1.1. Pesadilla - Editor responsable - La opinión amiga
- José Carlos Mariátegui
Pesadilla1
Estamos compungidos, desolados, contristados. Nos hemos llenado de angustia y malestar. Anoche hemos tenido insomnio.
Y es que hemos sentido que la prórroga del presupuesto avanza en la penumbra. Avanza de puntillas, con sigilo y con cautela. Y tiene la complicidad de las sombras. Pero se encuentra ya entre nosotros. Alienta entre nosotros. Se mueve entre nosotros. Y toma carta de ciudadanía entre nosotros.
Y nos sentimos tan alarmados e inquietos, que nos asaltan deseos de dar de gritos como si tuviéramos una pesadilla. Pensamos que un fantasma o un ánima en pena se ha metido a nuestro cuarto. Y queremos pedir socorro a voces. Solo nos contiene el temor de que se presente la policía.
La dictadura fiscal es, todavía, invisible y misteriosa. Pero se halla ya en la metrópoli. Invocada por el señor Pardo en alguna noche de sábado trágica y lúgubre, ha venido del otro mundo. Y es aquí una intrusa espectral, maligna y cautelosa, que se ha aparecido en un aquelarre.
Ayer sentimos a esta intrusa sentada junto a nosotros. Y, en esta madrugada, la hemos sentido a nuestras espaldas aguaitando aviesamente, como una espía, lo que poníamos en la máquina de escribir. Y luego hemos creído escucharla respirar debajo de la mesa. Los cabellos se nos han erizado y se nos ha cortado el habla.
Vivimos invocando a Jesús, a José y a María.
Nos asombra que todas las gentes metropolitanas no estén consternadas como nosotros, afligidas como nosotros. Les proponemos hacer rogativas y pedir al Señor misericordia. Las invitamos a llevar un milagro muy grande a Cristo Pobre. Y las gentes metropolitanas, que se han puesto impías, irreverentes y apóstatas, no nos quieren hacer caso. Y no quieren ayudarnos a rezar las letanías.
Nosotros clamamos:
–¡Está entre nosotros el espíritu del mal! ¡Santigüémonos! ¡Arrodillémonos! ¡Hagamos asperges con agua bendita!
Y las gentes metropolitanas siguen tan indiferentes y tan jubilosas y siguen tan alegres y tan confiadas, que dan tentaciones de subirse al proscenio como don Jacinto Benavente y hacer una comedia con honda prédica de previsión, de moralidad y de civismo. Solo acobarda el temor de que las gentes se rían de la comedia.
Y la impasibilidad y tranquilidad de las gentes aumentan nuestra angustia y nuestro malestar. Sentimos que nos ahogamos, que nos asfixiamos, que estamos perdidos.
Y es que hemos oído cerca de nosotros los pasos y el aliento de la dictadura fiscal. Y es que hemos pensado que no tardará en aplastarnos con la prórroga del presupuesto.
La prórroga del presupuesto está encima de todos los peruanos. Toca ya nuestras cabezas. Pende de un hilo como la espada de Damocles. Sabemos que va a herirnos repentinamente. Y somos tan desgraciados que no sabemos siquiera cuándo debe herirnos.
Nosotros, muertos de miedo, rezamos a la sordina:
–¡Jesús, José y María! ¡Jesús, José y María!
Nos apretamos el corazón con las dos manos.
¡Y no hay un alma misericordiosa y buena que nos diga por piedad que esta es solo una pesadilla!
Y es que hemos sentido que la prórroga del presupuesto avanza en la penumbra. Avanza de puntillas, con sigilo y con cautela. Y tiene la complicidad de las sombras. Pero se encuentra ya entre nosotros. Alienta entre nosotros. Se mueve entre nosotros. Y toma carta de ciudadanía entre nosotros.
Y nos sentimos tan alarmados e inquietos, que nos asaltan deseos de dar de gritos como si tuviéramos una pesadilla. Pensamos que un fantasma o un ánima en pena se ha metido a nuestro cuarto. Y queremos pedir socorro a voces. Solo nos contiene el temor de que se presente la policía.
La dictadura fiscal es, todavía, invisible y misteriosa. Pero se halla ya en la metrópoli. Invocada por el señor Pardo en alguna noche de sábado trágica y lúgubre, ha venido del otro mundo. Y es aquí una intrusa espectral, maligna y cautelosa, que se ha aparecido en un aquelarre.
Ayer sentimos a esta intrusa sentada junto a nosotros. Y, en esta madrugada, la hemos sentido a nuestras espaldas aguaitando aviesamente, como una espía, lo que poníamos en la máquina de escribir. Y luego hemos creído escucharla respirar debajo de la mesa. Los cabellos se nos han erizado y se nos ha cortado el habla.
Vivimos invocando a Jesús, a José y a María.
Nos asombra que todas las gentes metropolitanas no estén consternadas como nosotros, afligidas como nosotros. Les proponemos hacer rogativas y pedir al Señor misericordia. Las invitamos a llevar un milagro muy grande a Cristo Pobre. Y las gentes metropolitanas, que se han puesto impías, irreverentes y apóstatas, no nos quieren hacer caso. Y no quieren ayudarnos a rezar las letanías.
Nosotros clamamos:
–¡Está entre nosotros el espíritu del mal! ¡Santigüémonos! ¡Arrodillémonos! ¡Hagamos asperges con agua bendita!
Y las gentes metropolitanas siguen tan indiferentes y tan jubilosas y siguen tan alegres y tan confiadas, que dan tentaciones de subirse al proscenio como don Jacinto Benavente y hacer una comedia con honda prédica de previsión, de moralidad y de civismo. Solo acobarda el temor de que las gentes se rían de la comedia.
Y la impasibilidad y tranquilidad de las gentes aumentan nuestra angustia y nuestro malestar. Sentimos que nos ahogamos, que nos asfixiamos, que estamos perdidos.
Y es que hemos oído cerca de nosotros los pasos y el aliento de la dictadura fiscal. Y es que hemos pensado que no tardará en aplastarnos con la prórroga del presupuesto.
La prórroga del presupuesto está encima de todos los peruanos. Toca ya nuestras cabezas. Pende de un hilo como la espada de Damocles. Sabemos que va a herirnos repentinamente. Y somos tan desgraciados que no sabemos siquiera cuándo debe herirnos.
Nosotros, muertos de miedo, rezamos a la sordina:
–¡Jesús, José y María! ¡Jesús, José y María!
Nos apretamos el corazón con las dos manos.
¡Y no hay un alma misericordiosa y buena que nos diga por piedad que esta es solo una pesadilla!
Editor responsable
Ya el plan del señor Pardo tiene padrino. Que es como quien dice que ya tiene editor y empresario. En buscar padrino se había demorado. Y más que en buscarlo en persuadirlo.
Y ahora que tiene padrino, comienza a buscar fórmulas de legitimidad. Ya no será el suyo un advenimiento sombroso y bastardo. Será un advenimiento con limpia fe de bautismo y con inscripción responsable en el registro civil.
Hacía muchos días, tantos como veníamos nosotros gritándolo, que el señor Pardo tenía resuelta la prórroga del presupuesto y el olvido de la convocatoria constitucional. Y solo le faltaba un hombre grande y afamado que amparase su resolución, que la prohijase, que la patrocinase. Quería un consejero y un mentor que diese vestidura a sus ideas y que partiese con él de los azares. Y no lo encontraba.
Llamaba el señor Pardo al señor Manzanilla.
Y el señor Manzanilla, inflamado por todos sus ardores democráticos parlamentaristas, protestaba:
—¡Yo he defendido doctrina adversa! ¡Y yo soy fiel a mi doctrina! Llamaba el señor Pardo al señor Tudela y Varela.
Y el señor Tudela y Varela se excusaba:
—¡Yo soy diputado!
Las gentes le aconsejaban al señor Pardo que llamase al señor Cornejo. Mas el señor Pardo dudaba de la asequibilidad del señor Cornejo en un asunto tan grave y recordaba sus recientes resentimientos con el orador máximo. Y agregaba:
—Cornejo tiene mala sombra para estas empresas. El aconsejó a Billinghurst. Su padrinazgo es fatal. Y la historia tiene la inconveniente costumbre de repetirse.
Y luego exclamaba:
—¡Quiero un hombre de ciencia! ¡Quiero un hombre sabio! ¡Quiero un catedrático de la Universidad Mayor de San Marcos!
Como ama el recuerdo de lo que fue el señor Leguía para su administración pasada y como anda buscándole un sustituto en su afecto y en su favor, anhelaba hallar asequible a un amigo esclarecido del señor Leguía. Y se decidía finalmente por el doctor Manuel Vicente Villarán, jurisconsulto eminente, maestro ilustre y joven y amado discípulo del señor Leguía.
Y el señor Villarán era llamado por el señor Pardo para acorrerlo en el trance de la prórroga del presupuesto y de la congruente prescindencia del congreso.
Desde ese día el señor Villarán vivió abstraído en el estudio del problema constitucional que se le había puesto entre las manos. Lo cogía, lo analizaba y le daba vueltas. Lo escudriñaba con una lente. Lo miraba de cerca y lo miraba de lejos. Lo ponía a la luz y lo ponía a la sombra. Y lo único que constataba era que estaba mejor a la sombra.
El señor Pardo le había planteado así el problema:
—Yo necesito tener presupuesto. Pero no quiero convocar al congreso. Prorrogar de hecho el presupuesto es ilegalidad. Yo necesito prorrogar el presupuesto sin ilegalidad. Arregle usted todo esto con su talento.
El talento del señor Villarán se agitaba, se distendía y se estiraba juglarescamente en demanda de la solución. Era el suyo un atrenzo terrible y crítico:
Y para algo es tan grande el talento del señor Villarán. No ha encontrado una solución precisamente. Ha encontrado algo que se le parece. Por lo menos a los ojos del señor Villarán y del señor Pardo.
El señor Villarán ha comunicado de esta suerte al señor Pardo:
–¡Ya está! ¡Se prorroga el presupuesto! Pero no se prorroga el de 1916. No. Sería ilegal. Se prorroga el de 1912. Y entonces es legal. Dentro de los recovecos de la ley de presupuesto del 74 hay uno que deja sitio para la prórroga del presupuesto de 1912.
Y el señor Pardo se ha quedado encantado.
Solo que ha saltado un obstáculo. Si se prorroga el presupuesto de 1912 se restituye a los empleados públicos sus antiguos sueldos. Fracasan las economías. Y esto es lo que en el fondo de su corazón el señor Pardo no quiere. Esto es lo que le duele. Esto es lo que le molesta. Esto es también lo que se conflagra en la cabeza del señor Villarán. Todo su talento, voluminoso y magnífico, no puede dar con una nueva solución. Y no sabe el señor Villarán que le aguardan muchas desazones y muchas angustias. Porque ignora que quien se llama consejero, por virtud del criollísimo ambiente, puede también llamarse paño de lágrimas.
Y ahora que tiene padrino, comienza a buscar fórmulas de legitimidad. Ya no será el suyo un advenimiento sombroso y bastardo. Será un advenimiento con limpia fe de bautismo y con inscripción responsable en el registro civil.
Hacía muchos días, tantos como veníamos nosotros gritándolo, que el señor Pardo tenía resuelta la prórroga del presupuesto y el olvido de la convocatoria constitucional. Y solo le faltaba un hombre grande y afamado que amparase su resolución, que la prohijase, que la patrocinase. Quería un consejero y un mentor que diese vestidura a sus ideas y que partiese con él de los azares. Y no lo encontraba.
Llamaba el señor Pardo al señor Manzanilla.
Y el señor Manzanilla, inflamado por todos sus ardores democráticos parlamentaristas, protestaba:
—¡Yo he defendido doctrina adversa! ¡Y yo soy fiel a mi doctrina! Llamaba el señor Pardo al señor Tudela y Varela.
Y el señor Tudela y Varela se excusaba:
—¡Yo soy diputado!
Las gentes le aconsejaban al señor Pardo que llamase al señor Cornejo. Mas el señor Pardo dudaba de la asequibilidad del señor Cornejo en un asunto tan grave y recordaba sus recientes resentimientos con el orador máximo. Y agregaba:
—Cornejo tiene mala sombra para estas empresas. El aconsejó a Billinghurst. Su padrinazgo es fatal. Y la historia tiene la inconveniente costumbre de repetirse.
Y luego exclamaba:
—¡Quiero un hombre de ciencia! ¡Quiero un hombre sabio! ¡Quiero un catedrático de la Universidad Mayor de San Marcos!
Como ama el recuerdo de lo que fue el señor Leguía para su administración pasada y como anda buscándole un sustituto en su afecto y en su favor, anhelaba hallar asequible a un amigo esclarecido del señor Leguía. Y se decidía finalmente por el doctor Manuel Vicente Villarán, jurisconsulto eminente, maestro ilustre y joven y amado discípulo del señor Leguía.
Y el señor Villarán era llamado por el señor Pardo para acorrerlo en el trance de la prórroga del presupuesto y de la congruente prescindencia del congreso.
Desde ese día el señor Villarán vivió abstraído en el estudio del problema constitucional que se le había puesto entre las manos. Lo cogía, lo analizaba y le daba vueltas. Lo escudriñaba con una lente. Lo miraba de cerca y lo miraba de lejos. Lo ponía a la luz y lo ponía a la sombra. Y lo único que constataba era que estaba mejor a la sombra.
El señor Pardo le había planteado así el problema:
—Yo necesito tener presupuesto. Pero no quiero convocar al congreso. Prorrogar de hecho el presupuesto es ilegalidad. Yo necesito prorrogar el presupuesto sin ilegalidad. Arregle usted todo esto con su talento.
El talento del señor Villarán se agitaba, se distendía y se estiraba juglarescamente en demanda de la solución. Era el suyo un atrenzo terrible y crítico:
Y para algo es tan grande el talento del señor Villarán. No ha encontrado una solución precisamente. Ha encontrado algo que se le parece. Por lo menos a los ojos del señor Villarán y del señor Pardo.
El señor Villarán ha comunicado de esta suerte al señor Pardo:
–¡Ya está! ¡Se prorroga el presupuesto! Pero no se prorroga el de 1916. No. Sería ilegal. Se prorroga el de 1912. Y entonces es legal. Dentro de los recovecos de la ley de presupuesto del 74 hay uno que deja sitio para la prórroga del presupuesto de 1912.
Y el señor Pardo se ha quedado encantado.
Solo que ha saltado un obstáculo. Si se prorroga el presupuesto de 1912 se restituye a los empleados públicos sus antiguos sueldos. Fracasan las economías. Y esto es lo que en el fondo de su corazón el señor Pardo no quiere. Esto es lo que le duele. Esto es lo que le molesta. Esto es también lo que se conflagra en la cabeza del señor Villarán. Todo su talento, voluminoso y magnífico, no puede dar con una nueva solución. Y no sabe el señor Villarán que le aguardan muchas desazones y muchas angustias. Porque ignora que quien se llama consejero, por virtud del criollísimo ambiente, puede también llamarse paño de lágrimas.
La opinión amiga
Hay gentes malignas que nos dicen:
—A ustedes no más les parece malo que el señor Pardo no convoque al Congreso.
Para que nosotros, que somos muy porfiados y tenaces, los contradigamos:
—¡También le parece malo a la minoría parlamentaria! Ellas entonces nos conceden:
—Bueno. A ustedes y a la minoría parlamentaria. Y se suscita entonces larga contradicción:
—¡También le parece malo al señor Manzanilla!
—Bueno. A ustedes, a la minoría y al señor Manzanilla.
—¡También le parece malo al general Cáceres!
—Bueno. A ustedes, a la minoría, al señor Manzanilla y al general Cáceres.
—¡También le parece malo al señor Osma!
—Bueno. A ustedes, a la minoría, al señor Manzanilla, al general Cáceres y al señor Osma.
Como son tantas, tan valiosas y tan grandes las opiniones que nos acompañan, nos damos por vencidos y las gentes malignas que hay en Lima tienen que rendirse, aunque se rindan con una nueva, persistente y risueña perversidad:
—Bueno. Siempre son muy pocos los que encuentran malo que el señor Pardo no convoque al congreso. El resto del país ampara al señor Pardo.
Y esta nueva, persistente y risueña perversidad nos exaspera:
—Pero, ¿cuál es el resto del país?
Hoy tenemos a nuestro lado un nombre bien grandazo y bien sonoro para confundir a las gentes malignas de la ciudad. A fin de que no se nos escape, nos lo hemos guardado en el bolsillo del corazón, que es el bolsillo donde guardamos la cartera, el retrato de la amada y el pase del tranvía. Y nos hemos abotonado rigurosamente la americana.
Este nombre grandazo y sonoro es el nombre del señor Silva Santisteban, que también piensa que es muy malo no convocar al congreso.
Nos lo han noticiado con grandes aspavientos:
—¿Saben ustedes lo que han hecho los liberales en su sesión?
—Tomar chocolate, pastas y oporto. Nos consta. Nos lo ha dicho el señor Balbuena.
—No, hombres. Ocuparse del congreso extraordinario ¿Y saben ustedes lo que ha hecho en la sesión el señor Silva Santisteban?
—Nos lo figuramos.
—¡Armar trocatinta! ¡Hablar mal del gobierno! ¡Reclamar congreso extraordinario! ¡Exigir la renuncia del señor Valera!
No hemos seguido escuchando. Con su nombre sonoro y castizo en el bolsillo del corazón, nos hemos echado a buscar al señor Silva Santisteban, lo hemos buscado en todo Lima. Pero no lo hemos buscado en su casa. Nos ha parecido muy vulgar buscar a un gran hombre en su casa. Y hemos querido que la ciudad nos ponga frente al señor Silva Santisteban con espontaneidad y solicitud. Mas, no hemos tenido fortuna. Todo el día hemos andado en vano. Si a quien buscábamos no hubiera sido al señor Silva Santisteban, lloraríamos por haber perdido el día. Pero tratándose de persona tan ilustre, amigo tan entrañable y senador esclarecido, podríamos buscarlo sin fortuna una semana y creeríamos bien empleada la semana.
A medianoche, cuando desesperábamos de dar con el señor Silva Santisteban y caminábamos irresolutos en el jirón de la Unión encontramos a nuestro gran amigo. Y hemos corrido hacia él:
—¡Doctor, doctor! ¿Dónde ha estado usted metido? ¡Lo hemos estado buscando todo el día!
—He estado todo el día en mi casa.
—¡Habrá estado usted estudiando el problema constitucional del presupuesto! ¡Preparará usted un manifiesto! ¡Preparará usted una conferencia!
—He estado enseñándole a jugar con el bolero a un niño mío. ¡Qué divertido había sido jugar con el bolero! ¿No es verdad?
—¡Doctor, doctor, no nos desoriente usted! ¡No se ría usted! ¡Póngase usted grave! ¡Contéstenos usted! ¿Qué ha dicho usted en la sesión de los liberales?
—Yo no he dicho nada en la sesión de los liberales.
—¡Si nos lo han contado todo! ¡Si no se habla en Lima de otra cosa!
—No he estado en la sesión de los liberales. Los liberales sesionan en la noche. A mí me parece que es muy imprudente salir en las noches a las calles.
—¡No se ría usted, doctor! ¡Que esto es muy serio! ¡Que esto le interesa a la patria!
—Naturalmente.
—¿A usted le parece bien que no se convoque a congreso extraordinario?
—No.
—¿Al partido liberal le parece bien?
—Lo impiden su tradición y sus principios.
—¿El partido liberal debe hacer declaración de su pensamiento?
—Por supuesto.
—¡Así nos gusta! ¿Y esto no lo ha dicho usted en la sesión de los liberales?
—No. Pero lo he mandado decir. Le di recado con mi opinión al señor Lanatta.
—¿Luego usted no ha gritado en la sesión de los liberales?
—No.
—¿El señor Lanatta habrá gritado por cuenta de usted?
—No lo sé. No tengo noticia de la sesión. He estado todo el día en mi casa.
Le he estado enseñando a jugar con el bolero a un niño mío. ¡Qué divertido había sido jugar con el bolero! ¿No es verdad?
Hay una pausa. Miramos muy serios al señor Silva Santisteban. El señor Silva Santisteban nos mira en cambio muy sonriente. Nos ofrece pastillas para el pecho. Y nos dice:
—Esto aclara la voz. ¡Ustedes que gritan tanto!
Nos ponemos más serios todavía.
—Entonces, ¿usted, doctor, cree que está muy mal que no se convoque al congreso y que el partido liberal debe hacer una declaración de protesta?
—Sí. Y que debe renunciar el señor Valera.
—¿Y por qué no le grita usted eso al partido liberal? ¿Por qué no le grita usted eso al país?
—A mí me hace mucho daño gritar. Yo necesito estar tranquilo. Hace diez años que tomo estas pastillas para el pecho. Son muy eficaces. ¿Quieren ustedes otra?
Y el señor Silva Santisteban nos ofrece una pastilla más. Y nos vuelve a decir:
—Esto aclara la voz. ¡Ustedes que preguntan tanto!
—A ustedes no más les parece malo que el señor Pardo no convoque al Congreso.
Para que nosotros, que somos muy porfiados y tenaces, los contradigamos:
—¡También le parece malo a la minoría parlamentaria! Ellas entonces nos conceden:
—Bueno. A ustedes y a la minoría parlamentaria. Y se suscita entonces larga contradicción:
—¡También le parece malo al señor Manzanilla!
—Bueno. A ustedes, a la minoría y al señor Manzanilla.
—¡También le parece malo al general Cáceres!
—Bueno. A ustedes, a la minoría, al señor Manzanilla y al general Cáceres.
—¡También le parece malo al señor Osma!
—Bueno. A ustedes, a la minoría, al señor Manzanilla, al general Cáceres y al señor Osma.
Como son tantas, tan valiosas y tan grandes las opiniones que nos acompañan, nos damos por vencidos y las gentes malignas que hay en Lima tienen que rendirse, aunque se rindan con una nueva, persistente y risueña perversidad:
—Bueno. Siempre son muy pocos los que encuentran malo que el señor Pardo no convoque al congreso. El resto del país ampara al señor Pardo.
Y esta nueva, persistente y risueña perversidad nos exaspera:
—Pero, ¿cuál es el resto del país?
Hoy tenemos a nuestro lado un nombre bien grandazo y bien sonoro para confundir a las gentes malignas de la ciudad. A fin de que no se nos escape, nos lo hemos guardado en el bolsillo del corazón, que es el bolsillo donde guardamos la cartera, el retrato de la amada y el pase del tranvía. Y nos hemos abotonado rigurosamente la americana.
Este nombre grandazo y sonoro es el nombre del señor Silva Santisteban, que también piensa que es muy malo no convocar al congreso.
Nos lo han noticiado con grandes aspavientos:
—¿Saben ustedes lo que han hecho los liberales en su sesión?
—Tomar chocolate, pastas y oporto. Nos consta. Nos lo ha dicho el señor Balbuena.
—No, hombres. Ocuparse del congreso extraordinario ¿Y saben ustedes lo que ha hecho en la sesión el señor Silva Santisteban?
—Nos lo figuramos.
—¡Armar trocatinta! ¡Hablar mal del gobierno! ¡Reclamar congreso extraordinario! ¡Exigir la renuncia del señor Valera!
No hemos seguido escuchando. Con su nombre sonoro y castizo en el bolsillo del corazón, nos hemos echado a buscar al señor Silva Santisteban, lo hemos buscado en todo Lima. Pero no lo hemos buscado en su casa. Nos ha parecido muy vulgar buscar a un gran hombre en su casa. Y hemos querido que la ciudad nos ponga frente al señor Silva Santisteban con espontaneidad y solicitud. Mas, no hemos tenido fortuna. Todo el día hemos andado en vano. Si a quien buscábamos no hubiera sido al señor Silva Santisteban, lloraríamos por haber perdido el día. Pero tratándose de persona tan ilustre, amigo tan entrañable y senador esclarecido, podríamos buscarlo sin fortuna una semana y creeríamos bien empleada la semana.
A medianoche, cuando desesperábamos de dar con el señor Silva Santisteban y caminábamos irresolutos en el jirón de la Unión encontramos a nuestro gran amigo. Y hemos corrido hacia él:
—¡Doctor, doctor! ¿Dónde ha estado usted metido? ¡Lo hemos estado buscando todo el día!
—He estado todo el día en mi casa.
—¡Habrá estado usted estudiando el problema constitucional del presupuesto! ¡Preparará usted un manifiesto! ¡Preparará usted una conferencia!
—He estado enseñándole a jugar con el bolero a un niño mío. ¡Qué divertido había sido jugar con el bolero! ¿No es verdad?
—¡Doctor, doctor, no nos desoriente usted! ¡No se ría usted! ¡Póngase usted grave! ¡Contéstenos usted! ¿Qué ha dicho usted en la sesión de los liberales?
—Yo no he dicho nada en la sesión de los liberales.
—¡Si nos lo han contado todo! ¡Si no se habla en Lima de otra cosa!
—No he estado en la sesión de los liberales. Los liberales sesionan en la noche. A mí me parece que es muy imprudente salir en las noches a las calles.
—¡No se ría usted, doctor! ¡Que esto es muy serio! ¡Que esto le interesa a la patria!
—Naturalmente.
—¿A usted le parece bien que no se convoque a congreso extraordinario?
—No.
—¿Al partido liberal le parece bien?
—Lo impiden su tradición y sus principios.
—¿El partido liberal debe hacer declaración de su pensamiento?
—Por supuesto.
—¡Así nos gusta! ¿Y esto no lo ha dicho usted en la sesión de los liberales?
—No. Pero lo he mandado decir. Le di recado con mi opinión al señor Lanatta.
—¿Luego usted no ha gritado en la sesión de los liberales?
—No.
—¿El señor Lanatta habrá gritado por cuenta de usted?
—No lo sé. No tengo noticia de la sesión. He estado todo el día en mi casa.
Le he estado enseñando a jugar con el bolero a un niño mío. ¡Qué divertido había sido jugar con el bolero! ¿No es verdad?
Hay una pausa. Miramos muy serios al señor Silva Santisteban. El señor Silva Santisteban nos mira en cambio muy sonriente. Nos ofrece pastillas para el pecho. Y nos dice:
—Esto aclara la voz. ¡Ustedes que gritan tanto!
Nos ponemos más serios todavía.
—Entonces, ¿usted, doctor, cree que está muy mal que no se convoque al congreso y que el partido liberal debe hacer una declaración de protesta?
—Sí. Y que debe renunciar el señor Valera.
—¿Y por qué no le grita usted eso al partido liberal? ¿Por qué no le grita usted eso al país?
—A mí me hace mucho daño gritar. Yo necesito estar tranquilo. Hace diez años que tomo estas pastillas para el pecho. Son muy eficaces. ¿Quieren ustedes otra?
Y el señor Silva Santisteban nos ofrece una pastilla más. Y nos vuelve a decir:
—Esto aclara la voz. ¡Ustedes que preguntan tanto!
Referencias
-
Publicado en El Tiempo, Lima, 16 de noviembre de 1916. ↩︎