2.16. Fuego a discreción

  • José Carlos Mariátegui

 

         1La jornada parlamentaria de anteayer fue intensa, agitada, emocionante y sonora. Terminan las perezas, las cortesías, los bostezos y los eufemismos. Y todo comienza a ser lucha candente y cruenta. A la escaramuza ha seguido la primera gran batalla y a la primera gran batalla seguirán otras muchas, más tremendas, más sangrientas, más ardorosas.
         El señor Torres Balcázar entró al salón de sesiones con cara trágica. Los diputados pensaron que el señor Torres Balcázar llevaba en el bolsillo algún petardo. Y repararon que, en su puesto estratégico, de centinela avanzado, estaba el señor Borda, a quien indiscretas acometividades del invierno habían obligado a faltar varios días. y la mayoría quiso hacer un gesto galante. Quiso tributar un homenaje a la minoría. Quiso hacerle un saludo. Y, caballerescamente, el señor Balta pidió la palabra para enaltecer al señor Borda, hacer el elogio de sus cuarenta proyectos en papel celeste y solicitar que fuesen publicados en los periódicos. Y el señor Manzanilla, que cada día es más amabilísimo, advirtió entonces:
         —Ya lo había resuelto yo.
         Pero la minoría comprendió que no estaba el tiempo como para andarse con más cortesías y genuflexiones. Agradeció los homenajes de la mayoría, pero se aprestó para dar batalla. Y el señor Torres Balcázar se puso de pie solemnemente. La sala entera se estremeció. Y los diputados miraron la farola para ver si se conmovía o se venía abajo de miedo.
         Y el señor Torres Balcázar, que es todo un estratega, operó el más eficaz de los ataques. Revolucionó a la cámara, soliviantó a las galerías, emocionó a los conserjes, alborotó a los periodistas. Y cuando al final la cámara se pronunció adversamente a una proposición de su señoría en defensa de los empleados públicos, el señor Torres Balcázar, risueño y burlón, habló así:
         —Yo sabía ya cuál iba a ser el voto de la Cámara. Yo lo he provocado conscientemente. Yo no he tenido fe alguna en la eficacia de mi pedido. Pero he obligado a muchos representantes a soltar prenda sobre la cuestión de las rebajas. Los he puesto cara a cara con la opinión.
         Y se reía a caquinos, completamente satisfecho de su hazaña. El señor del Solar, obligado a decir que él y sus compañeros pretendían que los empleados públicos sufriesen hambre y sed por un año más en beneficio de la patria y de sus acreedores, lo miraba indignado y protestaba contra la táctica aviesa de su señoría.
         Y en toda la sesión hubo gran animosidad de la minoría que efectuó un bombardeo general y esforzado.
         En la orden del día volvieron a verse frente a frente el señor Macedo y el señor Moreno. Se discutía un asunto relativo a Ica, Chincha y Pisco y opinaban sobre él los representantes de esas provincias. Y el señor Macedo, rival impenitente del señor Moreno, resolvió intervenir en él. Y el señor Moreno tuvo que indignarse y decir a sus vecinos:
         ¡Pero qué “entremetido” es este diputado!
         Y luego en los pasillos seguía protestando contra las actitudes del señor Macedo. Y hablaba mal también de sus singularidades físicas:
         —Mi contendor tiene un alma flácida como su gordura. Porque su gordura es flácida. No es turgente y redonda como la mía y como la del cronista de La Prensa. ¡No! Nuestros carrillos son cual melocotones sazonados. Los del señor Macedo son cual alforjas…
         Y continuaba su diatriba por este camino.
         El señor Moreno está obsesionado por la enemistad del señor Macedo. No sabe cómo vengarse de él. No sabe cómo impedir que intervenga en las cuestiones de Chincha. Y, enterado de la odiosidad que le tiene el señor Macedo a la música, a Verdi, a Wagner, a la ópera italiana y al drama sinfónico alemán, está absolutamente resuelto a establecer en Chincha, en la misma calle en que tiene su alojamiento el señor Macedo, no menos de diez orfeones. O “estudiantinas” como dice su señoría…


Referencias


  1. Publicado en El Tiempo, Lima, 16 de agosto de 1916. ↩︎