de imparcialidad del señor Pardo.
Lima va a verse en duro atrenzo para otorgar sus votos. Dos son las representaciones vacantes. Y varios son los pretendientes para quienes la voluntad popular tiene toda devoción y toda simpatía.
Los electores piensan a veces que a última hora van a tener que jugar a los dados sus votos.
Y esto ha alarmado a los candidatos, sobre todo al señor Balbuena que es el que más protestas hace contra tales pensamientos.
—¡Perdón, señores! ¡No confíen ustedes a la suerte sus decisiones! ¡El juego es fatal! ¡El juego es pernicioso! ¿No han visto ustedes que el parlamento ha querido suprimir el juego? ¡Los dados interviniendo en los movimientos electorales! ¡Horror, señores! ¡Lo improbaría la Suprema! ¡Se anularían las elecciones!
Y a última hora ha asomado la cabeza de una candidatura más. Una candidatura bien grande y bien fuerte. Una candidatura valiente y denodada. Una candidatura buena moza. Todavía no se ha descubierto totalmente. Apenas ha descubierto totalmente. Apenas si ha aguaitado la ciudad desde su ventana.
Esta candidatura que comenzó a alborotar a sus bulliciosas y regocijadas predecesoras es la del señor Jorge Prado y Ugarteche, hermano de don Javier, de don Victoriano y de don Manuel y persona de aliento esclarecido.
Una de estas mañanas saldrá de su casa en automóvil y recorrerá la ciudad alborozadamente.
Sintiéndola inminente, los electores reflexionan en que el trance de decidir sus votos se hace más difícil cada día. Jamás pensaron que los candidatos a las diputaciones de Lima fuesen tantos y tan notables y amados ciudadanos.
Los electores se suben a las azoteas y desde ellas miran pasar a los candidatos.
Y mirándolos pasar a unos en coche, a otros en automóvil y a otros a pie, piensan gravemente en sus calidades y en sus merecimientos.
Viendo pasar al señor Torres Balcázar, redondo, colorado y solemne, piensan que es un tribuno esforzado, generoso e idealista y que es dueño por antonomasia de una credencial parlamentaria.
Viendo pasar al señor La Jara y Ureta, risueño, afable y gallardo, piensan que es un príncipe de la oratoria galante, sonora y florida, y evocan el humorista donaire de su prosa.
Viendo pasar al señor Balbuena, solícito, cariñoso y alborozado, piensan que es el más joven e ilustre de los diputados liberales y recuerdan su democrático amor al criollismo y la propaganda modernista de sus relojes niquelados.
Viendo pasar al señor Miró Quesada, grave, pequeño y elegante, piensan en su condición de burgomaestre y piensan en la ciudad pavimentada y barrida.
Viendo pasar al señor Riva Agüero, gordo, buen mozo y rosado, piensan que es fresco y lozano como una flor de conservatorio o como una manzana de California.
Viendo pasar al señor Pérez Palacio, sereno, ponderado y discreto, piensan que es amo y señor de los campos y que en defensa de su candidatura vendrán a la ciudad todas las arboledas.
Y viendo pasar al señor Prado y Ugarteche, el más nuevo de todos, el más joven de todos, el más inesperado de todos, piensan que es poseedor de títulos máximos e inmarcesibles.
Y después de asistir a este cotidiano desfile, los electores se sienten más indecisos e irresolutos.
A pesar de todas las protestas del señor Balbuena, acabarán confiando a los dados la decisión de sus votos.
As, dos, tres, cuadra, quina, sena.
El señor Balbuena les tendrá que hacer a los electores esta súplica transaccional:
—¡Un favor, señores! ¡Yo quiero ser el as!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 25 de noviembre de 1916. ↩︎