3.11. Oráculo

  • José Carlos Mariátegui

 

         1El señor Pardo siente a veces en la suntuosa soledad de su despacho presidencial, la inquietud del porvenir. Y se consterna y se aflige. Y le pregunta al señor Concha, con sigilo, si sabe adivinar el destino en el naipe. Y pretende hacerse decir la buenaventura con una gitana. Y requiere un oráculo de bolsillo.
         Suele interrogar al señor Concha de esta guisa:
         —Usted, Concha, ¿cree en el destino?
         Y el señor Concha le responde:
         —Creo, Excmo. señor.
         Y el señor Pardo torna a interrogarle:
         —¿Le ha dicho a usted alguna vez una gitana la buenaventura?
         Y el señor Concha torna a responderle:
         —Me ha parecido ridículo permitirlo.
         Y también ha tenido el señor Pardo interrogaciones de esta clase:
         —¿Qué cree usted más eficaz, Concha? ¿La cartomancia, la astrología, la quiromancia? ¿Cómo se averiguará mejor el destino? ¿Dónde se averiguará mejor el destino? ¿En las barajas o en las rayas de la mano?
         Y el señor Concha, por responder de algún modo, ha dicho entonces, seguramente, que lo más eficaz era la quiromancia y que donde mejor inteligiblemente escrito estaba el destino, era en las rayas de las manos.
         Es que el señor Pardo padece del mismo mal que todos los peruanos. A los peruanos nos preocupan las cuestiones del porvenir tanto como nos despreocupan las cuestiones del presente. A los peruanos nos atraen y seducen por igual el naipe, el augurio y el oráculo. En los juegos de salón las gentes se hacen decir si será afortunado su amor, si será larga su vida y si será rica su hacienda. Y el señor Pardo, a quien seguramente no interesan las cuestiones de la actualidad, interesan sobremanera las cuestiones del porvenir.
         Y ha querido hacerse decir también el destino por León Kendal.
         Pensamos que habría tenido casi la certidumbre de que León Kendal era un adivinador trapacero, pero que, a pesar de todo, no habría resistido a la tentación de llamarlo e interrogarle. Le asistiría, colaborando con la tentación, la seguridad de que un extranjero introducido a la cámara presidencial pasaría desapercibido. No podría ocurrir seguramente con una gitana de grandes ojos y fresca y sazonada boca, por muy reputada que fuera la ponderación del jefe del Estado.
         Y León Kendal, solicitado, iría al despacho presidencial con su libro de autógrafos. Y lo primero que haría sería pedirle al señor Pardo que pusiera en él su firma. El señor Pardo la estamparía gustoso. Y luego le tendería al astrólogo su mano vuelta al envés. Y le pediría que le dijese el porvenir.
         Y preguntaría el señor Pardo:
         —Dígame si tendré un monumento. ¿Acaso no soy acreedor a un monumento?
         Y el astrólogo respondería:
         —Sí, Excmo. señor. Tendrá V. E. un monumento. Y el señor Pardo preguntaría:
         —¿Y dónde será colocado ese monumento? ¿En la Plaza de Armas? ¿En el Paseo Colón?
         Y el astrólogo respondería:
         —En una plaza que aún no existe en la capital.
         Y el señor Pardo se inquietaría mucho al pensar en la posibilidad de que esa plaza que el destino reservase a un monumento, fuese una plaza de arrabal. Y se aterrorizaría al pensar en la posibilidad de que fuese una plaza como la Plaza de la Victoria o como la Plaza de Buenos Aires.
         Y luego preguntaría:
         —¿Cuántos presidentes del Perú habrá entre mis descendientes?
         Y el astrólogo respondería:
         —Esto no lo sabe decir el destino. Concrete V.E. sus preguntas al porvenir de su propia persona.
         Y el señor Pardo interrogaría entonces:
         —¿Me iré yo al cielo?
         Y el astrólogo respondería:
         —Tampoco puede predecir eso el destino. El destino es imparcial en materia religiosa.
         Y añadiría luego el astrólogo:
         —¿Quiere saber V.E. lo que descifro en la raya de su vida? Pero el señor Pardo respondería con presteza:
         —¡No lo intente usted!
         El astrólogo desistiría entonces de todo empeño de predicción. Recogería su álbum de autógrafas. Miraría con una lente la autógrafa del señor Pardo. Y definiría su calidad caligráfica. Luego se despediría.
         Más tarde el señor Pardo llamaría al señor Concha y le interrogaría otra vez:
         —¿Cree usted, Concha, que el destino le dice a uno siempre la verdad? ¿O será bromista el destino? ¿O será mentiroso el destino? ¿Quién lo interpretará mejor? ¿Un quiromante o una gitana?


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 11 de septiembre de 1916. ↩︎