2.9. Caballería andante - Plena ofensiva

  • José Carlos Mariátegui

Caballería andante1  

         Faltan aún varios meses para las elecciones políticas. Y ya son innumerables las candidaturas en marcha. Cada día nace una candidatura nueva. Y muchas hay que se mueren de frío apenas se asoman a la calle. En todas partes encontramos candidatos. En las cámaras, a donde van con el objeto de cobrarle anticipo a la vida parlamentaria. En los clubes, a donde van a hacer comentario de la política y a hablar con todo el respeto debido del gobierno del señor Pardo. En las confiterías. En las esquinas. En los teatros. Vamos a llegar a creer que todos los peruanos son hoy candidatos.
         Hay candidaturas que nacen jubilosas y alharaqueras. Hay candidaturas que nacen tímidas. Hay candidaturas que nacen enfermizas. Unas parecen alegres y festivas como un verso de Yerovi. Otras parecen impávidas y procaces como un niño engreído. Otras parecen afligidas por juveniles pudores. Otras parecen delictuosas y sombrías como un pecado mortal. Y, respectivamente, ríen, gritan, se ruborizan o se recatan.
         Las únicas candidaturas que nacen a tambor batiente son las candidaturas constitucionales. Se exhiben marciales y elevan la mano puesta en el puño de la espada. El general Cáceres las mira paternalmente y sonríe. Viéndolas, siente el alma heroica del general que en ellas está reproducida y multiplicada. Y, entusiasmado, suele el general hacerse una corneta con un diario de la mañana para tocarles zafarrancho belicosamente.
         La más airada de las candidaturas constitucionales es la del señor Celestino Manchego Muñoz. El señor Manchego Muñoz es en Huancavelica casi un héroe. Hace varios años que el señor Manchego Muñoz se empeña en que los pueblos de Huancavelica le den carta de ingreso al parlamento. Y, antes de cada elección, se va en caballeresca andanza por esos pueblos orgullosos de su apostolado, y se proclama en ellos candidato. Y enseña la ley electoral, apostrofa a las autoridades arbitrarias, se encastilla en los cabildos municipales, se conchaba con los vecinos más rebeldes, fraterniza con el párroco, convence al boticario, se saluda con el mayor de guardias, conspira con el albéitar, solivianta a los mayores contribuyentes, y mete bulla, algarabía y bochinche en todas partes. El año pasado, el señor Manchego Muñoz consiguió una suplencia. Pero una suplencia no le sirve. Él quiere estar permanentemente incorporado en el parlamento para poder decirles discursos hasta a los conserjes cuando la cámara esté en receso.
         El señor Manchego Muñoz tenía hasta ayer un arduo e insoluble problema: el de su filiación política. Y el señor Manchego Muñoz, después de minucioso examen de conciencia, se ha definido constitucional.
         Le gustaba el civilismo y repetía:
         —El credo civilista ha echado raíces en mi alma liberal.
         Y profuso en metáforas agrícolas añadía:
         —Es lo mismo que si en el surco fecundo de un huerto cayera la simiente del huerto vecino portada por el viento.
         Y luego:
         —El huerto de mi espíritu ansía la irrigación del triunfo.
         Y se detenía para apuntar todas estas frases notables a fin de utilizarlas en el discurso que pronunciará en la Corte Suprema.
         Simpatizaba también con el doctor Durand y visitaba La Prensa. Pero en el umbral del salón de sesiones del partido, se detenía siempre, en las noches de chocolate y tertulia.
         El señor Manchego vino luego en cuenta de que había nacido con vocación constitucional. Advirtió que su contextura espiritual era una contextura de héroe. Se compró una panoplia y una carabina. Y se fue a Huancavelica. Y de Huancavelica ayer ha vuelto.
         En Huancavelica ha estado de aventura en aventura. Ha sido la suya una caballería de gran paladín de las libertades públicas. A los honestos indios de Mirabeau. Y si los honestos indios de Huancavelica no entendían a Mirabeau, el señor Manchego sustituía a Mirabeau con Machiavello. Para luego sustituir a Machiavello con Castelar. Castelar en labios del señor Manchego tiene la interpretación más castiza que el lector puede suponer…

Plena ofensiva  

         Ayer la política se despertó violentamente. Fue tal como nosotros lo presentíamos. Se incorporó en la cama, se levantó con los pies descalzos y se fue a mirar en el espejo del ropero. Y recobró entonces todas sus energías, todos sus ímpetus y todas sus vehementes ansias de travesura. Arrancó del calendario varias hojas e inquirió la fecha en que se hallaba. Se fijó en el santo que decía el anverso y en la charada inquietante que decía el reverso. Y se bañó, se hizo la barba, se peinó con coquetería y se vistió con elegancia. Y se echó a la calle. Y compró a un chiquillo un número de la suerte.
         Desde entonces la perdimos la pista por mucho rato.
         En la Cámara encontramos un ambiente cálido y sorpresivo. Hablaba el señor Químper. Y hablaba con bríos, con entonación, con bravura. Hacía una faena esforzada, mientras los demás oradores de la minoría le guapeaban y le aplaudían.
         El señor Químper desenrolló un enorme pliego de interpelaciones. Un pliego más voluminoso que todos los proyectos del señor Borda. Solo que no estaba escrito en papel celeste.
         La mayoría se quedó silenciosa y tranquila. Intervino únicamente el señor Menéndez.
         —Yo estoy aquí para que ustedes me juzguen, me escuchen y me absuelvan. Sobre todo, para que ustedes me absuelvan.
         Y la minoría le contestó:
         —¡Ahora no queremos escucharle! ¡Ya no es usted ministro! ¡Ahora lo absolvemos a usted de todo!
         Y el señor Menéndez exclamó consternado, agradecido:
         —¡Compañeros!
         Pero el señor Secada no quiso que las cosas quedaran así no más. Y habló del accidente al Grau por maligno deseo de poner en un brete al señor ministro de guerra. Y, risueñamente, volterianamente, burlonamente, como crédulo, un candoroso.
         El señor Abelardo Gamarra acotaba por lo bajo:
         —¡Un candelejonazo, mejor dicho! ¡Gua!
         Y siguió animada la tarde. El señor Vivanco se puso pico a pico con el señor Menéndez y le aturrulló con su oratoria contundente. Para poner punto final a su discurso, le gritó así:
         —¡Detective!
         El señor Químper ocurrió en busca de un diccionario y le hizo identificar en él su palabra al señor Vivanco. El diccionario dice así: “Detective” M. En Inglaterra y los Estados Unidos, agente de la policía secreta.
         Luego el señor Balta hizo un discurso muy trascendental y muy patriótico sobre puentes y caminos. La Cámara languideció como si siguiera al señor Balta en una travesía por todos los puentes y por todos los caminos de la república. Y nosotros, que somos muy accesibles para la fatiga, desertamos cobardemente y dejamos al señor Balta a mitad de su abnegada caminata…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 9 de agosto de 1916. ↩︎